Quantcast
Channel: LEER PORQUE SÍ
Viewing all 292 articles
Browse latest View live

HERNÁNDEZ, Felisberto: La pelota

$
0
0




Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita -pronto para correr- yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con esta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo seria más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi como ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas "patadas' me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo (cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo). En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una "patada" bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacia al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda. 
Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.


(Uruguay, 1902/1964)



ANDERSON IMBERT, Enrique: Cassette

$
0
0


Año: 2132. Lugar: aula de cibernética. Personaje: un niño de nueve años.
Se llama Blas. Por el potencial de su genotipo ha sido escogido para la clase Alfa. O sea, que cuando crezca pasará a integrar ese medio por ciento de la población mundial que se encarga del progreso. Entretanto, lo educan con rigor. La educación, en los primeros grados, se limita al presente: que Blas comprenda el método de la ciencia y se familiarice con el uso de los aparatos de comunicación. Después, en los grados intermedios, será una educación para el futuro: que descubra, que invente. La educación en el conocimiento del pasado todavía no es materia para su clase Alfa: a lo más, le cuentan una que otra anécdota en la historia de la tecnología.
Está en penitencia. Su tutor lo ha encerrado para que no se distraiga y termine el deber de una vez. Blas sigue con la vista una nube que pasa. Ha aparecido por la derecha de la ventana y muy airosa se dirige hacia la izquierda. Quizás es la misma nube que otro niño, antes que él naciera, siguió con la vista en una mañana como esta y al seguirla pensaba en un niño de una época anterior que también la miró y en tanto la miraba creía recordar a otro niño que en otra vida... Y la nube ha desaparecido. 
Ganas de estudiar, Blas no tiene. Abre su cartera y saca, no el dispositivo calculador, sino un juguete. Es una cassette. 
Empieza a ver una aventura de cosmonautas. Cambia y se pone a escuchar un concierto de música estocástica. Mientras ve y oye, la imaginación se le escapa hacia aquellas gentes primitivas del siglo XX a las que justamente ayer se refirió el tutor en un momento de distracción. 
¡Cómo se habrán aburrido, sin esa cassette! 
"Allá, en los comienzos de la revolución tecnológica —había comentado el tutor— los pasatiempos se sucedían como lentos caracoles. Un pasatiempo cada cincuenta años: de la pianola a la grabadora, de la radio a la televisión, del cine mudo y monocromo al cine parlante y policromo.
¡Pobres! ¡Sin esta cassette cómo se habrán aburrido! 
Blas, en su vertiginoso siglo XXII, tiene a su alcance miles de entretenimientos. Su vida no transcurre en una ciudad sino en el centro del universo. La cassette admite los más remotos sonidos e imágenes; transmite noticias desde satélites que viajan por el sistema solar; emite cuerpos en relieve; permite que él converse, viéndose las caras, con un colono de Marte; remite sus preguntas a una máquina computadora cuya memoria almacena datos fonéticamente articulados y él oye las respuestas.

(Voces, voces, voces, nada más que voces pues en el año 2132 el lenguaje es únicamente oral: las informaciones importantes se difunden mediante fotografías, diagramas, guiños eléctricos, signos matemáticos.)

En vez de terminar el deber Blas juega con la cassette. Es un paralepípedo de 20 X 12 X 3 que, no obstante su pequeñez, le ofrece un variadísimo repertorio de diversiones.
Sí, pero él se aburre. Esas diversiones ya están programadas. Un gobierno de tecnócratas resuelve qué es lo que debe ver y oír. Blas da vueltas a la cassette entre las manos. La enciende, la apaga. ¡Ah, podrán presentarle cosas para que él piense sobre ellas pero no obligarlo a que piense así o asá!
Ahora, por la derecha de la ventana, reaparece la nube. No es nube, es él, él mismo que anda por el aire. En todo caso, es alguien como él, exactamente como él. De pronto a Blas se le iluminan los ojos: 
—¿No sería posible —se dice mejorar esta cassette, hacerla más simple, más cómoda, más personal, más íntima, más libre, sobre todo más libre? 
Una cassette también portátil, pero que no dependa de ninguna energía microelectrónica: que funcione sin necesidad de oprimir botones; que se encienda apenas se la toque con la mirada y se apague en cuanto se le quite la vista de encima; que permita seleccionar cualquier tema y seguir su desarrollo hacia adelante, hacia atrás repitiendo un pasaje agradable o saltándose uno fastidioso... Todo esto sin molestar a nadie, aunque se esté rodeado de muchas personas, pues nadie, sino quien use tal cassette, podría participar en la fiesta. Tan perfecta sería esa cassette que operaría directamente dentro de la mente. Si reprodujera, por ejemplo, la conversación entre una mujer de la Tierra y el piloto de un navío sideral que acaba de llegar de la nebulosa Andrómeda, tal cassette la proyectaría en una pantalla de nervios. La cabeza se llenaría de seres vivos. Entonces uno percibiría la entonación de cada voz, la expresión de cada rostro, la descripción de cada paisaje, la intención de cada signo... Porque claro, también habría que inventar un código de signos. No como esos de la matemática sino signos que transcriban vocablos: palabras impresas en láminas cosidas en un volumen manual. Se obtendría así una portentosa colaboración entre un artista solitario que crea formas simbólicas y otro artista solitario que las recrea...
—¡Esto sí que será una despampanante novedad! —exclama el niño—. El tutor me va a preguntar: "¿Terminaste ya tu deber?""No", le voy a contestar. Y cuando rabioso por mi desparpajo, se disponga a castigarme otra vez, ¡zas! lo dejo con la boca abierta: "¡Señor, mire en cambio qué proyectazo le traigo!"...

(Blas nunca ha oído hablar de su tocayo Blas Pascal, a quien el padre encerró para que no se distrajera con las ciencias y estudiase las lenguas. Blas no sabe que así como en 1632 aquel otro Blas de nueve años, dibujando con tiza en la pared, reinventó la Geometría de Euclides, él, en 2132, acaba de reinventar el libro.)


(Argentina, 1910/2000)

El cuento “Cassette” fue escrito en 1982.

AL LECTOR...

$
0
0

"Lector: procura tener siempre a mano una buena colección de cuentos, y después de tu jornada habitual, pasadas las horas en que el mundo ha sido para tu profesión, familia, país, entrégate a la aventura de realizarte a ti mismo en una tierra exótica, en una época remota, en el esclarecimiento de un crimen o en un relato de ciencia-ficción, o también a la compañía de una poesía. Vive unos minutos del cuento, aunque esto parezca ser poco recomendable a los ojos de las personas laboriosas y serias; esos hombres a los que suelen llamar "realistas", quienes nunca han pensado en serio y laboriosamente acerca de la realidad. Hazlo así, y yo te aseguro que luego volverás a tu mundo, a tu profesión, a tu familia, a tu país, más nuevo más animoso, más joven; si me permites decirlo con solemnidad y la ironía de los que saben usar el haz y el envés de las palabras: más eterno".

