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LAISECA, ALBERTO: Fabricantes de vampiros

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Recorrían los caminos y los pequeños pueblos de la Alemania medieval. Eran tres: Severo, Angélico y Piadoso.
Poseían dos carromatos que contaban con todos los elementos de su oficio. Allí también comían y dormían.
Estos vehículos ostentaban carteles en su parte externa que decían: «Doctores en vampirismo», «Destructores de muertos que caminan, chupasangres y devoradores de carne humana».
Pero con ellos ocurrían cosas raras, que movían a la suspicacia. En aldeas tranquilas, donde jamás ocurría cosa alguna, no bien llegaban los siniestros carromatos, se producía una ola de vampirismo. Chicas jóvenes eran encontradas desnudas, en sus camas, y sin una gota de sangre. Heridas en el cuello, que bien podrían ser producidas por dientes, o por cualquier otra cosa. Unos pocos hombres se encontraban en las mismas condiciones. Muy pocos hombres.
Como es natural, los aldeanos, muertos de miedo, llamaban a los «doctores» para el examen de los cadáveres. El diagnóstico era siempre el mismo: vampirismo.
Y debía procederse de inmediato antes de que la enfermedad se propagase: estacas en el corazón, cortada de cabezas y llenar la boca del muerto (o de la muerta) con ajo.
Curiosamente, las hijas de los muy ricos sobrevivían. También heridas en los cuellos y debilitadísimas, pero vivas. Cuando despertaban de sus desvanecimientos, sostenían haber sido violadas y dolorosísimamente mordidas por demonios horribles.
Los afligidos padres ofrecían fortunas a los «doctores» para que, mediante exorcismos, preservasen a sus niñas de nuevos ataques. En un latín que ellos llamaban «arcaico» (ni el cura lo entendía), trazaban sobre las víctimas lo que denominaban «un arco de luz y protección».
Debía de ser todo cierto, pese al aire de charlatanería, puesto que las chicas no volvían a ser molestadas y, en poco tiempo, se recuperaban de la pérdida de sangre.
El secreto de los «doctores» era muy sencillo. Habían inventado una larga y gorda jeringa de cobre, con émbolo del mismo material. Le adosaban una aguja también de cobre, con punta muy filosa y cortada en bisel. Esta última era demasiado gruesa como para insertarla en la vena, de modo que previamente se abrían paso con un cuchillo, pero tajeando con poca profundidad. Luego de desnudar a la víctima y violarla varias veces, procedían a sacarle litros y litros de sangre con la gigantesca jeringa. El líquido extraído se guardaba en grandes frascos que se cerraban de manera bastante hermética.
Seguramente practicaban, además, hipnotismo casero, alguna droga de esas que distorsionan la percepción, sumado esto a un chapuceo incomprensible en mal latín y disfraces de diablos cornudos. Las supersticiones de la época hacían el resto.
Si alguna chica violada sobrevivía (algunas debían hacerlo, puesto que, como dijimos, ello era parte del negocio), ella juraba haber sido poseída por el Príncipe de las Tinieblas en persona. Y lo peor es que se lo creía.
Con mucha frecuencia, a causa de estos contactos ilícitos, nacía un niño o una niña. El destino de estos desdichados era terrible: quieras que no, eran arrancados de los brazos de sus madres, y de las leches de sus pobres tetas, y quemados vivos.
Pero después de un mes de jolgorio —violaciones, dinero mal habido y asesinatos— por supersticiosos que fuesen los aldeanos, ya muchos se empezaban a preguntar cómo, en un lugar tan tranquilo, todos los demonios se habían desatado justo con la llegada de los «doctores» Severo, Angélico y Piadoso.
Claro que ellos ya tenían preparada su obra maestra y despedida. Dijeron que el monstruo estaba presto para descargarse. La llegada de los «doctores» lo aterrorizó haciéndolo salir antes de tiempo. Ellos, con sus poderes, averiguarían en quién se había camuflado el maldito.
Para ello eligieron a una pobre vieja, medio loca y sin familia, que vivía en una cueva.
—¡Aquí! ¡Aquíííí…! ¡Aquí está el mal encarnado! —gritaron los tres benefactores.
A una orden de Severo, la anciana fue desnudada («Porque el demonio puede esconderse en un pedazo de ropa»). La ataron sobre una mesa formando una equis. La viejita protestaba débilmente. No entendía el porqué de tanta severidad para con ella. Estaba loca, sí, pero jamás le había hecho daño a nadie.
Siempre por orden de Severo, Angélico y Piadoso, penetraron con sendas agujas de hierro los pezones de la pobre vieja. Pero sus alaridos no duraron demasiado: con dos fuertes enviones atravesaron la totalidad de los mustios pechos y llegaron al corazón.
Dijeron que, en esa aldea al menos, habían cumplido con su deber. Subieron a los carromatos y partieron raudos antes de que los demás pudieran arrepentirse de su pasividad.
Por algo Severo era el jefe. De lejos el más inteligente de todos, no ignoraba que en esa oportunidad casi los pescaron. Todo había salido bien —en tal sentido la vieja fue providencial—, pero gracias a una enorme dosis de buena suerte. «La próxima vez no sé qué tal nos va a ir», razonó Severo y así se los dijo a sus ayudantes.
—¡Pero, Maestro! —protestaron Angélico y Piadoso—. ¿De qué vamos a vivir?
—No sé. De otra cosa. Debemos reformarnos y cambiar de vida. Este solo propósito de enmienda ya me hace sentir más bueno. Y por favor: recuerden siempre que el cielo ayuda a los suyos.
Reformarse era, pues, cosa decidida. Ahora bien, ¿la bondad cómo? ¿Qué camino, qué orientación le darían a la recién adquirida bondad?
—Lo mejor será fabricar un prostíbulo de chicas zombis.
Los otros se asombraron.
—Pero, Maestro… —protestó Piadoso débilmente—. Tengo entendido que la zombi no nace: se hace. ¿Usted sabe hacerlas?
—Por supuesto. En mis viajes por Italia visité Florencia. ¡Ah!, esa sí que es una ciudad civilizada. Son los primeros en pintura, arquitectura, suplicios. Pero antes que nada dejen que les hable de las virtudes de la zombi por sobre cualquier otra mujer. Son trabajadoras inagotables, a quienes además se puede morder y pegar. Siempre sonríen y jamás protestan, cosa que las hace invalorables para cualquier cliente. Muchos terminan casándose
con ellas. Nosotros lo permitiremos. Por un cierto y adecuado precio, claro está. Muchos hombres de vidas confusas han logrado paz, encarrilamiento y fe gracias a estas chicas. Incluso es un bien para ellas mismas, puesto que son liberadas de la tarea de pensar. Sus vidas se ordenan mediante la obediencia absoluta. Leo en sus caras la gran pregunta: «¿cómo?». En efecto: ¿cómo se logra este acto de alquimia?, muy sencillo. Mis amigos y maestros florentinos han inventado para los más difíciles interrogatorios un recurso magnífico. Lo llaman «el sueño italiano». La Inquisición hace ya mucho tiempo que sabe que de un detenido o detenida se puede obtener cualquier confesión mediante el muy simple medio de arrancarle las uñas o la totalidad de los dientes y muelas, uno por uno. Para los casos más grandes de reticencia, se procede a la introducción de un hierro candente en la vagina o en el ano. Pero así el paciente queda definitivamente deteriorado, se convence del todo de su error e incluso incurre en el mal gusto de morirse. Nada de esto, por lo general, ocurre con «el sueño italiano». Consiste en un alto cilindro que se abre longitudinalmente. Adentro está lleno de pinchos filosos, pero ha sido calculado para que no toquen a la víctima si esta se queda quietita. A la chica, sea un ejemplo, se la mete desnuda y luego se cierran las dos mitades. Ya dijimos que si te quedas de pie, sin moverte, los filosos pinchos no te pinchan. Pero este estado de absoluta quietud no es natural. Todo en uno tiende a la movilidad y al jolgorio. Además alguna vez hay que dormir. Muslos, piernas, trasero, espaldas y pechos sufren dolores agudísimos que se van acentuando con el paso de los días. Algunas chicas sufren accidentes. Son las no aptas para la zombificación. Pero eso está previsto y siempre se puede hacer algo con ellas.
Nuestros amigos habían juntado bastante dinero en sus correrías. Por otro lado, Severo resultó enemigo de las expansiones. Avaro, en realidad, y el que mandaba era él. De modo que compraron un buen trozo de tierra en las afueras de cierta aldea y mucha madera.
Contrataron gente para levantar el Castillo del Placer. Este iba a ser el prostíbulo de las zombis, naturalmente. Aquella era una construcción altísima, contrahecha y que, si no se venía abajo, era gracias a la superabundancia de clavos. Resultaba una suerte de megalomanía idiota.
Siempre en el interior del predio, pero en las afueras del castillo, cavaron un misterioso pozo de treinta metros de hondo.
En realidad, la fabricación de zombis costó mucho más de lo que se creía en un principio. Por de pronto muchas chicas se volvían locas con el encierro: falta de descanso, claustrofobia, histeria, a punto tal que ellas mismas se largaban contra los pinchos buscando la muerte. Las que no lo conseguían salían tan deterioradas que ya no podían interesar a hombre alguno.
Pero tanto muertas como piltrafitas pateables eran aprovechadas por el ingenio de Severo, quien siempre les encontraba utilidad. Inventó lo que él llamó «El guiso de los doctores». Cortaban pechos y caderas en pequeños cubos y de todo ello salía una comida exquisita. El resto no aprovechable de las muertitas iba a parar al pozo, juntamente con grandes bloques de cal viva.
También había triunfos, naturalmente. Unas pocas chicas salían del encierro totalmente bobas y listas para trabajar. Fieles a sus costumbres, los tres inseparables las hicieron suyas durante varios días antes de entregarlas a las fieras.
Al principio el negocio marchó muy bien. Los clientes estaban encantados con esas muchachas tan raras y sometidas, que no protestaban les hiciesen lo que les hicieran. El problema empezó al año más o menos, cuando la totalidad de los aldeanos (hombres y mujeres) contrajo la sífilis. Desesperación y furia.
Entonces tuvo lugar una escena que hemos visto muchas veces en el cine con las películas basadas en la historia del doctor Víctor Frankenstein. Una noche los furiosos aldeanos salieron todos juntos, empuñando antorchas y horquillas, y el Castillo del Placer ardió por los cuatro costados. Las zombis serían muertas que caminan, si a usted se le antoja, pero era cosa de oír cómo gritaban.
En realidad los aldeanos fueron bastante injustos. De la sífilis no podían culparse más que a sí mismos por ir a un prostíbulo.
Buscaron a los «doctores» por todos lados con el objeto de enterrarlos vivos, pero hasta eso había sido previsto por nuestro genio Severo: un túnel secreto y larguísimo llegaba hasta las afueras de la aldea y allí los esperaban los carromatos.
—Maestro, maestro… —dijo Piadoso muy compungido y luego que se hubieron puesto en seguridad—, ya ve que es inútil querer reformarse. Uno está marcado y no lo dejan.
—Es cierto —homologó Severo.
—Ahora yo digo, no, se me ocurre —terció Angélico—, ¿y si fundamos una posada, donde el plato fuerte sea «El guiso de los doctores»?
—La idea no es mala, en principio —comentó Severo—. Pero el problema es siempre el mismo: no es fácil conseguir materia prima.
Pero Angélico no aflojaba así nomás.
—¿Y si nos casamos y tenemos muchos hijos?
—Nooo: la demanda siempre va a superar, con mucho, a la oferta —dijo Severo—. Además habría problemas con las madres: siempre se encariñan con la cría, etcétera.
Piadoso preguntó:
—¿Y si fundamos un asilo de huérfanos?
—Tampoco —desaprobó Severo—. Los huérfanos nunca son tantos y además hay mucha vigilancia. No. Imposible. Mucho me temo que nos veremos obligados, nuevamente, a ser doctores en vampirismo.
Y así lo hicieron, los tres, aunque desilusionados y bajo protesta.
Esta fue la manera como, luego de muchas y productivas aventuras, cuatro años más tarde nuestros bienaventurados monstruos llegaron a una aldea de Baviera.
Los aldeanos eran raros, casi no hablaban y estaban poseídos por el temor. Les extrañó mucho que después de vaciar a las primeras chicas nadie viniese a consultarlos. Ni siquiera los padres de vampirizadas ricas.
—Aquí las chicas son muy lindas —comentó Severo—, pero mucho más interesante es el dinero. Si siguen sin pedirnos ayuda, en cuatro días nos vamos.
Esa noche dieron con una víctima lindísima. No parecía una suicida. Más bien semejaba una idiota bien dispuesta. Se desnudó sola, sin necesidad de que le arrancasen la ropa. Solo dijo:
—No me lastimen, por favor.
Transmitía una onda increíblemente erótica.
Empezaron. Pero mientras más se lo hacían, más necesitaban hacérselo.
Mucho más tarde descubrieron que nadie, ningún hombre, puede tener tantas relaciones seguidas con una mujer. Estaban tirados en el piso, sin una gota de energía. No podían moverse. Indefensos por completo.
Ella se les rió en la cara y les dijo:
—Aldeanos supersticiosos, ¿cierto? ¿Saben por qué aquí nadie les pidió ayuda? Porque sabían que iba a ser inútil. Después de todo los felicito: vivieron varios años sacando partido de la leyenda. Pero siempre llega la hora de pagar.
Estaba muy enojada. Que no creyeran y además se burlaran lo tomó como una falta de respeto. «Pecadillos» como zombis y guisos la tenían sin cuidado. No era lo suyo.
Sí. Ella era una «leyenda» con muchos caninos, felinos y molares. Chiste esquizofrénico. En realidad, quisimos señalar su boca dotada de incontables dientes. Hasta un cocodrilo se habría asustado. Con lentitud, casi con delicadeza, los mató a los tres.