Pedro Laín Entralgo
(España, 1908/2001)



BENEDETTI, Mario: Táctica y estrategia

$
0
0

Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu
recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple

mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites

(Uruguay, 1920/2009)

GALEANO, EDUARDO: Las cartas

$
0
0

Juan Ramón Jiménez abrió el sobre en su cama del sanatorio, en las afueras de Madrid.
Leyó la carta, admiró la fotografía. Gracias a sus poemas, ya no estoy sola. ¡Cuánto he pensado en usted!, confesaba Georgina Hübner, la desconocida admiradora que le escribía, desde lejos, su primera misiva. Olía a rosas el papel rosado, y estaba pintada de rosáceas anilinas la foto de la dama que sonreía, hamacándose, en el rosedal de Lima.
El poeta contestó. Y algún tiempo después, el barco trajo de España una nueva carta de Georgina.
Ella le reprochaba su tono tan ceremonioso. Y viajó al Perú la disculpa de Juan Ramón, perdone usted si le he sonado formal y créame si acuso a mi enemiga timidez. Y así se fueron sucediendo las cartas que lentamente navegaban, entre el poeta enfermo y su lectora apasionada. 
Cuando Juan Ramón fue dado de alta, y regresó a su casa de Andalucía, lo primero que hizo fue enviar a Georgina el emocionado testimonio de su gratitud, y ella contestó palabras que le hicieron temblar la mano. 
Las cartas de Georgina eran obra colectiva. Un grupo de amigos las escribía desde una taberna de Lima. Ellos habían inventado todo: la foto, el nombre, las cartas, la delicada caligrafía. Cada vez que llegaba carta de Juan Ramón, los amigos se reunían, discutían la respuesta y ponían manos a la obra. 
Con el paso del tiempo, carta va, carta viene, las cosas fueron cambiando. Proyectaban una carta y terminaban escribiendo otra, mucho más libre y volandera, quizá dictada por esa hija de todos ellos que no se parecía a ninguno y a ninguno obedecía. 
En eso, llegó la carta de Juan Ramón anunciando su viaje. El poeta iba a embarcarse hacía Lima, hacia la mujer que le había devuelto la salud y la alegría. 
Reunión de emergencia. ¿Qué se podía hacer? ¿Confesarlo todo?¿Cometer esa crueldad? Debatieron el asunto durante horas, hasta que tomaron la decisión. 
Al día siguiente, el cónsul del Perú en Andalucía golpeó a la puerta de Juan Ramón, en los olivares de Moguer. El cónsul había recibido un telegrama urgente desde Lima: Georgina Hübner ha muerto.

(Uruguay, 1940)

DOLINA, ALEJANDRO: Los deberes de Pedro

$
0
0
Pedro se sienta en los últimos bancos del aula, como corresponde a un chico que desdeña la educación y la vecindad de los poderosos. Las conspiraciones y los batifondos nunca lo hallan ajeno. Busca el riesgo de las transgresiones y la compañía de los más beligerantes. A veces lo tientan el estudio y la inteligencia. Entonces, como quien acepta un desafío, como una compadrada, resuelve arduos problemas de regla de tres y cumple los dictados sin tropiezos.
Un día, la maestra le acaricia el pelo tiernamente. Él piensa:
—Ay, señorita... Si supiera cómo me gustaría regalarle una flor y darle un beso.
Pero Pedro sabe quién es y conoce su deber y su destino. Con una gambeta se aleja del afecto inoportuno y va a buscar la gloria allá en el fondo, donde los malandras se empeñan revoleando los tinteros para que se cumpla mejor el divino propósito del Universo.

(Argentina, 1944)


MARTÍNEZ, GUILLERMO: Unos ojos fatigados

$
0
0

El hombre que me abre la puerta es viejo, aunque no de los más viejos que me han tocado. Tiene unos ojos fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de la edad, pero la mirada es lúcida, casi hiriente, y sus maneras son dignas y calmas. Cierra la puerta y se mueve con lentitud de regreso a su sillón, como si fuera un trayecto peligroso en el que tuviera que poner sumo cuidado; solo cuando logra sentarse me indica otro sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella facetada con una mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía controlable.
–Discúlpeme por la hora –me dice–; espero no haberlo despertado.
–No, duermo muy poco –lo tranquilizo–. Y realmente quería salir, en todo el día no había tenido llamados.
–¿No llaman mucho, entonces? –sus párpados se alzan un poco; las pupilas son de un color celeste acerado, pero a la luz de la lámpara se ven casi grises.
–Sí, llaman. Bastante. Más de lo que nadie hubiera supuesto en un principio. Solo que no me llaman a mí.
–Entiendo –dijo–: vi los otros avisos. ¿Qué prefieren? ¿Mujeres? ¿Sacerdotes?
–Mujeres, supongo, sí. Pero no en un sentido sexual, casi nunca. Buscan caras parecidas. A la madre, a una antigua novia; alguien que les recuerde a un ser querido. Pero también hay modas. Muchos piden enfermeras, o médicos.
–¿Y quiénes lo piden a usted? –su mirada parece por un momento irónica pero la atenúa enseguida una sonrisa cortés.
–Exacadémicos, sobre todo. Universitarios, escritores. Gente que todavía tiene bibliotecas, como usted, y quieren una conversación “filosófica”.
–No, no se preocupe, nada de conversaciones. Solo quiero terminar mi copita. ¿Puede creer que ellos intentaron enviarme un verdadero filósofo?
–Bueno, se supone que tienen que intentarlo todo. ¿Cuántos embajadores tuvo?
–¿”Embajadores”? ¿Así los llaman? –se sonríe y mueve la cabeza–. A veces pueden ser graciosos. Fueron siete en total, llevé la cuenta. Son verdaderamente ingenuos, estuve a punto de escribir un último ensayo: el desfile de las razones para seguir. Me enviaron incluso una prostituta, una chica joven. Joven de verdad. Tuve que decirle: M’hijita, podría haberlo considerado… ¡hace cien años!
–En general envían solo tres. Pero escuché hablar de casos como el suyo. Son los que consideran una anomalía. Usted no es tan viejo, no parece enfermo, ni perdió las facultades mentales: yo veo únicamente un Parkinson muy suave.
–Sí, estoy sano, eso los desesperaba sobre todo. En un momento llegué a pensar que en realidad me estaban estudiando, debajo de distintos disfraces. O que era una clase de trampa legal, y que nunca dejarían de sucederse, uno tras otro. Pero evidentemente se resignaron, esta mañana me llegó el permiso oficial. Me dediqué a buscar la persona apropiada toda la tarde. Vi muchos avisos en la red, pero no sabía a quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un final definitivo. Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo –suspira y deja en la mesa el vasito vacío–. ¿Lo tiene en el maletín?
Sus ojos vuelven a mirarme y otra vez me llama la atención el color cambiante de las pupilas bajo la luz. Apoyo el maletín en la mesita y lo abro con cuidado. Parece decepcionado al ver solo una jeringa.
–No –dice–: tiene que ser algo más drástico. Si no le parece mal, voy a buscar mi escopeta. No pienso dejarles el cerebro. Son como buitres y están en todas partes: en las morgues, en los cementerios, en los hospitales. Sé que se infiltran incluso entre ustedes para recuperar la masa encefálica.
–Como usted quiera –digo.
Lo dejo incorporarse y caminar dos pasos, hasta que me vuelve la espalda. Me acerco por atrás, le paso el brazo izquierdo debajo del cuello, abro la palma sobre la nuca y empujo con fuerza hacia adelante. Es el procedimiento alternativo, y se supone que preserva por unos minutos el flujo sanguíneo a la cabeza. Llamo por teléfono mientras doy vuelta con una mano el cuerpo delgado y reseco. Alzo con cuidado uno de los párpados para mirar la pupila de cerca.
–¿Recuperable o irrecuperable? –me preguntan.
–Recuperable –contesto–. Pero cambié de idea sobre el trato. Prefiero quedarme con algo para mi colección.
–Solo puede ser algo externo –me advierten.
–Los ojos –digo–. Creo que son antiguos. Creo que son auténticos ojos humanos.