(Argentina, 1941)


MITO DE TESEO Y EL MINOTAURO

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Aquella noche Egeo, el anciano rey de Atenas, se mostraba tan triste y preocupado que su hijo Teseo le dijo:
—Qué mal aspecto tienes, padre... ¿Te aflige algún pesar?
—¡Ay de mí! Mañana es el día maldito en que, como todos los años, he de enviar siete doncellas y siete muchachos de nuestra ciudad al rey Minos de Creta. Los desgraciados están condenados...
—¿Condenados? ¿Qué crimen han cometido para tener que morir?
—¡Morir! ¡Si solo fuera eso: los devorará el Minotauro!
Teseo sintió un escalofrío. Llevaba mucho tiempo fuera de Grecia y acababa de regresar a su patria, pero había oído hablar del Minotauro. Se decía que este monstruo, con cuerpo de hombre y cabeza de toro, se alimentaba de carne humana.
—¡Padre, no consientas semejante infamia! ¿Por qué permites que se perpetúe tan odiosa costumbre?
—No tengo más remedio —suspiró Egeo–. Mira, hijo, antaño perdí una guerra contra el rey de Creta. Desde entonces he de pagarle como tributo, todos los años, catorce jóvenes atenienses, que el monstruo devora...
Con todo el ardor de su juventud, Teseo exclamó:
—¡En ese caso, permite que vaya a la isla! Acompañaré a las víctimas y me enfrentaré al Minotauro, padre. ¡Lo venceré y te libraré de tan horrible deuda!
Al oír aquellas palabras, el anciano Egeo se estremeció y estrechó a su hijo entre sus brazos:
—¡Jamás! Me espantaría perderte.
Años atrás, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin darse cuenta debido a una estratagema de Medea, su segunda esposa, que aborrecía a su hijastro.
—¡No, no consentiré que vayas! Además, dicen que el Minotauro es invencible. ¡Vive oculto en un extraño palacio llamado Laberinto! Tiene tantos pasadizos, y son tan intrincados que los que se adentran por ellos no saben cómo salir. Y acaban por encontrarse con el monstruo, que los devora. Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enfadó, y luego recurrió a los mimos y a la persecución hasta que el anciano rey Egeo, con el corazón desgarrado, acabó por ceder.
A la mañana siguiente, Teseo se dirigió junto con su padre al Pireo, el puerto de Atenas. Les acompañaban los jóvenes que iban a emprender su último viaje. Los ciudadanos contemplaban la procesión, unos con lágrimas en los ojos, otros amenazando con el puño a los emisarios del rey Minos que flanqueaban el siniestro cortejo. Al cabo, el grupo llegó al muelle donde estaba atracada una galera de velas negras. El rey explicó a Teseo:
—Son una señal de luto. Ay, hijo mío..., si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por velas blancas, para que sepa, aun antes de que llegues a puerto, que estás vivo.
Teseo se lo prometió. Luego abrazó a su padre y se embarcó con el resto de los atenienses.
Una noche, durante la travesía, Neptuno, el dios del mar, se apareció en sueños a Teseo y le dijo sonriente:
—Mi buen Teseo: eres tan valiente como un dios. Cosa nada rara, pues eres tan hijo mío como de Egeo...
Entonces Teseo se enteró del fabuloso relato de su nacimiento.
—Cuando te despiertes, tírate al agua —le indicó Neptuno—. Encontrarás un anillo de oro que Minos perdió hace mucho tiempo.
Teseo se despertó. Era de día y a lo lejos se avistaban las islas de Creta.
Entonces, ante la mirada estupefacta de sus compañeros, Teseo se tiró al agua. Al llegar al fondo divisó una joya que relucía entre las conchas, y la tomó; el corazón le latía fuertemente.
De modo que todo lo que le había dicho Neptuno era verdad: ¡era un semidiós!
Este descubrimiento hizo que redoblaran sus ánimos y su valor.
Cuando la nave atracó en el puerto de Cnosos, Teseo vio entre la muchedumbre al rey rodeado de su séquito y fue a presentarse ante él:
—Salve, poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero que no hayas venido de tan lejos a implorar mi clemencia —dijo el rey, mientras contaba cuidadosamente a los catorce jóvenes atenienses.
—No. Lo único que te pido es que no me separes de mis compañeros.
Los acompañantes del rey dejaron escapar un murmullo. Este contempló con desconfianza al recién llegado. Reconoció el anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo y se preguntó muy sorprendido de qué prodigio se habría valido el hijo de Egeo para encontrar la joya. Luego rezongó en tono de desconfianza:
—¡De modo que pretendes enfrentarte al Minotauro! En ese caso, habrás de hacerlo solo con las manos: deja aquí las armas.
Entre la comitiva del rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la temeridad del príncipe, pensaba horrorizada que pronto la pagaría con su vida. Teseo había estado mirando un buen rato a Ariadna. Desde luego le había llamado la atención su belleza, pero se quedó sobre todo intrigado porque estaba haciendo punto. 
—Vaya un sitio más raro para calcetar —se dijo Teseo para sus adentros.
Sí, a Ariadna la gustaba hacer calceta porque podía dedicarse a meditar. Y sin dejar de mirar a Teseo, se le estaba ocurriendo una idea descabellada...
—Venid a comer y a descansar —les ordenó el rey Minos—. Mañana os conducirán al Laberinto.
Teseo se despertó sobresaltado: ¡alguien acababa de entrar en el aposento en el que dormía! Escudriñó la oscuridad y lamentó que le hubieran despojado de su espada. Una silueta blanca se destacó entre las sombras y un familiar chasquido de las agujas le reveló la identidad de la visita.
—No temas. Soy yo, Ariadna.
La hija del rey se acercó al lecho y se sentó. Tomó la mano del joven y le suplicó:
—¡Ay, Teseo, no vayas con tus compañeros! Si entras en el Laberinto, no podrás salir de él nunca más. Y no quiero que mueras...
Los estremecimientos de Ariadna revelaron a Teseo la naturaleza de los sentimientos que la habían empujado a ir a verlo aquella noche. Muy turbado murmuró:
—He de hacerlo, Ariadna. Tengo que vencer al Minotauro.
—Es un monstruo. Lo aborrezco. Pero es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Ay, Teseo, deja que te cuente una historia muy singular... Mucho antes de que yo naciera, mi padre, el rey Minos, cometió la imprudencia de burlarse de Neptuno, sacrificando un pobre toro, flaco y enfermo, en lugar del magnífico toro que él le había enviado. Al poco tiempo, mi padre se casó con la hermosa Pasifae, que es mi madre. Pero Neptuno tramaba una venganza. En recuerdo de la antigua ofensa que le había hecho, consiguió que Pasifae perdiera la cabeza y se enamorara de un toro. La desgraciada mandó incluso que le construyeran un caparazón en forma de vaca, dentro del cual se metió para unirse al animal del que se había enamorado. Ya te puedes imaginar el resto, mi madre dio a luz al Minotauro. Mi padre no tuvo valor para matarlo, pero intentó ocultarlo para siempre de los ojos del mundo. Mandó llamar al mejor de sus arquitectos, Dédalo, el cual diseñó el laberinto. ¡Pero no te creas que estoy de parte del Minotauro! ¡Ese devorador de hombres merece mil veces la muerte!
—En ese caso, lo mataré.
—Aunque lo consiguieras, no serías capaz de salir del Laberinto.
—¡Pues qué le vamos a hacer!
Un prolongado silencio cubrió la oscuridad.
De repente, la muchacha se arrimó al joven y le dijo:
—Teseo, si te proporciono el medio para salir del Laberinto, ¿me llevarías contigo?
El héroe no contestó. Desde luego, Ariadna era muy atractiva y era la hija del rey. Pero había llegado a aquella isla, no en busca de esposa sino a liberar a su país de una carga.
—Conozco las costumbres del Minotauro —le insistió ella— y sé cuales son las debilidades y cómo podrías vencerlas. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me llevarás contigo y me harás tu esposa!
—Está bien. Lo acepto.
A Ariadna le sorprendió que Teseo aceptara enseguida. ¿Estaría enamorado de ella o simplemente dispuesto a admitir un trato? ¡Qué más daba!
Le confió mil secretos que al día siguiente le permitirían vencer a su hermano. Y el sonido de su voz se mezclaba con el incesante chasquido de las agujas: Ariadna no había dejado ni un momento de hacer punto.
Frente a la entrada del Laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entrad, ha llegado la hora...!
Mientras los catorce jóvenes, completamente aterrorizados, iban entrando uno a uno en la extraña construcción, Ariadna le susurró al oído a su protegido:
—Teseo, coge este hilo y, ¡por lo que más quieras, no lo pierdas! Será lo que nos una.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que tejía continuamente. El héroe cogió lo que ella le daba: un tenue hilo, casi invisible. Aunque el rey Minos no adivinó lo que tramaban, sí se dio cuenta de que al muchacho y a su hija les costaba mucho separase.
—¿Qué pasa, Teseo? ¿Te da miedo entrar?
Sin decir ni una palabra, el héroe se metió en el corredor y enseguida se unió a sus compañeros, que, en una bifurcación, no sabían qué camino tomar.
—¡Qué más da! Sigamos por la derecha.
Llegaron a un callejón sin salida, dieron media vuelta y tomaron otro camino, que les condujo a otra bifurcación de la que partían varios pasadizos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Al poco salieron al aire libre; habían dejado atrás las paredes del Laberinto y ahora se encontraban ante unos matorrales muy espesos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. Igual el destino nos brinda la oportunidad de no toparnos con el Minotauro... sino con la salida.
Teseo sabía que desgraciadamente aquello era imposible: Dédalo había ideado la construcción de modo que siempre se llegara al centro de la misma.
Y eso fue exactamente lo que pasó. Al anochecer, cuando sus compañeros empezaban a quejarse de cansancio y de hambre, de repente Teseo les ordenó:
—¡Deteneos! Escuchad. ¿No os huele a algo raro?
Las paredes les devolvían el eco de unos rugidos impacientes y en el aire flotaba un denso olor a carroña.
—Ya llegamos —murmuró Teseo—. ¡Estamos cerca del antro del monstruo! ¡Aguardadme y, sobre todo, no os mováis de aquí!
Se marchó solo, sin soltar el hilo de Ariadna.
De repente llegó a una explanada circular parecida a una plaza de toros allí estaba el monstruo más horroroso que jamás se pudo haber imaginado: era un gigante con cabeza de toro, y brazos y piernas musculosos como troncos de roble. Al ver llegar a Teseo, el Minotauro emitió un feroz bramido de golosa satisfacción, abriendo las babeantes fauces. Bajó la testa bovina y peluda, apuntando a su presa con su afilada cornamenta. Luego se abalanzó sobre su víctima golpeando la arena con las pezuñas de sus pies.

El suelo estaba cubierto de huesos. Teseo cogió el más grande y lo blandió. Cuando el monstruo se disponía a ensartarlo con sus astas se hizo a un lado y le asestó en el morro un golpe rotundo capaz de derribar a un buey... ¡Pero no tan violento como para matar a un Minotauro! 
El monstruo rugió de dolor. Sin darle tiempo para recuperarse, Teseo se agarró con todas sus fuerzas de las astas y saltó sobre su peludo lomo. Encaramado sobre él, apretó las piernas como si fueran tenazas y trató de estrangularle. Incapaz de respirar el monstruo se debatía furioso. No podía cornear a su adversario que estaba firmemente trabado a él. Pataleó, se cayó, se revolcó por el suelo. A pesar de que la arena se le metía en los ojos y en los oídos, Teseo, siguiendo los consejos de Ariadna, no soltaba a su presa. 
Poco a poco el Minotauro fue perdiendo las fuerzas y al cabo emitió un espantoso bramido de rabia, se estremeció y exhaló el último suspiro. Entonces Teseo se apartó de aquella enorme masa inerte. Su primer impulso fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había hecho que acudieran sus compañeros.
—¡Quién lo iba a decir! ¡Has vencido al Minotauro! ¡ Estamos salvados!
Teseo pidió que le ayudaran a arrancar las astas al toro.
—Así sabrá Minos que ya no puede reclamar ningún tributo —les explicó.
—¿De qué nos va a servir? Es cierto que hemos salvado la vida pero nos aguarda una muerte lenta, pues nunca seremos capaces de salir de aquí.
—Ya lo creo —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Mirad! 
Echaron a andar rápidamente. Gracias al hilo podían recorrer en sentido inverso el tortuoso y largo camino que los había conducido hasta el Minotauro. A duras penas lograba Teseo calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios bienhechor habría inspirado a Ariadna aquella idea genial. Al poco rato el hilo se puso tenso: desde la otra punta alguien tiraba de él con tanta impaciencia como Teseo.
Al cabo de unas horas salieron al aire libre. El agotado héroe tiró al suelo, junto a la entrada, la sanguinolenta cornamenta del Minotauro.
—¡Teseo..., al fin! ¡Lo conseguiste!
Loca de amor y de alegría, Ariadna corrió hacía él y ambos se fundieron en un abrazo. La hija de Minos contempló tiernamente el revoltijo del enorme ovillo que Teseo tenía entre las manos y le reprochó con una sonrisa: 
—Hay que ver, ya podías haberlo enrollado un poquito...
Empezaba a amanecer. Teseo y sus compañeros, junto con Ariadna, cruzaron sigilosamente las calles de Cnosos y llegaron al puerto.
—Agujeread el casco de todos los navíos cretenses —les ordenó Teseo.
—¿Por qué? —preguntó Ariadna muy sorprendida.
—¿Acaso piensas que tu padre se va a quedar impasible? ¿Que va a permitir que su hija se fugue con el que ha matado al hijo de su esposa?
—Tienes razón —admitió ella—. ¡Habrá que ver qué castigo impone a Dédalo, puesto que el Laberinto no ha servido para proteger al Minotauro como mi padre deseaba!
Cuando despuntó el sol, la galera de Teseo zarpaba del puerto y navegaba rumbo a Grecia...
Durante el viaje de vuelta Teseo tuvo un sueño muy extraño esta vez fue otro dios, Baco, el que se le apareció y dijo: 
—Es preciso que abandones a Ariadna en una isla, no será tu esposa; para ella tengo proyectos más gloriosos.
—Pero es que le he prometido ... —farfulló Teseo.
—Ya lo sé. Pero tienes que obedecerme, o sino te expondrás a la cólera de los dioses.
Cuando Teseo se despertó todavía tenía dudas. Pero al día siguiente la galera tuvo que enfrentarse a una tempestad tan violenta que el héroe vio en ella un aviso divino.
Entonces gritó al vigía:
—¡Hay que hacer escala inmediatamente! ¿No ves tierra allá a lo lejos?
—¡Si! Isla a la vista... Debe de ser Naxos. Atracaron en la isla a la vista de que se calmaran los elementos.
La tempestad amainó durante la noche. Al alba mientras Ariadna estaba tendida todavía sobre la arena. Teseo reunió a sus hombres y les ordenó a hacerse inmediatamente a la mar. Sin la muchacha.
—¡No queda más remedio! —añadió al ver el reproche retratado en los rostros de sus compañeros. Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas razones para que Teseo abandonara a Ariadna: cautivado por su belleza, se había enamorado de ella y había decidido que tendrían cuatro hijos y que la joven se sentaría a su lado en el Olimpo. Como señal de alianza divina, incluso tenía pensado regalarle una diadema, que sería el origen de una de las más bellas constelaciones...
Desde luego Teseo desconocía los propósitos de aquel dios enamorado y celoso. Sentía remordimientos mientras navegaban rumbo a Atenas. Estaba tan ocupado que se olvidó de lo que le había dicho su padre antes de partir...
Apostado en el alto del faro que se alzaba en la bocana del Pireo, el vigía gritó, protegiéndose los ojos con las manos a modo de visera:
—¡Barco a la vista! Sí... es la galera real que regresaba de Creta. ¡Rápido, id a avisar al rey!
Hay menos de tres kilómetros entre Atenas y su puerto. Esperanzado e inquieto, el anciano rey Egeo llegó corriendo hasta los muelles.
—¿Y las velas? —preguntó levantando la cabeza hacia el vigía—. ¿Puedes ver las velas y decirme de qué color son? 
—¡Ay, mi señor, son negras!
El anciano Egeo no quiso saber más. Transido de dolor se tiró al agua y se ahogó.
Cuando la galera atracó, acababan de recoger el cadáver del anciano Egeo en la playa. Teseo fue corriendo hacia él, enseguida comprendió lo que había sucedido y se maldijo por haber sido descuidado.
—¡Padre, no! ¡No..., estoy vivo! ¡Vuelve a la vida, por caridad!
Demasiado tarde: Egeo estaba muerto. Teseo se sumió en un dolor que le hizo olvidar su reciente victoria sobre el monstruo. El héroe pensaba con amargura que acababa de perder esposa y padre.
—¡Teseo, ahora eres tú el rey! —proclamaron los atenienses postrándose ante él.
El nuevo soberano se quedó un momento de absorto ante el cadáver de Egeo y luego decretó solemnemente:
—¡De ahora en adelante este mar llevará el nombre de mi amado padre! 
Y por eso, desde el modesto día desde que el vencedor del Minotauro regresó de Creta, el mar que rodea Grecia se llama mar Egeo.
Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desierta. Amanecía y distinguió las oscuras velas de la galera, que se alejaba. Sin poder creer lo que veía, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Será posible que me abandones?
Siguió al barco con los ojos hasta que aquel se perdió en el horizonte y entonces comprendió que jamás volvería a ver a Teseo. Sola, en la playa de Naxos, dio rienda suelta a su dolor y estuvo gran rato lamentándose de la ingratitud de los hombres.
Más tarde, Ariadna encontró en la arena su labor inconclusa.
Cogió las agujas y se puso a tejer, a la espera de que se cumpliera el prodigioso destino que ella todavía desconocía.
Allí se quedó haciendo calceta, y sin dejar de llorar.

MARTÍNEZ, Guillermo: Baile en el Marcone

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Un sábado que caminaba por la calle Corrientes buscando a la mujer de mi vida, o alguna mujer, doblé por Pueyrredón para seguir a una morocha que taconeaba lindo, zarandeando todo. La encaré en Plaza Once y resultó que la morocha cobraba. Cuando me dijo las tres tarifas sumé en la cabeza lo que tenía en los bolsillos, aunque sabía que era inútil. Y con veinticinco, ¿para qué me alcanza?, le pregunté. Comprate un chocolatín, me aconsejó, y cruzó por Rivadavia moviendo el culo todavía más, como hacen las mujeres cuando saben que uno las mira.
Estaba por volverme, pero al atravesar la plaza me llamaron la atención unas luces de colores en lo alto de un edificio viejo, de dos o tres pisos. Un baile, pensé. Baile en Once: levante. Y crucé la avenida. Tardé un poco en darme cuenta de que debía entrar por donde decía Hotel Marcone. El salón de baile estaba en el último piso del hotel y aparentemente solo se podía llegar por un ascensor destartalado que venía bajando entre crujidos. El ascensorista indicó cuatro con la mano y entré con otros tres muchachos que tendrían mi edad más o menos y que venían juntos. Había uno que estaba peinado con raya al medio. Mientras subíamos, sacó un peine para emprolijársela frente al espejo.
-Dígame, jefe –le preguntó de pronto al ascensorista-, ¿no sabe si se puede entrar en pareja al hotel?
-Averigüe en la recepción –le contestó el ascensorista de mal modo.
-No, yo digo… -dijo el muchacho mirándonos a todos y como sonriéndose-. Así no hay que andar caminando para buscar telo.
Los dos que venían con él se rieron: la cosa prometía.
La entrada era damas gratis y caballeros nueve con cincuenta. Pagué con el único billete de diez que tenía y entré siguiendo a los muchachos. Apenas vi las mesitas y la orquesta pensé en volverme, decirle al tipo de la entrada, no sé, que me había equivocado de lugar.
Había visto sobre todo a las mujeres en las mesas. No es que fueran jovatas más o menos: eran viejas, directamente viejas, de pelos teñidos y caras como emplastos, con las tetas fruncidas desbordando por los escotes y la carne floja bajo los brazos. Llegué justo, pensé, diez minutos más y estaban todas muertas.
Pero me pareció tan curioso el lugar, y nueve con cincuenta no era tanto, así que dejé mi campera en el guardarropa y me arrimé a la pista entre las mesas para ver de cerca a la orquesta, que todavía se estaba preparando y sí, era lo que me había temido, había un bandoneón sobre un banco: una orquesta de tango.
El pianista estaba dando la afinación y un viejito raquítico, que apenas podía sostener el contrabajo, le respondía con el arco un poco tembleque. Entraron el violinista y el del bandoneón y también se subió a la tarima un tipo teñido, con micrófono, porque era con cantante el asunto.
Arremetió con ese tango que empieza:

Decí por Dios qué me has dao
que estoy tan cambiao
no sé más quién soy…

Una pareja apareció en la pista. El hombre tenía el pelo muy largo, una especie de melena que le llegaba casi a los hombros, parecía un Príncipe Valiente canoso y panzón, y la mujer, era rarísimo, tenía piernas de joven. Y no es que usara medias, era así nomás: casi pelada, con la cara arruinada de colorinches, el cuerpito de vieja, pero las piernas milagrosamente a salvo, bien firmes, con los tobillos perfectos.

Te vi pasar
tangueando altanera
con un compás
tan hondo y sensual…

Bailaban y uno se daba cuenta de que tenía que ser eso bailar el tango, nada de circo, ningún firulete, y sin embargo todos los estábamos mirando y ninguna otra pareja parecía animarse a salir.
Recién con el segundo tango se empezó a llenar la pista yo me fui a la barra porque había visto allí a los muchachos de la entrada.
-Che, ¿puro tango es esto? -le pregunté al de raya al medio.
-Treinta y treinta –me explicó-. Treinta minutos de tangos y después vienen “Los Internacionales”: cumbia y rock. Y boleros.
-¿Y pibas más jóvenes no hay?
-Sí hay –se encogió de hombros y tomó un trago-, del otro lado de la pista, o allá, contra la ventana. Hay de todo. Pero mejor las viejitas –me dijo con una sonrisa sabedora-, con las viejitas vas derecho al sobre.
Pasé como pude al otro lado, bordeando las mesitas y esquivando a las parejas en la pista. El de raya al medio algo de razón tenía, vi dos o tres como la gente, sobre todo una rubia que estaba sentada sola en una mesa, un poco pasada también la rubia, pero con cada cosa en su lugar. Fumaba con los ojos perdidos en la pista y cantaba los tangos bajito, como si conociera todas las letras.
Yo me quedé parado un poco lejos, pero ni bien terminaron los tangos y anunciaron a “Los Internacionales” me fui acercando porque veía movimientos sospechosos por todos lados, hasta los tres de la entrada estaban rondando la mesa aquella. Y tal cual, me ganó de mano el de raya al medio, tuve que sacarle el sombrero, porque no esperó a que empezara la música, se acercó un segundo antes a pedirle fuego y nos dejó a todos pagando.
Y ya se sabe lo que es errar el primer tiro en un baile: empecé a ver con desesperación cómo se llenaba la pista ahora sí todos salían a bailar.

Se busca una compañera
que sea gorda, que sea flaca
que sea linda, que sea fea,
eso no debe importar…

Las parejas se armaban en un santiamén ahí delante mío y en la pista ya no cabía nadie más. Miré alrededor: casi todas las mesas estaban vacías, solo había quedado la resaca. Empecé entonces a dar toda la vuelta al salón. “Los Internacionales” seguían con las cumbias dale que dale:

Saca la mano Antonio
que mamá está en la cocina
dame un beso Lupita
que tu papi no nos mira…

Los pisos temblaban con los saltos de la gente y el revoque de las mujeres comenzaba a ponerse brilloso. Se armaban trencitos y algunos cantaban a los gritos el estribillo:

Que si papá nos pesca
nos tendremos que casar…

De pronto, contra uno de los ventanales, mirando hacia afuera, vi a una chica bajita, poquita cosa. Estaba de espaldas, así que no podía verle la cara. Pero bueno, pensé, no podía ser peor que lo que había quedado sin despachar. La cuestión es que me acerqué, le toqué el hombro y con la voz solemne y una reverencia bien exagerada, le dije mi frasecita mágica: ¿Me haría el honor, señorita, de concederme este baile? Cuando levanté la vista pensé: milagro porque aunque aquel rincón estaba bastante oscuro, me di cuenta de que la petisita era una preciosura y que además se estaba sonriendo.
-Cumbias no bailo –me dijo, y volvió a ponerse seria, como si se hubiera acordado de golpe de que en realidad ella estaba enojada.
Ahí fue que “Los Internacionales” me salvaron, porque empezaron con Mujer, si puedes tú con Dios hablar...
-¿Y boleros? -le pregunté. Casi por deporte se lo pregunté porque si no había agarrado viaje con las movidas... Pero es cierto que con las mujeres nunca se sabe. Lo pensó un segundo y empezó a caminar hacia la pista. Yo iba detrás, maravillado de mi buena suerte.
Tuvimos que dar un montón de vueltas para encontrar un lugar que le gustara. Aquí no, aquí tampoco, me iba diciendo, hasta que por fin se paró casi en el centro de la pista.
-Es que quiero estar cerca de mi amiga, me dijo, y me sonrió un poco, como para hacerse disculpar.
Cuando la vi así, sonriendo bajo las luces, carajo, pensé será posible, porque por más pintura que se hubiera puesto era una nena, me di cuenta de que no podía tener más de quince, y cuando me alargó los bracitos y la agarré por la cintura tuve la sensación de que si la apretaba un poco se me iba a quebrar. Las luces se fueron bajando y alrededor de nosotros algunas parejas empezaron a besarse.
Yo me sentía un poco estúpido bailando con esa pibita, pero bueno, la cosa estaba hecha, y era eso o la resaca, así que empecé a preguntarle lo de siempre, se llamaba Mariana, o Marina, no pude escuchar bien, y vivía en Caballito. Le pregunté entonces si era la primera vez que iba allí.
-La primera y la última –me contestó, y supuse que se habría equivocado, como yo, pero no.
-Vine para acompañar a una amiga –me dijo-. Es aquella de rojo. Yo me di vuelta, vi solamente una espalda apresada por unas manos enormes.
-Es más grande que yo, y bueno, quería venir acá... Pero nunca más –dijo como ofendida-. Mirá eso –y me señaló con los ojos a una vieja gordísima que bailaba con un muchacho de mi edad. El pibe trataba de besarla y la vieja, que tenía los ojitos casi cerrados, ni que sí ni que no, lo esquivaba moviendo la cabeza al compás de la música, y se sonreía pero con los labios siempre apretados, hasta que por fin se dejó un poco.
-Podría haber traído a mi abuela, que se quedó tejiéndome un pulóver –dije yo, pero ella no se rio, como si no me hubiese escuchado. Igual me caía simpática la petisita y tenía además una forma de acurrucarse en mi pecho que bueno, cuando se prendieron las luces y paró la música para que se acomodara otra vez la orquesta de tango, la invité a tomar una Coca.
Mientras íbamos a la barra la miré de nuevo: era linda de verdad con sus ojitos claros y el pelo largo y también lo suyo, todo en miniatura pero bien puestito.
-Ahí viene mi amiga –dijo, apenas nos sentamos. Giré para verla: treinta y pico le calculé, pero estaba buena, tenía sobre todo unas tetas bárbaras. Para tres Cocas, calculé también, no me alcanza.
-Cómo apretabas, eh –le dijo la petisita, y ella me sonrió a mí con esa sonrisa turra de las jovatas que se las quieren dar de pendejas. Aproveché para mirarle las tetas con toda franqueza.
-Ay, nena, si yo no aprieto es que hay tanta gente –y soltó una risita falsa-. ¿A que no sabés con quién estoy bailando? –dijo-. Con el campeón de rock. Mirá, ahí viene. ¿Te acordás que te dije que aquí los domingos hay concursos de rock Bueno, es el campeón. Pero también baila tango.
El campeón de rock tenía cara de camionero y los dos brazos tatuados. Le hizo una seña de lejos y ella nos sonrió, como disculpándose y volvió con él a la pista.
-Simpática tu amiga –dije-. Tiene lindos ojos.
La petisita se había quedado callada.
-Vos también tenés unos ojos hermosos –dije y me acerqué un poco-. ¿Son verdes o celestes?
-Me cambian con la luz –dijo y volvió a mirar la pista.