(Argentina, 1962)


ISAÍAS, Marcela: HISTORIAS DE LA ESCUELA VIVA

$
0
0

Jueves, 28 de agosto de 2014


Historias de la escuela viva

La formación y el estudio son los pilares de una sociedad libre y democrática. Los ejemplos, por pequeños que se retraten en esta nota, son significativos para alcanzar ese objetivo.



Por Marcela Isaías
La escuela siempre se las ha ingeniado para que sus estudiantes detesten o amen la lectura. En esta última tarea se ha empeñado un profesor que enseña en un secundario para adultos de Rafaela. Desde hace unos 10 años, Sergio Fassanelli —el profe en cuestión— implementa un proyecto que llama "Leer porque sí". Y de eso se trata: fuera o dentro de clases, disfrutar de la buena literatura. "La mayoría de los alumnos de las escuelas para adultos llegan por las noches al aula luego de un día laboral agotador, quizás sin haber podido pasar por su hogar a darse un baño reparador, alimentarse adecuadamente o, simplemente, saludar a su familia. ¿Cómo podemos exigirles que lean en sus ratos libres cuando ni siquiera los tienen durante el fin de semana?", se preguntaba hace poco el docente en una reflexión que compartía con este diario.
A unos 90 km al sur de Rosario está La Vanguardia. Un pueblo al que la llegada del secundario para jóvenes y adultos le cambió la vida, tanto que las vecinas cuando se encuentran a barrer la vereda ya no hablan sólo del tiempo sino de las tareas que tienen para la noche. Basta con saber que son 450 los habitantes, de los cuales unos 50 se encuentran por las noches en la escuela para estudiar. No es una escuela más: no existen las notas tradicionales ni los abanderados se designan por sus calificaciones. Como pasó el último 25 de Mayo con Hugo, que cada día, después de trabajar largas horas, asiste a clases. A él lo eligieron por hacer las mejores tortas fritas. Un mérito unido al esfuerzo que pone para salir adelante.
En diciembre del año pasado, cuando Rosario era un hervidero no sólo por el calor y los cortes de luz sino también por las noticias de saqueos que ganaban los barrios, la profesora de plástica Cintia Pérez le daba los toques finales junto a un grupo de chicos de la Escuela Nº 133 de Nuevo Alberdi a un mural inspirado en la obra de Juan Grela. "Muchos de mis alumnos trabajan como albañiles junto a sus padres, tienen la postura del oficio, lo ves en el manejo de la cuchara, del balde", contaba Cintia para describir por qué tanto empeño en mostrarles el camino que propone el arte. Y lo más hermoso: para estos pequeños hablar de Grela, Picasso o Frida Kahlo no es algo desconocido.
Todavía conmueve la historia de Luisa, la nena con síndrome de Down a quien las escuelas pública y privada de su pueblo, Pujato, nunca le cerraron las puertas ni pusieron excusas para integrarla. El proceso de inclusión de Luisa en la primaria 227 se da con tanta naturalidad que sus propios compañeros de grado no entendían bien el motivo de por qué La Capital quería entrevistarla. "¿Por qué una nota para el diario? ¿Le pasa algo a Luisa?", preguntaban enmudeciendo hasta la propia directiva, que se vio felizmente sorprendida.
La semana pasada Rosario fue sede de unas jornadas latinoamericanas inspiradas en "La escuela viva" de Olga Cossettini. Un encuentro donde no faltaron los intercambios de libros, de anécdotas de aprendizajes, ni los susurradores de poemas ni el aplauso sentido por la recuperación de Ana Libertad, la nieta 115. No hay dudas de que si hoy hubiese que buscar ejemplos de experiencias de esa escuela viva que piloteaba la señorita Olga, las del profe que invita a leer por placer a sus alumnos adultos, la del pueblo que tiene otra vida a partir del secundario, la de la maestra preocupada por contagiar el arte y la de la inclusión que se vive como un derecho humano esencial, estarían en esos ejemplos.
En su libro "La escuela viva" (Losada 1942), Olga escribe: "Nuestro plan de trabajo tiende a organizar la tarea de la escuela en torno a los intereses y a las necesidades espontáneas del niño. Forma su programa de conocimientos con los materiales que toma del contorno y que coordina y unifica, teniendo en cuenta que la ciencia no es casillero de materias aisladas. Para una adecuada comprensión de la sociedad actual, mantiene contacto con ella, y procura, por todos los medios, el acrecer espiritual del niño nutriendo sus raíces que son la fuente de vida de la creación".
Más tarde, otro gran maestro, asesinado por la dictadura cívico-militar, Isauro Arancibia, imprimía a la educación una dimensión política del oficio de educador más que necesaria. "El maestro no sólo educa, también debe indignarse. Justo lo que la tradición prohibía. Inocuo, con aureola de mártir o santo alejado de las cosas terrenas, el maestro debía repetir 2 2 son 4. Los números estaban obligados a ser ajenos a los panes. Pero para el brazo que levanta el machete, dos horas de pelada de caña, más otras dos, no son cuatro. Y ocho horas son una eternidad", escribe el historiador Eduardo Rosenzvaig ("La oruga sobre el pizarrón", editorial Cartago) sobre los argumentos que sostenía la pedagogía de Isauro. Una pedagogía que proponía educar a los chicos para cambiar la vida, no para recitarla.
En la escuela viva de Olga, en la de la indignación de Isauro, como en todas las ricas experiencias educativas, hay palabras esenciales que resisten, que toman forma, sentido. Son las que se contraponen a ese vocabulario que cada tanto gana la escena educativa para confundir a los docentes, convencerlos de que siempre tienen que estar capacitándose en algo para no perder el tren o quedar afuera de los cambios, como la catarata de términos propios de la economía y siglas raras que caracterizó a los 90 (gestión, competencias, PEI, EDI; PROCAP, TEBE, etc.). Y, sin ir más lejos, a los que por estos días asistimos como una verdadera invasión, como: dispositivos, territorialidad, contextos, estrategias, articulaciones, formación situada y en contexto, transversalidad, coformador, cotrabajo, cocreación, facilitadores, tramas, referentes pedagógicos, y todas sus familias de palabras etc. para hacernos pensar que por ahí pasa la cosa.
Pero las buenas palabras no son una moda. Son las que dan formas a las historias de la escuela viva, que las tenía Olga en su día a día y con las que Isauro mostró cómo luchar a sus compañeros de trabajo: enseñar, aprender, leer, escribir, jugar, crear, chicos o si lo prefieren niños y niñas, educar, maestra y escuela.