Te siento siempre aquí
estás clavada en mí
como un puñal en la carne…

El pianista se entusiasmaba encorvado sobre las teclas y parecía que al cantante se le iba a abrir el pecho. Habían entrado de nuevo a la pista el Príncipe Valiente y la mujer de las piernas jóvenes.
-Esos dos –me dijo la petisita de pronto-, parece que vienen aquí desde que eran novios. Desde que eran novios –repitió como si no pudiese creerlo-. Y me contó mi amiga que no faltan ni un solo sábado.
-Qué, ¿tu amiga también viene siempre? –le pregunté.
-No, siempre no –dijo ella y miró entre las parejas hasta encontrarla. El campeón de rock la hacía girar lentamente sobre su pierna.
-¿No es un asco el tango? –dijo de repente.
-¿Un asco? ¿En qué sentido?
-Es... resbaladizo –dijo ella y arrugó la nariz-. No sé, es un asco.
-¿Cuántos años tenés? –le pregunté.
-¿Yo? Diecisiete –me dijo.
-O sea, catorce.
Ella se puso colorada, se rio y me dijo que sí. Catorce, pensé, está perdido todo. Miré la hora, ya eran casi las dos. Tampoco tenía plata: había gastado lo que me quedaba en las Coca Colas.
-Sos callado, eh –me dijo ella-. Callado pero inteligente, se nota: tenés cara de inteligente. Yo también soy callada, pero bueno, alguno tiene que hablar, ¿no? Yo me reí porque la petisita esta cada vez me gustaba más, pero ella creyó, supongo, que me estaba burlando.
-¿Soy muy tonta? ¿Te parezco muy tonta?
Le dije que no y le acomodé el pelo detrás de la oreja: eso nunca falla, no es una caricia todavía pero ya es más que las palabras. Ella tomó un sorbito de su Coca y dejó que le agarrase la mano. Y ahí sí, le empecé a hablar de cualquier cosa, me inventé una teoría complicadísima sobre las casualidades y el destino y los encuentros y desencuentros, estaba como inspirado, el verso me salía de corrido. Entonces, cuando iba en lo mejor de la explicación, vi a una mujer que recién entraba, la vi de espalda, caminando al guardarropa y pensé: a ese culo yo lo conozco. Tal cual, era la morocha, la puta. Dejó el saco en el guardarropa y se vino derecho a la barra. Tanto la miraba yo que perdí el hilo de lo que decía, pero me di cuenta de que la petisita tampoco me escuchaba como antes, era como si estuviese pensando en otra cosa. Apenas acabó su Coca me pidió que la esperase, que tenía que decirle algo a su amiga, y fue a buscarla a la mesa donde estaba tomando cerveza con el campeón de rock. Cuando vi que las dos se iban juntas al baño me corrí un poco en la barra y me senté al lado de la morocha.
-Qué tal, tanto tiempo –le dije.
-Mi amor, qué linda sorpresa –me dijo ella con una gran sonrisa. Las putas son bárbaras.
-¿Qué andás haciendo por aquí? –le dije, tratando de mirar entre los botones de su blusa. No tenía corpiño.
-Qué curioso que sos –dijo y se tomó un sorbo de mi Coca-. Entro a las cinco a trabajar y como estaba muy cansada no quise volver a mi casa. Por si me quedaba dormida, ¿viste? Así que me vine acá, para hacer tiempo.
-¿Y en dónde trabajás? –le pregunté. Miré el reloj: eran las dos y media todavía quién te dice, pensé.
-Ay, mi vida, no tenés que hacer tantas preguntas –me dijo, pero abrió su cartera y me dio una tarjetita: RELAX – COMPAÑÍA, decía, BAJOS ARANCELES, y una dirección por ahí nomás, en Pueyrredón. De pronto sentí una mano sobre mi pierna.
-¿No me vas a invitar una copa? –me dijo-. Tengo la boca reseca. Tengo sed –y se pasó lentamente la lengua por los labios.
-Después –le dije, porque me acordé de que ya no tenía plata además, había visto a la petisita, que había salido del baño y me estaba buscando. Dejé mi vaso en la barra. No sabía muy bien qué hacer-. Esperame un momento –le pedí.
En la tarima “Los Internacionales” estaban terminando de acomodar sus instrumentos.
Arrancaron directamente con los boleros y las luces se fueron apagando hasta que la pista quedó por completo a oscuras. Vi al pasar que el de la raya al medio le metía la lengua en la oreja a la rubia. Ahora sí, por donde se mirara, todos estaban franeleando.
-Vamos a bailar –le dije a la petisita, y ella de nuevo lo mismo, que bueno, pero que quería estar cerca de su amiga.
Su amiga, su amiga, pensaba yo mientras entrábamos a la pista, y cuando me puso los bracitos en el cuello pensé que la puta no me iba a esperar toda la noche.
La fui llevando hacia el centro lentamente, entre las parejas abrazadas que ya ni siquiera bailaban. Entonces los veo, veo sobre todo al campeón de rock, la mano del campeón de rock que baja por la espalda poco a poco.
-Ahí la tenés a tu amiga –digo. La petisita se me suelta súbitamente y nos quedamos los dos mirando la mano esa que se prende en el culo, el culo que se acomoda.
La petisita estaba inmóvil, era como si no pudiese dejar de mirar.
-No bailo más –dijo de pronto, y se fue casi corriendo de la pista.
Claro, cómo no me di cuenta antes, pensé yo, si tenían los mismos ojos, la boca igual pero bueno, quizá fuera mejor, después de todo: la morocha todavía estaba en la barra. Me apuré a volver.
-¿Me haría el honor, señorita, de concederme este baile? –le pregunté. Ella me miró sonriente y cuando le hice la reverencia se estiró la blusa y se puso de pie. Bailar con una puta, no cualquiera, pensé, otra vez contento.
Mientras la iba siguiendo a la pista vi por última vez a la petisita contra un ventanal, mirando hacia afuera. Estaba de perfil. Cuando crezca un poco más, pensé, va tener las tetas de la mamá.

(Bahía Blanca, 1962)

Se radicó en Buenos Aires en 1985, donde se doctoró en Ciencias Matemáticas. Posteriormente residió dos años en Oxford, Gran Bretaña, con una beca de postdoctorado del CONICET. En 1982 obtuvo el Primer Premio del Certamen Nacional de Cuentos Roberto Arlt con el libro ´´La jungla sin bestias´´.
En 1989 obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes con el libro de cuentos ´´Infierno Grande´´ (que acaba de publicar el New Yorker), adonde pertenece este cuento.
En 2003 apareció el libro de ensayos ´´Borges y la matemática´´ y obtuvo el Premio Planeta Argentina con ´´Crímenes imperceptibles´´, novela que fue traducida a 35 idiomas y ha sido llevada al cine por el director Álex de la Iglesia, con el título “The Oxford Murder” (2008), Los crímenes de Oxford y un casting que incluye a John Hurt y Elijah Wood.

DOLINA; Alejandro: El niño que fue a menos

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La señorita Claudia le pregunta a Ferro:
—¿Quién fundó la ciudad de Asunción?
Ferro lo ignora y lo confiesa. La maestra intenta por otros rumbos.
—Tissot.
—No sé, señorita.
—Rossi.
Silencio. El ambiente se pone pesado porque quizá la señorita Claudia enseñó aquello el día anterior.
—Maldonado.
Nada. Claudia frunce el ceño y ensaya unos reproches generales.
Frezza, el tano Frezza, lo sabe de algún modo misterioso. Es extraño el camino que siguen las nociones: suelen alojarse donde menos se lo piensa.
—Nuñez. López. Dall'Asta.
Tampoco. Frezza espera, sobrador, sin levantar la mano. Cosa de manyaorejas, piensa.
La señorita Claudia se dirige a las niñas y pronuncia el nombre amado. Frezza está muy lejos para soplar y la morocha que lo enloquece no puede contestar. De pronto, la maestra lo mira.
—Frezza.
Y el niño taura, que tal vez necesita anotarse un poroto, se levanta, mira hacia el banco de la morocha y dice casi triunfal:
—No lo sé.
Si es que nadie lo sabe estará bien no saberlo. Frezza se sienta y se oye entonces, como en una horrible blasfemia, la voz de Campos, injuriosa:
—¡Juan de Salazar!
Pasaron los años. La morocha no conoció el amor de Frezza ni tampoco su gesto elegante y generoso. Si alguien califica estas lecciones en alguna Libreta Celeste, Frezza tendrá un nueve. Y si ni siquiera existe esa Libreta, entonces tendrá un diez.

(Argentina, 1944)

SACHERI, Eduardo: En paz descansa

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Mi barrio nació una mañana de sábado, en la primavera de 1978, y vivió cuatro o cinco años a lo sumo. Aclaro que cuando hablo del nacimiento de mi barrio no me refiero a la fecha en que se construyeron las casas ni a aquella en la que se habitaron. Mi definición de barrio es más subjetiva y más estrecha. 
Mi barrio nació cuando los que fueron mis amigos y yo lo poblamos, lo recorrimos, lo conquistamos. Y duró hasta que nos fuimos. Por supuesto que las casas quedaron. Pero sin nosotros se convirtió necesariamente en otra cosa. No fue, seguramente, el primer barrio que se adueñó de esas casas. Tal vez sí haya sido el último.
Acerca de su año de nacimiento no albergo la menor duda: 1978 fue uno de los peores años que me ha tocado vivir. Ese invierno asistí a mi primer velorio, y todavía hoy me angustia el olor marchito y abombado que dan muchas flores cuando yacen juntas. Lloré el primer día y después me quedé seco. Entonces empezó mi rabia. Una rabia silenciosa, una rabia de piedra. Una rabia contra todos, empezando por Dios. ¿No acababa yo de tomar la comunión el octubre anterior? ¿No se suponía que Dios cuidaba a la gente buena? ¿No era cierto eso de que uno podía pedirle a Dios las cosas que necesitaba, y si uno era un buen chico, era muy probable que Dios se las diera? Bueno, parecía ser que no, carajo. Dios se había hecho el tonto, o el distraído. O tal vez el asunto era peor: Dios me odiaba.
Después de Dios estaba la gente. Puta madre con la gente. ¿Por qué a todos se les daba por mirarme con expresión de lástima? ¿Acaso era un bicho, yo? ¿A cuenta de qué a todos se les daba por merodear la casa? ¿Para qué ponían cara de circunstancia, cara de “pobrecitos, qué familia destruida”? ¿De dónde salían tantos familiares con los que nos veíamos de Pascua en Ramos?
Y por último estaban los pibes. Los del colegio, los de la patria, los del mundo entero. Los odiaba a muerte. A favor de ellos tengo que decir que no hacían nada. No me habían abandonado, como Dios, ni me miraban con cara de lástima, como la gente grande. Pero les tenía una envidia que me hacía hervir los glóbulos rojos. ¿Por qué mierda me había pasado justo a mí, habiendo tantos pibes por todos lados? ¿Por qué no les había pasado a ellos? ¿Qué mierda había hecho yo mal para merecerme semejante castigo? ¿A ver ¿Por qué justo a mí?
No eran preguntas de fácil respuesta. Por añadidura, yo no estaba dispuesto a formularlas en voz alta. Me las hacía para adentro, mientras los veía pasar ante mis ojos, hundido en una cueva de silencio.
Los viernes a la noche, para peor, a mi casa venía un cura irlandés de la parroquia de Pompeya. Yo no tenía nada contra el pobre curita. Pero venía en nombre de Dios, y con él sí que tenía un asunto pendiente. De manera que mi mamá lo recibía en el living, y cuando estaban mis hermanos, ellos también charlaban con el sacerdote. Yo, en cambio, me quedaba jugando debajo de la mesa del comedor, bien lejos de todos. A veces eran soldaditos. A veces construcciones de Rasti. Pero casi siempre eran los jugadores de fútbol. Tenía cuatro equipos completos. Y unos arcos de madera pintada de dorado. Me los había hecho mi papá, y les había fabricado una red con gasa de consultorio. Hoy, casi treinta años después, si me concentro puedo sentir el olor profundo del esmalte sintético sobre la madera.
Los jugadores eran todos iguales. De plástico, con pelo oscuro y raya al costado. Tenían una sonrisa triste y eran medio cachetudos. Lástima que no permanecían de pie. Se caían permanentemente, pero a mí no me importaba. Me servían para reproducir los partidos. Y la ventaja era que en la cancha de alfombra, debajo de la mesa, no había sorpresas. Independiente ganaba siempre. Ningún imprevisto, ninguna noticia tremenda, ningún Dios injusto. Por eso cuando venía el cura yo ni asomaba el pelo. “Úbeda, Vilanova y Romano”: mientras escribo estas líneas, me vuelven esos apellidos con forma de mediocampo. No sé si lo recuerdo bien. Tampoco importa. Uno de esos viernes, en la tele estaban dando un partido de Independiente por la Copa Libertadores. Y en medio de mi silencio yo me hacía un lugar para preguntarme para qué mierda seguía existiendo Independiente si quien me había enseñado a amar al Rojo y a sus Copas no estaba ahí para darle sentido al jodido asunto.
Mi único amigo era Andrés. Tanto lo quería que estaba dispuesto a perdornarle que no le hubiese pasado a él lo que me había pasado a mí. Pero como ya íbamos a colegios distintos y a turnos distintos, durante la semana apenas lo veía. Los sábados sí. Los sábados a la mañana jugábamos a la pelota en su vereda o en la mía. Y de ahí me viene la certeza de que mi barrio nació un sábado de primavera, en la vereda de mi casa.
Esa primavera, ese sábado, esa mañana, pasaron dos pibes que vivían al lado. Iban con las manos vacías. Andrés picaba la pelota junto al portón. Cuando estuvieron a dos metros se detuvieron. En lugar de seguir hacia donde iban, pararon. Nuestros ojos se cruzaron y empezó a caminar de nuevo el tiempo. Jugamos un arco a arco, dos contra dos, bajo la sombra de los tilos.
Al día siguiente ya no pasaron: vinieron, que no es lo mismo. Ya no éramos dos y dos. Éramos cuatro. Después de Diego y Pablo les tocó a los hijos del oculista: cuatro varones que hicieron un aporte demográfico sustancial. Fuimos ocho.
Y cuando la vida camina, camina. Cuando mi hermana me contó que acababan de vender el kiosco de Mario, y que llegaba una familia con cinco hijos, y que el mayor se llamaba Gustavo y tenía once años, casi ni me sorprendió mi buena suerte. Para lo que no estaba en absoluto preparado era para que una de sus hermanas se llamase Carolina, tuviera nueve años, el pelo lacio y nos ojos castaños y profundos, pero esa es otra historia.
Cuando fuimos suficientes, fue el tiempo de bajar a la calle y poner los cuatro cascotes de los arcos. La cosa iba en serio. Se había acabado el peloteo infantil en la vereda. Faltaban cuatro o cinco chicos más, que cuando nos vieron dueños del asfalto vinieron a tomar su parte en el camino de la gloria. Cristian fue uno de ellos. “Los venezolanos”, Mariano y Javier, completaron el círculo. Eran argentinos, pero como habían vivido en Venezuela tenían un acento extraño que para nosotros, deseosos de darle algún toque excéntrico al grupo, los volvía extranjeros.
Por algunos años, la calle Guido Spano se convirtió en el núcleo de mi vida. Los fines de semana eran bocanadas de aire fresco en medio del hastío y la soledad de mi casa. Los veranos fueron el ombligo del tiempo.
Mis recuerdos del mundo en esos años están inevitablemente tejidos con esos días en el cordón de la vereda. Para mí, Galíndez no murió al costado de una ruta durante una carrera. Murió cuando uno de los Giúdice, estupefacto, salió a contarlo, y nosotros interrumpimos el partido. Quilmes no salió campeón con el gol de Gáspari en Rosario, sino cuando algunos chicos se pusieron a gastarlo a Andrés, por bostero, en un atardecer de sol apenas tibio. Mirtha Legrand entró en mi vida cuando invitó a un fulano que había inventado a unas extrañas criaturas que se desarrollaban en el agua, y nos hizo dilapidar varias tardes con la ñata pegada a una pecera, esperando que crecieran los sea-monkeys. La guerra sucia fueron cuatro imbéciles que se bajaron a amenazarlos desde un Falcon cuando nos vieron poniendo monedas en las vías del tren para achatarlas, y se mataron de la risa con nuestras caras de miedo. El Papa Juan Pablo I falleció debajo del jazmín de leche ce mi casa, en el círculo absorto que formamos para escuchar la pavorosa explicación de Andrés acerca de cómo se envenena a un Pontífice. Malvinas fue los discursos encendidos de Gracielita, revista Gente en mano, de que no había manera de que los ingleses nos ganaran la guerra.
En esos años no solo viví del fútbol. Mis amigos tenían hermanas y primas, y creo haber mencionado a una tal Carolina de ojos oscuros y abismales. En el primer baile que pergeñamos, su madre cometió el desatino de venir a buscarla antes de las diez. Durante el resto de la noche aprendí a extrañar a una mujer.
Si sigo escribiendo me hundiré sin remedio en la fácil tentación de hilvanar más y más recuerdos que solo conducen hacia mi pasado y me importa a mí solo. Para terminar estas líneas, entonces, corresponde que diga cuándo murió mi barrio. No tengo una fecha tan exacta como la de su alumbramiento, porque se fue extinguiendo de a poco. Si nació cuando llegaron los chicos, tenía que morir cuando se fueran.
Los primeros en partir fueron los venezolanos, que en pocos años se habían desprendido de su acento caribeño pero nunca lograron lo mismo con su gentilicio. Después se fue Gustavo. Se mudó a Belgrano, en la Capital. Volvimos a verlo una vez, cuando nos invitó a visitarlo. Pero fue triste comprobar que había cambiado tanto que ya no teníamos en común ni siquiera los recuerdos. Con él partió Carolina, la primera mujer que perdí para siempre. Diego y Pablo fueron los siguientes. Diez años después Diego me invitó a su casamiento. Al abrazarnos con su hermano Pablo, en los ojos le adiviné que, de haber tenido a mano una pelota número cinco, arrancaba de nuevo el arco a arco, en pleno atrio de la iglesia, como en aquel sábado del Génesis. Los que eran más grandes crecieron, y no hizo falta que se fueran para despedirlos para siempre.
Quedamos Andrés, Cristian y yo. Fuimos amigos por mucho tiempo. Buenos amigos. Aunque tres chicos no sean catorce o diecisiete, alcanzan para soltarse e explorar la adolescencia. Pero el barrio, el barrio, el barrio como conjunto, como horizonte, como mundo, para 1983 se había ido del todo. Tanto es así que de vez en cuando, en los amaneceres de naipes, a los tres sobrevivientes se nos daba por recordar nuestras viejas aventuras con los pibes. Y cuando uno recuerda es porque ya no tiene aquello que recuerda. No hay certificado de defunción más preciso que ese.
No fue tan dolorosa aquella pérdida porque mi barrio había servido para lo que tenía que servir. Esos chicos me habían obligado a poblar de gritos mis silencios, a abandonar la alfombra bajo la mesa, a identificar alborozado, cada mañana y cada tarde, el momento en que pasaban a buscarme por el repique de la bola en la vereda, a implorar cada atardecer que no la llamaran a Ella demasiado temprano a bañarse.
Cinco años después de que la muerte me dejara el alma hecha una estepa, yo podía comprobar sin sobresaltos que estaba vivo. Sentía en el alma, es cierto, y siento todavía, los costurones de ciertas cicatrices, pero a fin de cuentas, creo que no existe nadie que no las tenga.
Mi barrio me sirvió para todas esas cosas, y para otras que ni siquiera yo mismo entiendo lo suficiente como para ponerlas en palabras. Sé, al menos, que la rabia por fin me había abandonado. Y hasta creo que no exagero si digo que fue entonces, en los días últimos de mi barrio, cuando por fin terminé por perdonar a Dios.

(Bs. As., Argentina, 1967)