CORTÁZAR, Julio: Tome la palabra, pero tenga cuidado

$
0
0

Cuando el catedrático doctor Lastra tomó la palabra, esta le zampó un mordisco de los que dejan la mano hecha moco. Al igual que más de cuatro, el doctor Lastra no sabía que para tomar la palabra hay que estar bien seguro de sujetarla por la piel del pescuezo sí, por ejemplo, se trata de la palabra ola, pero que a queja hay que tomarla por las patas, mientras que asa exige pasar delicadamente los dedos por debajo como cuando se blande una tostada antes de untarle la manteca con vivaz ajetreo.
¿Qué diremos de ajetreo? Que se requieren las dos manos, una por arriba y otra por abajo, como quien sostiene a un bebé de pocos días, a fin de evitar las vehementes sacudidas a que ambos son proclives. ¿Y proclive, ya que estamos? Se la agarra por arriba como a un rabanito, pero con los dedos porque es pesadísima. ¿Y pesadísima? De abajo, como quien agarra una matraca. ¿Y matraca? Por arriba, como una balanza de feria. Yo creo que ahora usted puede seguir, doctor Lastra.

Escritor argentino nacido en Bruselas (Bélgica) en 1914 y fallecido en París (Francia) en 1984.

POE, EDGAR ALAN: El corazón delator

$
0
0
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es solo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte!
¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquel me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima. Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos. Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!

(EEUU, 1809/1849)


APOLLINAIRE, Guillaume: El marinero de Amsterdam

$
0
0

El bergantín holandés Alkmar regresaba nuevamente de Java, cargado de especias y otros elementos preciados. Hizo escala en Southampton y se autorizó a la tripulación a bajar a tierra.
Uno de ellos, Hendrijk Versteeg, traía un mono en el hombro derecho, un loro en el izquierdo y, pendiente de la espalda, una farda de tejidos hindúes, que pensaba vender en la ciudad junto con los animales.
Era el inicio de la primavera y anochecía pronto. Hendrijk Versteeg caminaba velozmente por las calles un poco sombrías que apenas iluminaba la luz de gas. El marino pensaba en su pronto regreso a Amsterdam, en su madre, a quien hacía tres años que no veía, en su novia que lo aguardaba en Monikendam. Calculaba el dinero que le ocasionarían los animales y las telas y buscaba un comercio donde vender esos artículos exóticos.
En Abve Bar Street, un caballero muy cabal se le acercó y le preguntó si buscaba comprador para el loro.
-Este pájaro -dijo- me convendría. Preciso alguien que me hable sin que yo tenga que responderle; vivo solo.
Como la mayoría de los marineros holandeses, Hendrijk Versteeg hablaba inglés. Estableció un precio que el desconocido aprobó.
-Sígame -dijo este-. Vivo bastante apartado. Usted depositará el loro en una jaula que tengo en casa. Usted me exhibirá sus telas y quizá yo halle alguna que me agrade.
Muy dichoso, Hendrijk Versteeg acompañó al caballero, y, mientras andaban, le hizo la alabanza del mono, que pertenecía, le dijo, a una especie muy rara, cuyos componentes se encariñan con los dueños y soportan bien el clima de Inglaterra.
Muy pronto Hendrijk Versteeg dejó de hablar. El desconocido no le respondía y ni siquiera parecía oírlo.
Continuaron su camino en silencio uno al lado del otro. El mono, atemorizado por la neblina, gemía como un niño, y el loro sacudía las alas.
Al cabo de una hora de caminar, expresó bruscamente el desconocido:
-Ya nos encontramos cerca de casa.
Se hallaban fuera de la ciudad. Rodeaban el camino grandes parques bordeados de verjas; de vez en cuando relucían a través de los árboles las ventanas de un “cottage” y se escuchaba a veces muy distante el lúgubre grito de una sirena, en el mar.
El desconocido se paró ante una verja, extrajo un llavero y abrió la puerta. La cerró luego que entró Hendrijk.
El marinero estaba intranquilo. Divisaba apenas, en el fondo del jardín, una casita de aspecto bastante agradable, pero por cuyas celosías cerradas no se advertía ninguna luz.
El caballero taciturno, la casa sin actividad, todo era bastante siniestro. Pero Hendrijk se acordó de que el extraño caballero vivía solo. “Es un hombre insólito”, pensó, y, como un tripulante holandés no es lo bastante adinerado para que alguien piense en robarlo, se abochornó de ese momentáneo miedo.