PIÑEIRO, Claudia: Alquiler temporario

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Sube sola. Martín le dijo que esperara abajo, que él subía primero con las valijas y que enseguida la venía a buscar. Pero ella, ahora, no quiere esperar. ¿Qué cosa peor le puede pasar? El ascensor se mueve con lentitud. «Lo deben haber incorporado al edificio años después de construido», piensa. Y en ese pensamiento se queda, o intenta quedarse, se esfuerza por ocupar su cabeza con algo que le importe tan poco como un ascensor. Si lo logra, tal vez por un rato no piense en otra cosa. Mientras sube, se concentra en ese tema tratando de imitar la sintaxis arrevesada que encuentra en casi todos los libros que corrige para la editorial donde trabaja: «Es común que en edificios como el edificio en cuestión, construidos entre los años treinta a cincuenta y de pocos pisos, ante la insistencia de nuevos propietarios o inquilinos menos dispuestos al sacrificio de subir escaleras, los vecinos acuerden, después de una larga reunión de consorcio, perder algo de la elegancia de esas construcciones a cambio de ganar un ascensor hidráulico». Como el que ese día de mayo lleva con lentitud a Natalia hasta el piso donde está su nuevo departamento. «Mi nuevo hogar», se dice con ironía. Ella no quiere tener un nuevo hogar. Pero en algún sitio hay que dormir, comer, ir al baño. El departamento al que está llegando es apenas una transición, un paso intermedio entre el que compraron con Martín cuando se casaron, tres años atrás, y el próximo, el que algún día tendrán. Ella coincidió con él en que no era bueno volver del sanatorio a su casa, pero ninguno de los dos estaba en condiciones de salir a buscar un lugar donde nada les recordara al niño que murió. «El niño que murió», así lo nombra. O mejor dicho no lo nombra. Así lo piensa. No con el nombre con que lo anotaron dos años antes, Julián. Ni tampoco lo piensa como «mi hijo». La única manera en que logra nombrarlo, o pensarlo, es de esa forma: el niño que murió. Como si esa construcción lingüística, esa frase copulada, le permitiera alejarse de su hijo, colocarlo a una distancia prudente de ella, para así lograr que no se le haga un nudo en la garganta y llorar otra vez. Lloró días y días por Julián. Por el niño que murió, en cambio, no llora.
Cuando el ascensor se detiene en el tercer piso, Martín está parado del otro lado de la puerta.
—Te dije que enseguida bajaba a buscarte.
Ella no contesta. Lo agarra de la mano y deja que la lleve hasta la puerta del tercero B. El camino es sencillo, solo dos departamentos por cada uno de los cuatro pisos del edificio. Martín mete la mano en el bolsillo y saca el manojo con dos llaves que le dieron en la inmobiliaria: la de la entrada del edificio y la del departamento. Elige la que corresponde y abre. Natalia se queda mirando el llavero, que oscila como un péndulo en la cerradura, debajo del picaporte, mientras él hace girar la llave: una cruz de bronce, antigua, con perlas rosadas y celestes.
—¿De dónde salió ese llavero? —pregunta.
—Ni idea, me lo dieron así en la inmobiliaria. Muy incómodo y pesado, después lo cambio.
—No hace falta. Tampoco vamos a estar tanto tiempo acá, ¿no?
—Tampoco vamos a estar tanto tiempo acá —repite Martín y le acaricia el pelo.
Natalia entra y, sin descolgar su cartera del hombro, se toma unos instantes para hacer un reconocimiento del lugar. A pesar de que las ventanas no son grandes, el ambiente principal tiene buena luz natural. Los muebles son como los que Natalia se imagina que tienen todos los departamentos de alquiler temporario: sillones de cuerina blanca, mesa laqueada, una maceta con una planta verde de interior que ella no sabe cómo se llama, un plasma, adornos modernos, un espejo con marco patinado de bronce y no mucho más. Un ambiente despojado, más cercano a una foto de una revista de decoración que a una casa vivida, donde se van juntando cantidades de cosas a lo largo de los años y que se conservan no por utilidad ni por un sentido estético, sino por la historia que encierran. Por eso no pueden volver a su casa, porque detrás de cada objeto hay algo: una anécdota, un recuerdo, una palabra balbuceada por el niño que murió. Y los días que pasaron en la casa de la madre de Natalia fueron suficientes; con esfuerzo lograron llevarse bien, no llorar unos delante de otros, no mencionar delante de ella a Julián, bajo ningún aspecto. Pero todos sabían que esa calma prefabricada no podía durar más que unos días. Por eso Martín se apuró en alquilar un lugar para ellos. Solo ellos dos, lo que quedaba de esa familia que cuando apenas empezaban a formar se desarmaba. Un departamento alquilado sería menos peligroso que volver a casa. Un lugar de paso, de esos que se contratan por un tiempo breve, a un costo alto pero que vale la pena pagar hasta decidir qué hacer.
El dato del departamento les llegó por un extraño azar. Martín hablaba con un amigo en la cocina de la casa de sepelio donde velaron al niño que murió. La encargada de la casa de servicio fúnebre preparaba café junto a ellos.
—Disculpe, no pude dejar de oír lo que hablaban —dijo—. Mi hermana maneja una pequeña inmobiliaria especializada en alquileres temporarios; si le interesa el dato, le puedo pasar su teléfono.
Martín la miró y no contestó. Le molestó que la mujer se inmiscuyera en la conversación. Ella se dio cuenta, bajó la cabeza, volvió a la jarra de café y no dijo más. Pero a los pocos días Martín estaba allí, en la casa de sepelios, preguntando por ella. Y la mujer, sin mostrar asombro ni rencor por el destrato anterior, sacó la tarjeta de la inmobiliaria del bolsillo de su blazer, como si lo hubiera estado esperando.
El primer llanto lo escuchan esa misma noche, a las dos o las tres de la mañana. Natalia apenas se acababa de dormir, o así se siente cuando con esfuerzo logra abrir los ojos. Ella lo oye primero. El llanto de un chico, o de una chica, no se termina de dar cuenta. No es un bebé, de eso sí está segura; el llanto de un bebé no se confunde con nada. En cambio ese llanto es débil, casi suspirado, como si quien lo emite estuviera pidiendo perdón. O clemencia. No se atreve a despertar a Martín, está segura de que le dirá que se duerma otra vez, que no hay ningún llanto, que seguramente lo soñó. No mencionaría al niño que murió pero estaría pensando en él, en que Natalia escuchó en sueños el llanto de Julián, que lo soñó, que lo seguirá soñando un tiempo más. Natalia se sienta en la cama, levanta la almohada y se apoya contra el respaldo. Abre bien los ojos para estar absolutamente segura de que está despierta. Y sigue escuchando el llanto que llega desde el otro lado de la pared que separa ese departamento del tercero A. Recién cuando el sonido pasa del llanto susurrado al grito es que Martín se despierta.
—Lloran en el departamento de al lado —dice ella.
Él no dice nada pero también se incorpora en la cama.
—¿Qué hacemos? —pregunta Natalia en el momento que un grito interrumpe el llanto.
—Nada, dice él. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Estará solo?
—Parece el llanto de una mujer.
—Es el llanto de un chico.
—No sé. Puede ser.
Natalia está por levantarse para acercarse a la pared, pero en el momento en que lo va a hacer, el llanto cesa. Entonces gira y mira a Martín, pero no dice nada, sólo espera que él diga.
—Listo. Ya pasó.
Ella asiente y luego se deja deslizar entre las sábanas hasta quedar otra vez en posición horizontal.
Al día siguiente Martín se va a trabajar temprano. Ella tiene licencia por dos semanas más. Nadie en la editorial puso ningún reparo cuando dijo que se iba a tomar el tiempo necesario hasta estar mejor. De todos modos tenía en la computadora algunos PDF para corregir. Si se sentía con ánimo, les había dicho, trabajaría desde su casa. Aunque en realidad cuando dijo «su casa» no se refería a la suya, a la verdadera, a la que habitaban hasta hacía muy poco con Martín y el niño que murió, sino a ese departamento transitorio.
Cerca del mediodía Natalia baja a comprar algo para comer y provisiones para la cena. Cuando está esperando el ascensor, se abre la puerta del tercero A. Sale primero una mujer, una mujer con unos grandes anteojos negros que lleva a dos varones, uno colgado de cada brazo. Y detrás de ellos dos chicas: una de unos trece años y otra de unos cinco. Los cuatro chicos parecen vestidos con la ropa de la misma tienda clásica: mocasines lustrados, camisas prolijas los varones y blusas con volados las mujeres, todas de mangas largas. Los chicos llevan pantalones de sarga gris, y la mujer y las nenas polleras largas y amplias. Todo el atuendo parece de otro tiempo. Natalia saluda con un «hola, buen día». La mujer mueve la cabeza, o eso le parece. La niña mayor y los varones ni siquiera la miran. Solo la más chica le contesta el saludo:
—Buen día —dice y le sonríe.
Como no entran todos en el ascensor, los dos varones y la mujer, sin soltarse del brazo, bajan por la escalera. Encerradas en ese espacio estrecho, Natalia intenta adivinar quién ha llorado la noche anterior. Busca algún indicio pero no encuentra ninguno. Antes de que el ascensor se detenga en la planta baja, se atreve a hablarle a la nena que no le saca los ojos de encima:
—¿Todo bien? —dice.
—Todo bien —responde la chica, pero ella no le cree.
En el palier de la entrada ya están esperando los varones y la mujer. Natalia se demora cerrando la puerta del ascensor. Mira hacia la entrada del edificio: detrás del vidrio la nena la saluda con la mano, mostrando la palma, el pulgar hacia arriba, levantando y bajando los otros cuatro dedos juntos, en lo que podría ser no solo un saludo, sino también ese gesto que se hace cuando se le pide a alguien que venga, que se acerque.
La segunda noche Natalia toma una pastilla para dormir, así que si alguien llora en el departamento de al lado, ella no se entera. No sabe entonces que Martín sí oye llantos otra vez porque a la mañana siguiente ella no le pregunta y a él no le parece prudente comentárselo.
Intenta corregir un original, un ensayo sobre arquitectura colonial en el Río de la Plata, pero no puede pasar de los dos primeros capítulos. El resto de la mañana mira televisión, o al menos tiene el aparato prendido delante de ella. A la tarde, después de almorzar las sobras de la noche anterior que Martín guardó prolijamente en la heladera, es que escucha unos ruidos que le llaman la atención: un zumbido, como si algo cortara el aire con velocidad, y después un golpe seco. Se acerca a la pared que da al departamento vecino, está a punto de apoyar la oreja sobre la medianera, pero se siente ridícula y decide que es mejor olvidarse de los vecinos y salir a caminar. En el palier siente el zumbido con más nitidez, más firme el golpe, y después del golpe un suspiro y un «ay» cansado, como si quien lo pronuncia ya no tuviera fuerza para decirlo. Cuando está cerrando la puerta del ascensor, le parece que alguien abre, apenas, la puerta del tercero A y la espía a través de una pequeña rendija. Pero no se detiene y, en cuanto llega a la planta baja, sale del edificio apurada. Cruza la calle y mira hacia la ventana del tercero A: detrás de la cortina puede ver la silueta de la nena menor. Se queda mirando, la chica la saluda de la misma manera que la saludó antes, subiendo y bajando los cuatro dedos juntos hacia la palma como quien dice «vení».
Esa noche le cuenta a Martín.
—Son gente rara, ¿no te parece?
—Qué sé yo —le contesta él—. ¿Quién no es un poco raro?
Martín se ofrece a lavar los platos. Natalia se da una ducha. Cuando se acuesta, Martín le da un beso en los labios, el primer beso en los labios desde que se murió su hijo, y luego se acurruca junto a ella. Un par de horas después empieza el llanto. La misma voz. Pero esta vez se oye con claridad: «Basta, basta». Y luego otra vez el llanto.
—¿No habría que hacer la denuncia? —pregunta Natalia.
—¿Y qué denunciamos? ¿Que alguien llora por las noches?
—Llora y dice basta.
—No creo que sea suficiente para que nos acepten una denuncia.
—Le pueden estar haciendo daño…
—No creo… Hay muchos chicos que lloran de noche… que tienen pesadillas.
—No parecen pesadillas.
—Tampoco parece otra cosa. Llora y dice basta, no es algo tan tremendo.
Natalia no insiste pero al día siguiente va a la comisaría más próxima y cuenta lo que escuchó.
—Acá no se toman denuncias por ruidos molestos, para eso tiene que ir a la Municipalidad.
—No quiero denunciar el ruido, sino que en esa casa pasa algo por lo que alguien llora.
El policía que la atiende la mira con una mezcla de asombro y desprecio.
—O sea que lo que usted quiere denunciar es que alguien llora. Señora, ¿se imagina la cantidad de gente que debe llorar de noche en esta ciudad?
Natalia se convence de que no vale la pena seguir insistiendo, Martín tiene razón: que alguien llore por las noches y diga «basta» no es motivo suficiente para que acepten una denuncia.
Al volver al departamento se encuentra con la familia del tercero A en la entrada del edificio. Los varones otra vez uno a cada lado de la mujer, colgando de sus brazos del modo en que antes se iba por la calle con un novio. La nena la mira y le sonríe. Mientras tanto la chica más grande abre la puerta de entrada. Natalia se sorprende al verla girar la mano sobre la cerradura: tiene un llavero idéntico al que les dieron a ellos en la inmobiliaria, la cruz pesada y antigua, con las perlas rosas y celestes. Decide que no va a entrar con ellos, que va a ir a la inmobiliaria a hacer algunas preguntas y, si es necesario, a pedir explicaciones.
—¿No entrás? —le dice la nena sosteniendo la puerta una vez que pasa el resto del grupo.
—No, no, me olvidé de comprar algo —responde ella y se queda un instante ahí, frente a la puerta, como perdida, hasta que la nena la saluda con su mano, como siempre, y entonces Natalia reacciona, le sonríe y empieza a caminar hacia la esquina.
A media cuadra del edificio se da cuenta de que no sabe hacia dónde camina. Llama a Martín. Le pide la dirección de la inmobiliaria. Le da una excusa: que la heladera hace un ruido extraño y que quiere resolverlo antes de que deje de funcionar. Él le dice que no se preocupe, que se encarga de llamar por teléfono para que lo solucionen, pero Natalia insiste y usa las palabras justas para que Martín se convenza:
—Me va a hacer bien dar una vuelta y ocuparme.
No se le ocurre pensar con qué argumento pedirá en la inmobiliaria datos sobre sus vecinos del tercero A, va hacia allá, se deja ir; por eso, cuando ya está sentada al escritorio frente a la encargada y única empleada a la vista, se sorprende ante la pregunta «¿en qué puedo ayudarla?», y se queda muda. Solo después de un instante que le parece demasiado largo, logra armar un argumento.
—Estoy viviendo en el edificio de Las Heras 2081, en el tercero B.
—Ah, sí, usted es la señora a la que… —dice la empleada y se detiene en medio de la frase.
—Sí, esa soy… —contesta Natalia y se da cuenta de a quién le hace acordar esa mujer: a la encargada de la funeraria donde velaron al niño que murió. Martín le había dicho que eran hermanas, pero ella lo tenía olvidado o perdido en algún lugar de sus pensamientos.
—Disculpe.
—Está bien… Supongo que no tendrá de cliente todos los días mujeres a las que se les muere un hijo…
—No crea… —dice la mujer, y no queda claro si seguirá o no dando explicaciones porque Natalia prefiere interrumpirla y cambiar de tema; ella no está ahí para hablar del niño que murió, sino de sus vecinos.
—Estamos bien en el departamento, pero me gustaría pasarme a uno con vista a la calle. ¿El tercero A cuándo se desocupa?
—Bueno, tendría que ser otro. Ese departamento no está en alquiler.
—Ah… ¿está segura? Tienen el mismo llavero que nos dieron a nosotros —dice, y le muestra el suyo—. ¿No es el llavero de la inmobiliaria?
—No, no tenemos llaveros propios. Es que su llavero también es de ellos, sus vecinos son los dueños del departamento que usted ocupa.
—Los padres de los chicos…
—Es una situación compleja… Una sucesión… Nosotros la administramos, tenemos un poder general, así que usted no se haga problema por su alquiler. Pero mudarse al frente es imposible.
—¿La mujer que está con ellos no es su madre, entonces?
La mujer acomoda unos papeles sin levantar la vista. Y al rato pregunta:
—¿En qué otra cosa la puedo ayudar?
—Uno de los chicos llora de noche…
—Muchos chicos lloran de noche… es normal —dice la mujer con un tono educado, pero que deja claro que no le contestará más preguntas acerca de sus vecinos.
Tal vez porque no obtuvo ninguna respuesta a las preguntas que la llevaron hasta allí, es que recorre las cinco cuadras hasta su casa pensando en el niño que murió. «Muerte súbita», dijeron los médicos, pero saber que el niño dormía en el cuarto contiguo, a pocos metros de la cama en la que ella dormía con Martín, y que no se despertaron, que no intuyeron que el niño moría junto a ellos, que no hicieron nada, ni siquiera acompañarlo en la partida, la hacía sentir culpable. Y sentir que Martín también lo era. Él había cerrado la puerta del cuarto, la cerraba cada vez que tenían sexo; cuando Martín se levantó al baño, ella le pidió que la abriera. Pero él volvió, se metió otra vez en la cama sin hacerlo y ella no presintió que, si él no lo hacía, ella debía levantarse y abrirla. Alguien tendría que haberlo hecho. Si hubiera estado abierta, tal vez, quién sabe, aunque los médicos digan que no, que una muerte súbita no tiene explicación ni puede evitarse, quién sabe. Tal vez si la puerta hubiese estado abierta.
Llega al departamento y va directo a la computadora. Está acostumbrada a hacer búsquedas al azar para encontrar datos absurdos, pero tan necesarios en su trabajo de corrección literaria como el diccionario de la RAE. Se da cuenta de que ni siquiera tiene el apellido de esos chicos. Busca el contrato de alquiler, no hay mucho dónde buscar: ese departamento está casi vacío, algunos cajones incompletos, las mesas de luz apenas estrenadas. Allí lo encuentra, en la mesa de luz de Martín, tiene suerte de que no se lo haya llevado a la oficina. Las partes del contrato son Martín, el locador, y Harris Bienes Raíces, locataria con mandato otorgado por escritura de fecha… Sigue buscando, nada. Vuelve al nombre de la inmobiliaria: Harris. Ese nombre le suena, lo googlea. Funeraria Harris: la funeraria en la que velaron al niño que murió. Baja en la lista de respuestas a su búsqueda. Más menciones a la funeraria, a la inmobiliaria o a ambas. Una respuesta llama su atención y se detiene. Es el link de la sección policial de un diario: «Aparecen muertos dos de los principales accionistas del grupo empresario Harris». Y luego en el copete: «Juan y Valeria Harris, el director del grupo Harris y su esposa, son hallados sin vida y con evidentes signos de tortura». La nota aporta más detalles, con fotos del departamento, de los cuerpos lacerados, de las sillas donde los secuestradores ataron al matrimonio Harris manchadas de sangre y las sogas que los sujetaron enroscadas sobre ellas. Nunca se pudo resolver el caso, no encontraron más huellas que las de la propia familia; la puerta y las ventanas no fueron forzadas, tampoco robaron nada ni dejaron otros rastros de violencia más que los cuerpos torturados. A los cuerpos les faltaba piel e incluso carne en los brazos, las piernas, las plantas de los pies y hasta en la cara. Por el tipo de corte, la policía estimó que la flagelación había sido hecha con hojitas de afeitar, pero no las encontraron en el departamento. Concluyeron que el móvil más probable fue un ajuste de cuentas o una venganza.
Después de varias entradas con datos repetidos, encuentra en un blog especializado en casos policiales detalles de las torturas practicadas sobre los muertos y un dato que le llama aún más la atención que los sufrimientos infringidos sobre ellos: los padres de sus niños vecinos, si es que eran sus padres, además de las marcas de torturas recientes, presentaban marcas más antiguas, quemaduras, cicatrices, rayas en la espalda compatibles con golpes de vara o látigo. El autor de la nota especulaba con que los padres venían siendo sometidos a flagelaciones reiteradas y que una de ellas fue la que los llevó a la muerte. En un párrafo final agregaba que en generaciones anteriores otros miembros de la familia habían muerto de manera dudosa y que en todos los cuerpos se habían encontrado marcas de torturas. Aunque la evidencia era clara, luego de seguir esa pista durante un tiempo, la policía la descartó con otro argumento: el matrimonio Harris había sido miembro en la juventud de un grupo religioso muy cerrado, que considera la autoflagelación como un camino hacia el amor de Dios. En el blog se insinuaba que el poder de ese grupo religioso había logrado que no se siguiera investigando en esa dirección.
Natalia abre algunas respuestas más a su búsqueda y encuentra la foto de los padres muertos: el señor Harris es muy parecido a la encargada de la inmobiliaria y a la de la funeraria. ¿O le parece a ella? Ya no sabe. Se siente mareada, con el estómago revuelto. ¿Cómo sobrevivieron esos chicos a tanta maldad practicada sobre sus padres? ¿Lo sabrían? ¿O apenas sabrían que habían muerto y no las circunstancias? ¿Quién es esa mujer que se ocupa ahora de ellos?
Cuando llega Martín, Natalia no le da respiro, apenas lo saluda empieza a hablarle de todo lo que descubrió y no para hasta contarle el último dato. Luego le hace a él las mismas preguntas que ella no puede dejar de hacerse.
—Esa mujer que cuida a los niños, no me gusta… ¿Qué pasa si ella es la que torturaba a los padres y ahora hace lo mismo con los niños?
—¿Por qué se te ocurre algo así?
—No es cariñosa con ellos, no parece quererlos. Me duele la cabeza de estar todo el día pensando qué pasa en ese departamento. No quiero dejar otra vez la puerta cerrada… —dice y se arrepiente, pero ya está dicho. Martín entiende, le duele lo que acaba de decir.
—Natalia, en lo que nos tenemos que concentrar nosotros es en buscar un nuevo lugar donde vivir para irnos de acá. Dijimos que esto era de paso, tres o cuatro semanas. Pongámonos en campaña para encontrar un departamento definitivo y ya no vamos a saber de estos chicos y sus llantos.
—Pero eso es desentenderse de la situación…
—Me parece que la que se quiere desentender de la situación sos vos, y no de la que transcurre en el departamento vecino sino en este, de nuestra situación, de nuestra pareja, de Julián…
Natalia lo mira con desprecio. No le va a perdonar que lo haya nombrado. Y menos en medio de lo que están hablando. ¿Qué tiene que ver Julián con todo esto? Se para y se va a su cuarto. Martín no la sigue. Prefiere salir a dar una vuelta. Se lo dice desde el otro lado de la puerta del cuarto, sin abrirla, y se va. Ella se queda un rato tirada en la cama pensando qué hacer; las imágenes de los cuerpos torturados se le mezclan con las de los niños. Un poco después lo sabe. Se calza, pasa por el baño, se lava la cara y se acomoda el pelo, sale al palier, va hasta la puerta del tercero A y toca el timbre. La chica más grande abre la puerta.
—Perdoname, pero no me funciona el teléfono y necesito hacer una llamada. ¿Puedo pasar? —dice.
—Esperá acá —la detiene la chica y va a buscar un teléfono inalámbrico.
A Natalia le queda claro que no quiere que pase. Alcanza a ver a los varones, de espaldas, sentados en banquitos de madera, uno a cada lado del sillón de alto respaldo donde seguramente está la mujer de anteojos negros, quizá sin los anteojos esta vez, frente al televisor encendido.
—¿Dónde dejaron el inalámbrico? —grita la chica desde uno de los cuartos y nadie le contesta.
Por el pasillo, sin casi hacer ruido, se acerca a ella la nena más chica y la sorprende.
—Hola —le dice.
—Hola —le contesta Natalia.
La nena le da una llave en un llavero con la misma cruz que tiene el de Natalia.
—¿Y esto? —le pregunta.
—La llave de nuestro departamento. Tenemos muchas, no te preocupes. Por si necesitás el teléfono cuando no estamos. O por si tenés que entrar por algo —dice y luego se lleva el dedo índice a la boca como pidiendo que no le diga nadie.
Natalia está a punto de rechazarlo pero no lo hace. La chica quiere que ella tenga esa llave. Al haber dicho «por algo», ¿no se habrá referido al llanto que ella escucha por las noches? Natalia mete el llavero en su bolsillo justo cuando aparece la hermana con el teléfono y se lo extiende.
—Tomá, llamá —dice la chica.
Natalia marca el número de su antiguo departamento. Sabe que nadie va a contestar. Finge estar molesta.
—Esta gente nunca está cuando la necesitás.
Marca dos o tres veces más, y luego le devuelve el aparato.
—Gracias igual.
Antes de que la chica cierre la puerta, Natalia ve cómo detrás de ella la menor se asoma para saludarla. Recién cuando la puerta del departamento tercero A se cierra completamente, Natalia va al suyo y se sienta otra vez frente a la computadora. Intenta más opciones de búsquedas. Otra vez aparece el blog de noticias policiales de donde sacó la mayoría de los datos. Busca el nombre de quien firma el informe. Lo googlea. Es director de la sección Policiales de uno de los principales diarios de la ciudad. Busca el número de teléfono del diario. Llama, pide por él. La atiende un contestador automático. No deja mensaje. Llama unas veces más hasta que el periodista, por fin, contesta. Natalia le dice que es amiga de la familia, que estaba viviendo fuera del país, que acaba de llegar y no termina de entender qué pasó.
—Nadie entendió ni entiende…
—Usted sí…
—No todo. Si usted es amiga de la familia sabrá… No son gente ordinaria. Y ese patrón familiar que se repite…
—¿Cuál patrón?
—El único matrimonio de la familia, en cada generación, muere en circunstancias irregulares después de ser sometidos a tortura, pero dejando descendencia para que el patrón se vuela a cumplir.
—No entiendo.
—Que años después esos chicos crecen, solo uno de ellos se casa, tiene hijos, y luego muere en situación dudosa. Investigué hasta cuatro generaciones atrás y siempre fue así. Aunque el drama de la familia empezó un poco antes del primer matrimonio asesinado: uno de sus hijos se ahogó en un estanque en medio de un festejo familiar. Culpas cruzadas, reproches… ¿De quién es la culpa cuando hay una desgracia como esa? Pero bueno, la gente siempre necesita un culpable.
La pregunta del periodista le queda a Natalia dando vueltas en la cabeza: «¿De quién es la culpa cuando hay una desgracia?». Intenta sacarla de sus pensamientos y seguir con las suyas.
—¿Y el resto de la familia?
—Mantienen las empresas: la inmobiliaria, la funeraria. ¿Cómo, usted es amiga de la familia y no lo sabe?
—Son muchos años… No me acuerdo de todo…
—Siempre me quedó este caso en la cabeza, cada tanto me anda dando vueltas… Pienso en esos chicos… Alguno de ellos crecerá, se casará y si el patrón se sigue cumpliendo, morirá después de ser torturado…
Natalia no dice nada pero se pregunta si las torturas no han empezado esta vez antes, cuando los Harris son aún niños, si no será ese el motivo del llanto. El periodista se disculpa, tiene que ir a hacer un reportaje. Ella corta y sigue un poco más en la computadora pero no encuentra nada demasiado importante.
Martín vuelve para la cena. Comen en silencio, hablan lo mínimo y necesario. Ella no le cuenta de la visita al otro departamento. Ni de lo que le dijo el periodista policial. Se van a dormir temprano. En el medio de la noche, el llanto aparece. Los dos se despiertan, pero no se incorporan en la cama ni se dicen palabra: espalda contra espalda esperan despiertos que el llanto se detenga. Y en algún momento de la noche, el llanto se detiene.
Al día siguiente Natalia se despierta con la decisión tomada: entrará al departamento en algún momento en que los vecinos no estén, revisará y se esconderá. Es la única forma de saber. Y de convencer a los demás del peligro: a la policía, a Martín, a quien fuera necesario. Llevará el celular y filmará lo que pueda. Y luego saldrá en medio de la noche con la prueba de lo que pasa. Para no despertar sospechas, le dice a Martín que va a comer a la casa de una amiga, que seguramente charlarán hasta tarde y que, si toma mucho vino, se quedará a dormir ahí. A Martín no le parece nada mal, a él también le va a venir bien un respiro, estar un poco solo.
El resto del día, Natalia ni siquiera se propone trabajar en la corrección para la editorial, está atenta todo el tiempo al departamento de al lado, a sus ruidos, a su silencio, a su respiración. A media tarde oye movimientos en el palier, se acerca a la mirilla: los vecinos esperan el ascensor. Se toma el tiempo necesario como para que ellos salgan del edificio. Agarra las llaves y entra al tercero A. Lo recorre pero no se atreve a abrir cajones ni placares, todavía. De lo que está a la vista nada le llama la atención. Es un departamento más: un cuarto interno para los varones, otro para las chicas y el cuarto matrimonial a la calle, el que seguramente fue de sus padres y que ahora ocupa la mujer que los cuida. ¿Los cuida? ¿Quién es esa mujer? En el cuarto matrimonial sí hay algo que le llama la atención: dos sillas idénticas a las que vio en las fotos del blog policial, aquellas donde habían sido atados y torturados los padres de los niños. No pueden ser las mismas. ¿O sí? No. Abre el placar. ¿Esa vara que ve es silicio? Nunca vio una vara de silicio, no puede asegurarlo. Está manchada de sangre. ¿De cuál de los niños será esa sangre?, se pregunta. ¿Por qué solo la más pequeña se atreve a pedir ayuda? Se agacha y recoge un sobre que está en el piso del placar, lo abre: una serie de fotos. Una mujer vela a un niño. Natalia se estremece. La misma mujer sale de una funeraria llorando junto al cajón blanco cerrado. La misma mujer en el entierro. Una mujer que no es ella, pero podría serlo. Una mujer que le recuerda a alguien. La misma mujer llorando sentada en un sillón. Un sillón idéntico al que está en el departamento que ella, Natalia, alquila. Natalia no termina de entender, o aún no puede.
Escucha que alguien hace girar las llaves en la puerta de entrada y se estremece. Otra vez no pensó una estrategia, no previó un lugar donde esconderse pero debe hacerlo, y rápido. El espacio entre la cama y el piso es demasiado estrecho. Entra en el placar, pero no logra cerrar la puerta desde adentro.
Solo quedan las cortinas, esas mismas que días atrás la nena frunció para saludarla. Natalia especula con que la luz encendida del cuarto contra la oscuridad de la noche le permitirá a ella verlos a través de la cortina sin ser descubierta. El tiempo pasa lento. Escucha la televisión encendida. Pasos que van y vienen. Piensa en Martín, sabe que no le perdonará que haya hecho lo que hizo. Lo que hizo. Piensa en ella, piensa en la mujer de las fotos. Ruidos de platos en la cocina. El televisor otra vez. La mujer entra al cuarto, prende la luz, de espaldas a ella se saca los anteojos, se cambia los zapatos. Apenas puede verla de perfil cuando vuelve a apagar la luz y sale. ¿Es la mujer de las fotos? ¿Puede serlo? ¿Qué relación hay entre el hijo que perdió, su muerte, y estos niños a los que cuida? ¿O tortura? ¿Qué culpa tienen ellos? ¿Y ella, Natalia, por qué está ahí?
—¡Al cuarto! —grita la chica más grande y Natalia se aprieta contra el vidrio.
Natalia malinterpreta, cree que la orden es para que sus hermanos se vayan a dormir. Pero no. Primero entra la chica más grande y prende la luz. Después los dos varones, uno a cada lado de la mujer, como siempre, pero ahora, sin anteojos y de frente; puede verla, ahora sabe que es la mujer de las fotos. La que como a ella se le murió un niño. La sientan en una de las dos sillas y la chica mayor le saca las esposas que la unen a los varones. Los ojos de la mujer parecen ausentes, perdidos, drogados. Entra la niña pequeña con una soga en la mano. Se la alcanza a su hermana, que ata la mujer a la silla. La niña va al placar y vuelve con el silicio. A Natalia cada golpe le duele en los dientes de tanto apretarlos. La mujer no tiene fuerza ni para quejarse. Apenas solloza un llanto que de todos modos Martín oirá, si es que esta noche, solo, también presta atención. Es el llanto, es la voz que escuchó las noches anteriores, es esa misma queja.
Cuando la chica termina con el látigo, los varones le alcanzan un botiquín. Lo abre y saca de adentro una hoja de afeitar con la que empieza a tajear la cara de la mujer, que ahora parece totalmente adormecida a pesar del dolor. Natalia sabe que tiene que salir de ahí, que tiene que gritar, que tiene que intentar defenderla. Pero no puede, está paralizada. Y tiene miedo, un miedo que hasta ahora no sintió nunca. Ni antes ni después de que el niño muriera. Antes porque no se le ocurrió, después porque ya nada peor podía pasarle. ¿Nada peor podía pasarle? ¿Es el dolor físico comparable con el dolor de una pérdida? ¿Puede doler algo más o menos que lo otro? ¿Duele el cuerpo más que eso a lo que no sabe cómo llamar? ¿El alma? La chica grande le pasa la hoja de afeitar a la pequeña y le indica que ella también corte a la mujer, le explica la manera de hacerlo, como si la estuviera iniciando. La chica lo hace, con la convicción y la ingenuidad con la que los niños garabatean sus primeros dibujos. Luego mira a la mayor y le sonríe. Ahora lo hacen juntas, las dos siguen cortándola, cortes pequeños, poco profundos, hasta que la mujer cae de lado, desmayada o muerta; Natalia no está segura, ella también siente que puede desmayarse detrás de la cortina. Los varones enderezan a la mujer, la atan más fuerte para que no se caiga de la silla, y le sacan fotos. Natalia se siente impotente, cobarde, solo espera que la tortura termine y que esos chicos se duerman para poder salir de allí, volver con Martín y dejar ese edificio para siempre. Esos chicos, ¿así debería llamarlos? ¿Son chicos? ¿Y si no, qué?
Entonces, cuando parece que la ceremonia por fin terminó, que ya no hay más dolor para infligirle a ese cuerpo vencido atado a una silla, la niña menor camina hacia la ventana, despacio pero resuelta. Como si supiera, como si siempre hubiera sabido, corre la cortina que cubre a Natalia y, mientras con una mano sostiene aún la hoja de afeitar ensangrentada, con la otra hace el gesto que tantas veces ella le vio hacer antes y dice:
—Vení.
Mientras la hermana mayor agarra otra vez el látigo, y sus hermanos acomodan la soga con la que atarán a Natalia en la silla desocupada.