II

-Si tiene fósforos, alúmbreme -dijo el caballero, metiendo una llave en la cerradura de la puerta de la casa.
El marinero obedeció el pedido, y en cuanto entraron, el desconocido acercó una lámpara, que rápidamente alumbró una sala amueblada con gusto.
Hendrijk Versteeg había recuperado su calma. Tenía ya la seguridad de que su raro compañero le adquiriría gran parte de las telas.
El desconocido, que se había ausentado de la sala, retornó con una jaula en la mano.
-Ponga aquí el loro -exclamó. Le colocaré un aro cuando se haya aplacado del todo y sepa decir lo que yo quiero que diga.
Después de haber cerrado la jaula, mandó al marino que agarrara la lámpara y entrara en el cuarto contiguo donde, según él dijo, tenía una mesa amplia para extender las exóticas telas.
Hendrijk Versteeg accedió y entró en la habitación indicada por el desconocido. La puerta se cerró de inmediato a sus espaldas; la llave giró; estaba encerrado.
Aturdido, apoyó la lámpara sobre la mesa y se abalanzó sobre la puerta, para tratar de abrirla. Lo detuvo una voz:
-Un paso más y termino con usted, marinero.
Levantando la cabeza Hendrijk vio, por un tragaluz que no había observado hasta ese momento, el caño de un revólver que lo apuntaba. Se detuvo, aterrado.
Inútil combatir. De nada lo ayudaría su cuchillo; ni tampoco le hubiera sido útil un revólver. El extraño exclamó:
-Óigame bien y obedezca. El favor obligado que usted ejecutará tendrá su premio. Pero la determinación es mía. Usted acatará ciegamente; de lo contrario, lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa… Hallará un revólver de seis tiros, con cinco balas. Tómelo.
El tripulante holandés acataba las órdenes casi sin pensar. En su hombro, el mono daba alaridos y temblequeaba. El desconocido prosiguió:
-Al final del cuarto hay una cortina. Descórrala.
Plegada la cortina, Hendrijk vio un dormitorio; allí, sujeta de pies y manos, sobre una cama, una mujer lo observaba con desesperación.
-Suelte a esa mujer, exclamó el extraño- y retírele la mordaza.
Cumplida la orden, la mujer, joven y de notable belleza, se hincó ante el tragaluz y clamó:
-Harry es una trampa vil. Me has traído aquí para matarme. Aparentaste haber alquilado esta casa para que pasáramos el primer lapso de nuestra reconciliación. Tenía por seguro el haberte persuadido. Pensé que al fin estabas seguro de que jamás he sido responsable. ¡Harry, soy inocente!
-No te creo -exclamó parcamente el desconocido.
-Harry, soy inocente -volvió a decir con lacerada voz la joven.
-Son tus palabras finales; las anoto esmeradamente. Me las repetirán eternamente -la voz del extraño castañeó un poco, pero rápidamente se afirmó-. Porque sigo amándote; si te quisiera menos, te mataría yo mismo. Pero eso me resultaría inejecutable, puesto que te quiero…
-Marinero, si usted no ultima a esa mujer antes de que yo haya contado hasta diez, usted yacerá sin vida junto a ella. Uno, dos, tres, cuatro…
Antes de que el desconocido lograra contar hasta cinco, Hendrijk abrió fuego sobre la joven que, constantemente arrodillada, lo miraba penetrantemente. La mujer se desplomó sobre el suelo, de cara. Había recibido el disparo en la frente. Rápidamente, un segundo disparo dio alcance al marinero en la sien derecha. Hendrijk se precipitó contra la mesa; a su vez el mono, con penetrantes alaridos de terror, se ocultaba en su camisa.
Al otro día, unos peatones oyeron gritos raros que partían de un “cottage” en los alrededores de Southampton y dieron aviso a la policía. Los agentes penetraron en la casa.
Encontraron los cuerpos sin vida de la joven y del marinero. El mono salió a empellones de la camisa de su dueño y se encaramó a uno de los polícías. A tal punto los espantó que estos retrocedieron y le dieron muerte a tiros.
La justicia presentó su informe. Parecía indudable que el marinero había dado muerte a la joven y luego se había suicidado. A pesar de eso, las causas del drama eran oscuras. No hubo complicación para reconocer los cuerpos. La muchedumbre se interrogó cómo Lady Finngal, dama de un par del Reino, podía haber permanecido sola, en una alejada casa de campo, con un marinero que había arribado el día anterior a Southampton.
El dueño de la casa no pudo proveer a la justicia ningún dato satisfactorio. La casa había sido rentada, ocho días antes del trágico suceso, por un tal Collins, de Manchester; imposible hallarlo. Collins usaba anteojos y portaba una extensa barba roja, que muy fácil podía ser falsa.

III

El lord arribó de Londres rápidamente. Veneraba a su esposa y su abatimiento daba pena. Como a los demás, el hecho le parecía incomprensible.
A partir de estos sucesos se ha aislado del mundo. Vive en su casa de Kensinton, sin otra compañía que un mucamo mudo y un loro que repite sin parar:
-¡Harry, son inocente!

(Francia, 1880/1918)

BÉCQUER, Gustavo Adolfo: Rima LXVIII

$
0
0
(Ecuador, 1919/1999)

No sé lo que he soñado
en la noche pasada.
Triste, muy triste debió ser el sueño,
pues despierto la angustia me duraba.

Noté al incorporarme
húmeda la almohada,
y por primera vez sentí al notarlo
de un amargo placer henchirse el alma.

Triste cosa es el sueño
que llanto nos arranca,
mas tengo en mi tristeza una alegría...
¡Sé que aún me quedan lágrimas!

DE SANTIS, Pablo: La pieza ausente

$
0
0

Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy no hay nadie en esta ciudad –dicen– más hábil que yo para armar esos juegos que exigen paciencia y obsesión. 
Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto sería llamado a declarar. Fabbri, era director del Museo del Rompecabezas. Tuve razón: a las doce de la noche la llamada de un policía me citó al amanecer en las puertas del Museo. 
Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente, mientras decía su nombre en voz baja –Lainez–como si pronunciara una mala palabra. Le pregunté por la causa de la muerte: "Veneno", dijo entre dientes. 
Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la ciudad, con dibujos de edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambiaba, manos secretas alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza. 
Lainez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza. "Aquí la tiene. Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso dejarnos una señal". 
Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en letras diminutas Pasaje La Piedad. 
–Sabemos que Fabbri tenía enemigos –dijo Lainez–. Coleccionistas resentidos, como Santandrea, varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que se peleó una vez. 
–Troyes –dije. Lo recuerdo bien. 
–También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa. 
–¿Relaciona a alguno de ellos con esa pieza? 
Dije que no. 
–¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena coartada. También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé en usted. 
Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por primera vez sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a reflejarme. Solo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme) la solución. 
–Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco.
Lainez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M.
Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la forma de una pieza ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.
(Argentina, 1966)

NOVARRO, Chico: Carta de un león a otro

$
0
0
Juan Carlos Baglietto
(Badía & Cia., 1984)


Perdona, hermano mío, si te digo
que ganas de escribirte no he tenido.
No sé si es el encierro, no sé si es la comida
o el tiempo que ya llevo en esta vida.

Lo cierto es que el zoológico deprime
y el mal no se redime sin cariño.
Si no es por esos niños que acercan su alegría
sería más amargo todavía.

A ti te irá mejor, espero,
viajando por el mundo entero,
aunque el domador, según me cuentas,
te obligue a trabajar más de la cuenta.

Tú tienes que entender, hermano,
que el alma tiene de villano
al no poder mandar a quien quisieran
descargan su poder sobre las fieras.

Muchos humanos son importantes
silla mediante, látigo en mano.

Pero volviendo a mí, nada ha cambiado
aquí desde que fuimos separados.
Hay algo, sin embargo, que noto entre la gente:
parece que miraran diferente.

Sus ojos han perdido algún destello
como si fueran ellos los cautivos.
Yo sé lo que te digo, apuesta lo que quieras,
que afuera tienen miles de problemas.

Caímos en la selva, hermano,
y mira en qué piadosas manos.
Su aire está viciado de humo y muerte
y quién anticipar puede su suerte.

Volver a la naturaleza
sería su mayor riqueza,
allí podrán amarse libremente
y no hay ningún zoológico de gente.

Cuidate, hermano, yo no sé cuándo,
pero ese día viene llegando.

BALMACEDA, Daniel: Palabras nutritivas

$
0
0


En 1765 en chef francés apellidado Boulanger (es decir panadero”) perdió su trabajo como jefe de cocina en la mansión de una familia aristocrática. Lejos de quejarse, convirtió el traspié en oportunidad: inauguró en la Rue de Poulies de París, cerca del Louvre, una cafetería a la que bautizó “Champ D’Osiseau”. No solo expendía café, sino que ofrecía comida sabrosa. En la puerta de su local colgó un letrero que decía: “Venite ad me omnes qui stomacho laboratis, et ego restaurabo vos”, cuya traducción posible sería “Vengan a mí todos vosotros que sufrís del estómago, que yo se los voy a restaurar”. Con buenos platos, que incluían la sopa llamada Restaurante Divine (Restauradora divina), y mejor criterio comercial, su éxito no se hizo esperar. Pero por sobre todo, el verbo que utilizó, restaurar, alcanzó los más altos índices de popularidad. El restaurante o restorán—ambos aceptados por la Real Academia Española— designa en diversos rincones del planeta el local donde se sirven comidas y bebidas.
El restaurante es el lugar donde se reúnen los comensales, quienes deben su denominación a dos palabras latinas: cum (con) y mensa (mesa). En cuanto a los instrumentos para comer, es interesante conocer que en los círculos aristocráticos de la Edad Media se envolvían en una servilleta que hacía las veces de estuche personal. Con esto los cubrían, para preservarlos. De ahí viene el genérico cubiertos. El tenedor era el que se usaba para tener o asir el alimento. El cuchillo surgió de cultellus, que a su vez provino de curtare, cortar.
Al despertar cada mañana, cumplimos con el rito del desayuno, que es aquello que se come para dejar de estar en ayunas. Almuerzo es un híbrido arábigo-latino: Al morsus, “el mordisco”. La merienda es un premio que se daba a los trabajadores si habían sido productivos. La palabra latina era merenda, asociada amerece, que es merecer. La voz aperitivo se relaciona con la apertura. Ambas significan abrir, en el caso del aperitivo, el estómago.
Con los términos griegos syn (con) y posis (bebida) se formó simposio, que significaba “beber juntos”. Brindis surgió del alemán “bring dir´s” (te lo ofrezco), frases que se decían en la Edad Media al alzar los copones.
Cuando la miel se separa del panal y queda pura, limpia, hablamos de miel sin cera. De tal relación surgió la palabra sinceridad. Compañero es quien “comparte el pan”. Desazón advierte acerca de la falta de sazón o sabor. Antes de terminar, una curiosidad: gordo proviene de una voz ibérica. Se utilizaba para designar a los necios, sin distinción de pesos.
En la Buenos Aires de 1906, los hermanos Lupo —Francisco, Juan, y Gerónimo— armaron su propia cadena de salas de cine. Eran la novedad de aquel tiempo y hay que reconocerles que gracias a ellos la masa porteña encontró una nueva atracción. Aunque hubo un detalle que olvidaron: comprar o alquilar los terrenos donde instalaban los cines. Así, en los primeros años llegaron a inaugurar catorce salas, pero de a poco fueron clausuradas. Una de ellas estaba en Tucumán entre Suipacha y Esmeralda. Allí decidieron implantar el horario “alter office” del cine. Querían captar el público masculino que salía del trabajo. Crearon funciones a la seis de la tarde. Contrataron acomodadoras que vestían sugestivos jacquets. Como ese era el horario en que los caballeros se reunían para tomar un aperitivo y estaba de moda el trago con hierbas denominado vermouth, llamaron de esa manera a la función. Desde entonces, los cines de nuestro país cuentan con la función vermouth a la tardecita.
Ahora sí, el capítulo llega a su fin, por lo tanto es el momento del postre: se trata del último de los alimentos y lleva ese nombre por ser el postrero.

(Bs. As., Argentina, 1962)

En BALMACEDA, Daniel. Historia de las palabras. Bs. As., Sudamericana, 2011.

GALEANO, Eduardo: Somos todos culpables de la ruina del planeta

$
0
0

La salud del mundo está hecha un asco. ‘Somos todos responsables’, claman las voces de la alarma universal, y la generalización absuelve: si somos todos responsables, nadie lo es.
Como conejos se reproducen los nuevos tecnócratas del medio ambiente. Es la tasa de natalidad más alta del mundo: los expertos generan expertos y más expertos que se ocupan de envolver el tema en el papel celofán de la ambigüedad. Ellos fabrican el brumoso lenguaje de las exhortaciones al ’sacrificio de todos’ en las declaraciones de los gobiernos y en los solemnes acuerdos internacionales que nadie cumple.
Estas cataratas de palabras —inundación que amenaza convertirse en una catástrofe ecológica comparable al agujero del ozono— no se desencadenan gratuitamente. El lenguaje oficial ahoga la realidad para otorgar impunidad a la sociedad de consumo, a quienes la imponen por modelo en nombre del desarrollo y a las grandes empresas que le sacan el jugo.
Pero las estadísticas confiesan. Los datos ocultos bajo el palabrerío revelan que el 20 por ciento de la humanidad comete el 80 por ciento de las agresiones contra la naturaleza, crimen que los asesinos llaman suicidio y es la humanidad entera quien paga las consecuencias de la degradación de la tierra, la intoxicación del aire, el envenenamiento del agua, el enloquecimiento del clima y la dilapidación de los recursos naturales no renovables.
La señora Harlem Bruntland, quien encabeza el gobierno de Noruega, comprobó recientemente que si los 7 mil millones de pobladores del planeta consumieran lo mismo que los países desarrollados de Occidente, “harían falta 10 planetas como el nuestro para satisfacer todas sus necesidades”. Una experiencia imposible.
Pero los gobernantes de los países del Sur que prometen el ingreso al Primer Mundo, mágico pasaporte que nos hará a todos ricos y felices, no solo deberían ser procesados por estafa. No solo nos están tomando el pelo, no: además, esos gobernantes están cometiendo el delito de apología del crimen. Porque este sistema de vida que se ofrece como paraíso, fundado en la explotación del prójimo y en la aniquilación de la naturaleza, es el que nos está enfermando el cuerpo, nos está envenenando el alma y nos está dejando sin mundo.

“Es verde lo que se pinta de verde”

Ahora, los gigantes de la industria química hacen su publicidad en color verde, y el Banco Mundial lava su imagen repitiendo la palabra ecología en cada página de sus informes y tiñendo de verde sus préstamos. “En las condiciones de nuestros préstamos hay normas ambientales estrictas”, aclara el presidente de la suprema banquería del mundo. Somos todos ecologistas, hasta que alguna medida concreta limita la libertad de contaminación.
Cuando se aprobó en el Parlamento del Uruguay una tímida ley de defensa del medio ambiente, las empresas que echan veneno al aire y pudren las aguas se sacaron súbitamente la recién comprada careta verde y gritaron su verdad en términos que podrían ser resumidos así: “Los defensores de la naturaleza son abogados de la pobreza, dedicados a sabotear el desarrollo económico y a espantar la inversión extranjera”.
El Banco Mundial, en cambio, es el principal promotor de la riqueza, el desarrollo y la inversión extranjera. Quizás por reunir tantas virtudes, el Banco manejará, junto a la ONU, el recién creado Fondo para el Medio Ambiente Mundial.
Este impuesto a la mala conciencia dispondrá de poco dinero, 100 veces menos de lo que habían pedido los ecologistas, para financiar proyectos que no destruyan la naturaleza. Intención irreprochable, conclusión inevitable: si esos proyectos requieren un fondo especial, el Banco Mundial está admitiendo, de hecho, que todos sus demás proyectos hacen un flaco favor al medio ambiente.
El Banco se llama Mundial, como el Fondo Monetario se llama Internacional, pero estos hermanos gemelos viven, cobran y deciden en Washington. Quien paga, manda, y la numerosa tecnocracia jamás escupe el plato donde come. Siendo, como es, el principal acreedor del llamado Tercer Mundo, el Banco Mundial gobierna a nuestros países cautivos que por servicio de deuda pagan a sus acreedores externos 250 mil dólares por minuto, y les impone su política económica en función del dinero que concede o promete.
La divinización del mercado, que compra cada vez menos y paga cada vez peor, permite atiborrar de mágicas chucherías a las grandes ciudades del sur del mundo, drogadas por la religión del consumo, mientras los campos se agotan, se pudren las aguas que los alimentan y una costra seca cubre los desiertos que antes fueron bosques.

“Entre el capital y el trabajo, la ecología es neutral”

Se podrá decir cualquier cosa de Al Capone, pero él era un caballero: el bueno de Al siempre enviaba flores a los velorios de sus víctimas… Las empresas gigantes de la industria química, petrolera y automovilística pagaron buena parte de los gastos de la Eco 92.
La conferencia internacional que en Río de Janeiro se ocupó de la agonía del planeta. Y esa conferencia, llamada Cumbre de la Tierra, no condenó a las transnacionales que producen contaminación y viven de ella, y ni siquiera pronunció una palabra contra la ilimitada libertad de comercio que hace posible la venta de veneno.
En el gran baile de máscaras del fin de milenio, hasta la industria química se viste de verde. La angustia ecológica perturba el sueño de los mayores laboratorios del mundo, que para ayudar a la naturaleza están inventando nuevos cultivos biotecnológicos.
Pero estos desvelos científicos no se proponen encontrar plantas más resistentes a las plagas sin ayuda química, sino que buscan nuevas plantas capaces de resistir los plaguicidas y herbicidas que
esos mismos laboratorios producen. De las 10 empresas productoras de semillas más grandes del mundo, seis fabrican pesticidas (Sandoz, Ciba-Geigy, Dekalb, Pfiezer, Upjohn, Shell, ICI).
La industria química no tiene tendencias masoquistas. La recuperación del planeta o lo que nos quede de él implica la denuncia de la impunidad del dinero y la libertad humana. La ecología neutral, que más bien se parece a la jardinería, se hace cómplice de la injusticia de un mundo donde la comida sana, el agua limpia, el aire puro y el silencio no son derechos de todos sino privilegios de los pocos que pueden pagarlos.
Chico Mendes, obrero del caucho, cayó asesinado a fines del 1988, en la Amazonía brasileña, por creer lo que creía: que la militancia ecológica no puede divorciarse de la lucha social. Chico creía que la floresta amazónica no será salvada mientras no se haga la reforma agraria en Brasil.
Cinco años después del crimen, los obispos brasileños denunciaron que más de 100 trabajadores rurales mueren asesinados cada año en la lucha por la tierra, y calcularon que cuatro millones de campesinos sin trabajo van a las ciudades desde las plantaciones del interior. Adaptando las cifras de cada país, la declaración de los obispos retrata a toda América Latina. Las grandes ciudades latinoamericanas, hinchadas a reventar por la incesante invasión de exiliados del campo, son una catástrofe ecológica: una catástrofe que no se puede entender ni cambiar dentro de los límites de la ecología, sorda ante el clamor social y ciega ante el compromiso político.

“La naturaleza está fuera de nosotros”

En sus 10 mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso: “Honrarás a la naturaleza de la que formas parte”. Pero no se le ocurrió. Hace cinco siglos, cuando América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió a la ecología con la idolatría. La comunión con la naturaleza era pecado. Y merecía castigo.
Según las crónicas de la Conquista, los indios nómadas que usaban cortezas para vestirse jamás desollaban el tronco entero, para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con períodos de descanso, para no cansar a la tierra. La civilización que venía a imponer los devastadores monocultivos de exportación no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación demoniaca o la ignorancia.
Para la civilización que dice ser occidental y cristiana, la naturaleza era una bestia feroz que había que domar y castigar para que funcionara como una máquina, puesta a nuestro servicio desde siempre y para siempre. La naturaleza, que era eterna, nos debía esclavitud.
Muy recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se
cansa, como nosotros, sus hijos, y hemos sabido que, como nosotros, puede morir asesinada. Ya no se habla de someter a la naturaleza, ahora hasta sus verdugos dicen que hay que protegerla. Pero en uno u otro caso, naturaleza sometida y naturaleza protegida, ella está fuera de nosotros.
La civilización que confunde a los relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo y a lo grandote con la grandeza, también confunde a la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin centro, se dedica a romper su propio cielo.

EDUARDO GALEANO
(Uruguay, 1940)


QUIROGA, Horacio: A la deriva

$
0
0

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.

(Uruguay, 1878/Argentina, 1937)


MACHADO, Antonio: Orillas del Duero

$
0
0

Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario.
Girando en torno a la torre y al caserón solitario,
ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno,
de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno.

Es una tibia mañana.
El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana.

Pasados los verdes pinos,
casi azules, primavera
se ve brotar en los finos
chopos de la carretera
y del río. El Duero corre, terso y mudo, mansamente.
El campo parece, más que joven, adolescente.
Entre las hierbas alguna humilde flor ha nacido,
azul o blanca. ¡Belleza del campo apenas florido,
y mística primavera!

¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,
espuma de la montaña
ante la azul lejanía,
sol del día, claro día!
¡Hermosa tierra de España!

(España, 1875/1939)

GARCÍA LORCA, FEDERICO: La casada infiel

$
0
0



Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua me
sonaba en el oído,
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.

Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quité la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver,
ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena,
yo me la lleve del río.
Con el aire se batían las
espadas de los lirios.

Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
La regalé un costurero
grande de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.


PANDOLFO, Natalia: La nocturna

$
0
0

Hace frío, los autos encaran la procesión nuestra de cada día rumbo a casa y ellos van llegando lento, como quien no quiere la cosa. Los grandes muros, el patio con su mástil solitario; el viento bailando su gélida danza en la galería.
Adentro la profe espera bajo dos tubos fluorescentes que cuelgan del techo altísimo y descascarado. Colón, Unión y un rosario de epítetos florecen en los pupitres con bordes corroídos. En el pizarrón, la Regla del Octeto promete buenas chances de rima.
La lista tiene once apellidos: un equipo del que esta vez solo entrarán a la cancha cuatro jugadores, todos mayores de 18 y algunos que ya pisaron los 30.
Hay chicos que reciben pases complicados, como aquel que se sienta en el fondo y del que poco se sabe, excepto que sus viejos no lo dejaban ir a la escuela y que él dijo “Yo un día voy a ir”. Ahí está, sin intercambiar casi nada con casi nadie, respondiendo a las consignas como puede: atendiendo su propio juego.
La profe mira el reloj como quien cumple el rito: sabe que no llegarán a horario.
“¿Vendrán?”, pregunta al aire. Va entonces a la otra aula, porque ese día faltó un colega y no se consiguió reemplazante, entonces hay que hacer doblete: vacía. De repente una chica dice hola y entonces charlan, frente a frente, y la alumna le cuenta de su niña rebelde mientras se sienta y saca lapicera, carpetas, papeles; y dice que está preocupada porque la llamaron del jardín y la profe se ríe y le aconseja que no se angustie, que son etapas, que ya va a pasar.
Y entonces la puerta se abre e ingresa a paso triunfal: trenza rubia sobre pelo negro, jeans rotos, el eh antes de cada invocación, los brazos en alto y el resabio de orgullo en la cara: acaba de meter cuatro materias. “Lo contenta que se va a poner mi vieja”, dicen que dijo entre risas cuando ocurrió el milagro. Él lo confirma: dice que la señora estaba tan feliz que fue y compró asado para celebrar. Ahora está más tranquilo pero todavía paladea el triunfo. “Eh, profe, ¡me trajiste un regalo!”, grita manoteando la bolsa con una caja de zapatos que la mujer acaba de comprarse con dosis pares de esfuerzo y culpa.
Después se pone serio y cuenta que se quiere recibir. Que quiere estudiar algo más. Que los amigos le preguntan para qué y que él no los escucha, porque piensa que en la vida nunca se termina de saber.
La semana pasada la planilla no acusó ningún presente. “No sé de dónde sacaron que si no viene ninguno, no les pongo falta”, se queja la preceptora, que ya conoce de memoria los mandamientos: juega Colón, no vienen; llueve, no vienen; viernes, alguno que otro puede llegar a caer.
La profe vuelve al aula primera. En la puerta, uno escucha música.
—¿Y los otros?
—Los capturaron los marcianos. A mí me llevaron, pero me largaron porque no me soportaban.
En un rincón oscuro, seis o siete cierran filas y escuchan cumbia. La noche ya extendió su gran frazada llena de estrellas. Otro grupo entra con sus motos y sus bicis, las dejan dentro de la escuela y caminan con la mirada clavada en la pantalla. Tiran los útiles, corren al baño, vuelven, preparan el mate. La profe dice que hoy terminamos con el Martín Fierro y ellos celebran como si fuera Año Nuevo: ya no lo aguantábamos más, profe. Teníamos pesadillas con él.
—¿Cómo pasaste las vacaciones?
—Mal. Me quisieron robar y me dieron un tiro en el brazo.
El pibe muestra el yeso y avisa que no da garantías de aprender a escribir con la otra.
La profe piensa que el miedo es el afuera: que cuando salen los alumnos se les vienen encima como moscas los que venden falopa, y que a ella eso le da tal impotencia. Que a veces llegan dados vuelta. Que muchas veces no sabe qué hacer: que hace lo que puede -y tanto más.
Los horarios de entrada y salida son relojes sin sincronizar: depende del frío, de cuántos vinieron, de tantos factores que no caben en una planilla ni en dos ni en mil.
Un día la profe empezó a leer Goytisolo y un resorte se activó allá al fondo del alma de una de las alumnas: su mamá se lo leía cuando era chica. Ella ahora tiene cinco hijos y un marido albañil que la recibe todas las noches cuando baja del colectivo, allá donde el río asoma como viejo vecino.
Optimista, la profe pasa lista. Los presentes gritan a los ausentes y rotulan a un par con el título de no viene más.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Chicos, no dejen. Les falta poco. Es importante que terminen la secundaria.
—¿Sabe lo que pasa, profe? Muchos somos albañiles, laburantes. Arrancamos a las seis de la mañana y volvemos a casa a las seis de la tarde. Te cagás de frío, te pegan un tiro: qué ganas te van a dar de venir.
“Yo hago lo imposible porque lo posible lo hace cualquiera”, dejó sellado alguien en un banco, así como le sonó. “Sabés mi nombre pero no mi historia”, estampó su desafío otro en una pared. La preocupación sobrevuela en cada chau, profe. El candado de la puerta se cierra y los profes ruegan que todos lleguen sanos a casa y que mañana, cuando el sol empiece a esconderse, tengan la lucidez de decir voy.

Natalia Pandolfo
(npandolfo@ellitoral.com)

Viewing all 292 articles
Browse latest View live