(Argentina, 1960)

BOCCACCIO, Giovanni: El Decamerón

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JORNADA SÉPTIMA

Termina la sexta jornada del Decamerón y comienza la séptima en la que bajo el reinado de Dioneo, se razona de las burlas que por amor o por salvarse hacen las mujeres a sus maridos, notándolo ellos o no.

NARRACIÓN SEGUNDA

Peronella, al regresar su marido a casa, esconde a su amante en un tonel. Dice el marido que ha vendido la barrica, y ella alega que la ha vendido a su vez a otro que para probar su solidez se ha metido dentro. Sale el amante, muéstrase al esposo y se lleva el tonel.
Con grandísima risa fue la historia de Emilia escuchada y la oración como buena y santa elogiada por todos, siendo llegado el fin de la cual mandó el rey a Filostrato que siguiera, el cual comenzó:
—Carísimas señoras mías, son tantas las burlas que los hombres os hacen y especialmente los maridos, que cuando alguna vez sucede que alguna al marido se la haga, no debíais vosotras solamente estar contentas de que ello hubiera ocurrido, o de enteraros de ello o de oírlo decir a alguien, sino que deberíais vosotras mismas irla contando por todas partes, para que los hombres conozcan que si ellos saben, las mujeres por su parte, saben también; lo que no puede sino seros útil porque cuando alguien sabe que otro sabe, no se pone a querer engañarlo demasiado fácilmente. ¿Quién duda, pues, que lo que hoy vamos a decir en torno a esta materia, siendo conocido por los hombres, no sería grandísima ocasión de que se refrenasen en burlaros, conociendo que vosotras, si queréis, sabríais burlarlos a ellos? Es, pues, mi intención contaros lo que una jovencita, aunque de baja condición fuese, casi en un momento, para salvarse hizo a su marido.

No hace casi nada de tiempo que un pobre hombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y atrayente jovencita llamada Peronella; y él con su oficio, que era de albañil, y ella hilando, ganando muy escasamente, su vida gobernaban como mejor podían. Sucedió que un joven galanteador, viendo un día a esta Peronella y gustándole mucho, se enamoró de ella, y tanto de una manera y de otra la solicitó que llegó a intimar con ella. Y para estar juntos tomaron el acuerdo de que, como su marido se levantaba temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar trabajo, que el joven estuviera en un lugar de donde lo viese salir; y siendo el barrio donde estaba, que Avorio se llama, muy solitario, que, salido él, este a la casa entrase; y así lo hicieron muchas veces. Pero entre las demás sucedió una mañana que, habiendo el buen hombre salido, y Giannello Scrignario, que así se llamaba el joven, entrado en su casa y estando con Peronella, luego de algún rato (cuando en todo el día no solía volver) a casa se volvió, y encontrando la puerta cerrada por dentro, llamó y después de llamar comenzó a decirse:
—Oh, Dios, alabado seas siempre, que, aunque me hayas hecho pobre, al menos me has consolado con una buena y honesta joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por dentro cuando yo me fui para que nadie pudiese entrar aquí que la molestase.
Peronella, oyendo al marido, que conoció en la manera de llamar, dijo:
—¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que aquí está mi marido que Dios confunda, que ha vuelto, y no sé qué quiere decir esto, que nunca ha vuelto a esta hora; tal vez te vio cuando entraste. Pero por amor de Dios, sea como sea, métete en esa tinaja que ves ahí y yo iré a abrirle, y veamos qué quiere decir este volver esta mañana tan pronto a casa.
Giannello prestamente entró en la tinaja, y Peronella, yendo a la puerta, le abrió al marido y con mal gesto le dijo:
—¿Pues qué novedad es esta que tan pronto vuelvas a casa esta
mañana? A lo que me parece, hoy no quieres dar golpe, que te veo volver con las herramientas en la mano; y si eso haces, ¿de qué viviremos? ¿De dónde sacaremos pan? ¿Crees que voy a sufrir que me empeñes el zagalejo y las demás ropas mías, que no hago día y noche más que hilar, tanto que tengo la carne desprendida de las uñas, para poder por lo menos tener aceite con que encender nuestro candil? Marido, no hay vecina aquí que no se maraville y que no se burle de mí con tantos trabajos y cuáles que soporto; y tú te me vuelves a casa con las manos colgando cuando deberías estar en tu trabajo.
Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decir de nuevo:
—¡Ay! ¡Triste de mí, desgraciada de mí! ¡En qué mala hora nací! En qué mal punto vine aquí, que habría podido tener un joven de posición y no quise, para venir a dar con este que no piensa en quién se ha traído a casa. Las demás se divierten con sus amantes, y no hay una que no tenga quién dos y quién tres, y disfrutan, y le enseñan al marido la luna por el sol; y yo, ¡mísera de mí!, porque soy buena y no me ocupo de tales cosas, tengo males y malaventura. No sé por qué no cojo esos amantes como hacen las otras. Entiende bien, marido mío, que si quisiera obrar mal, bien encontraría con quién, que los hay bien peripuestos que me aman y me requieren y me han mandado propuestas de mucho dinero, o si quiero ropas o joyas, y nunca me lo sufrió el corazón, porque soy hija de mi madre; ¡y tú te me vuelves a casa cuando tenías que estar trabajando!
Dijo el marido:
—¡Bah, mujer!, no te molestes, por Dios; debes creer que te conozco y sé quién eres, y hasta esta mañana me he dado cuenta de ello. Es verdad que me fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes, como yo no lo sabía; hoy es el día de San Caleone y no se trabaja, y por eso me he vuelto a esta hora a casa; pero no he dejado de buscar y encontrar el modo de que hoy tengamos pan para un mes, que he vendido a este que ves aquí conmigo la tinaja, que sabes que ya hace tiempo nos está estorbando en casa: ¡y me da cinco liriados!
Dijo entonces Peronella:
—Y todo esto es ocasión de mi dolor: tú que eres un hombre y vas por ahí y debías saber las cosas del mundo: has vendido una tinaja en cinco liriados que yo, pobre mujer, no habías apenas salido de casa cuando, viendo lo que estorbaba, la he vendido en siete a un buen hombre que, al volver tú, se metió dentro para ver si estaba bien sólida.
Cuando el marido oyó esto se puso más que contento, y dijo al que había venido con él para ello:
—Buen hombre, vete con Dios, que ya oyes que mi mujer la ha vendido en siete cuando tú no me dabas más que cinco.
El buen hombre dijo:
—¡Sea en buena hora!
Y se fue.
Y Peronella dijo al marido:
—¡Ven aquí, ya estás aquí, y vigila con él nuestros asuntos!
Giannello, que estaba con las orejas tiesas para ver si de algo tenía que temer o protegerse, oídas las explicaciones de Peronella, prestamente salió de la tinaja; y como si nada hubiera oído de la vuelta del marido, comenzó a decir:
—¿Dónde estáis, buena mujer?
A quien el marido, que ya venía, dijo:
—Aquí estoy, ¿qué quieres?
Dijo Giannello:
—¿Quién eres tú? Quiero hablar con la mujer con quien hice el trato de esta tinaja.
Dijo el buen hombre:
—Habla con confianza conmigo, que soy su marido.
Dijo entonces Giannello:
—La tinaja me parece bien entera, pero me parece que habéis tenido dentro heces, que está todo embadurnado con no sé qué cosa tan seca que no puedo quitarla con las uñas, y no me la llevo si antes no la veo limpia.
Dijo Peronella entonces:
—No por eso no quedará el trato; mi marido la limpiará.
Y el marido dijo:
—Sí, por cierto.
Y dejando las herramientas y quedándose en camino, se hizo encender una luz y dar una raedera, y entró dentro incontinenti y comenzó a raspar.
Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía, puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era muy alta, y además de esto uno de los brazos con todo el hombro, comenzó a decir a su marido:
—Raspa aquí, y aquí y también allí... Mira que aquí ha quedado una pizquita.
Y mientras así estaba y al marido enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no había aquella mañana su deseo todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que como quería no podía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a ella que tenía toda tapada la boca de la tinaja, de aquella manera en que en los anchos campos los desenfrenados caballos encendidos por el amor asaltan a las yeguas de Partia, a efecto llevó el juvenil deseo;
el cual casi en un mismo punto se completó y se terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y Peronella quitó la cabeza de la tinaja, y el marido salió fuera. Por lo que Peronella dijo a Giannello:
—Coge esta luz, buen hombre, y mira si está tan limpia como quieres.
Giannello, mirando dentro, dijo que estaba bien y que estaba contento y dándole siete liriados se la hizo llevar a su casa.

(Italia, 1313/1375)


FONTANARROSA, Roberto: Ulpidio Vega

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Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero gris, tan conocido.
Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a bizcochito, a queso de rallar y vino tinto. Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquel que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la ventana.
Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde, cuando algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada. Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.
Por trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo". ¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el meñique.
Pero eran dos los Vegas, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro, que también trabajó en el frigorífico. Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega Chico" era también de púa veloz, y sin entrañas.
De negro los dos, siempre, aun de mañana.
Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo.
¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!
¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una perdida!
Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, que allá en la casa desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo. La vieja.
"Si no te mato", se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan, "solo es por ella". "Si no te enfrío", le contestaba Juan, que no era lerdo, "es por la vieja".
Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labio, de sus promesas vanas, de sus mañas.
Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era un juego.
Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna sobre el filo helado del acero!
Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
"¡Venite!"
"¡Vení vos!", se supo después que se dijeron.
Y fue cuando llegó doña Cata hasta el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez fue esa mágica intuición de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.
No se oyó de su boca una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío, ni te cuento.
A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.
A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos porque le pegó media hora, de corrido.

(Rosario, 1944/2007)




BALMACEDA, DANIEL: La punta loca

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En la Argentina, el Día del Inventor se celebra el 29 de septiembre, por ser esta la fecha en que nació (en 1899, en Budapest) László József Bíró, un akarnok (buscavidas en húngaro) que intentó suerte en diversas actividades. Fue vendedor a domicilio, agente de bolsa, despachante de aduana, escultor, pintor, periodista, hipnotizador y hasta participó en carreras de autos. Aunque sin dudas, lo suyo eran los inventos.
Por ejemplo, ideó un precario sistema de caja automática, una cerradura inviolable y un lavarropas. En algunos casos, fue fundamental la participación de su hermano Georg, quien era químico. Durante su época de periodista, a Ladislao Biro (ese es su nombre castellanizado) se le ocurrió que debía encontrar la forma de que la tinta de las lapiceras se secara más rápido.
Los Biro lograron una solución líquida, muy adecuada para la escritura manual, aunque no del todo efectiva: la pluma se trababa por el espesor de la tinta. Hasta que en Budapest, Ladislao observó a chicos que se entretenían lanzando bolitas de vidrio para que rodaran lejos por el suelo, pero pasando por un charco de agua, de tal manera que trazaran una línea de agua en el piso seco, al salir del charco. La escena estaba mostrándole la resolución del problema. No debía utilizar una pluma metálica en la punta, sino una bolita.
En realidad, el sistema del bolígrafo ya había sido inventado en 1888, antes de que los Biro nacieran. De todas maneras, el mecanismo tenía fallas, entre ellas la falta de una tinta adaptable. Además, no se había comercializado. Ladislao Biro patentó su bolígrafo en 1938, tanto en Francia como en Hungría.
En el tiempo en que los Biro inscribían la patente de su invento, en la Argentina Agustín P. Justo dejaba la presidencia en manos de Roberto M. Ortiz. En abril, Justo partió en el que sería su único viaje a Europa, donde pasó unos seis meses. Durante aquel paseo, el expresidente conoció a los Biro, quienes se encontraban en Francia. Cuando le contaron acerca de su invento, Justo les propuso que instalaran una fábrica en la Argentina y les entregó una tarjeta personal. Poco tiempo después Biro entabló relación con su compatriota Johann Georg Meyne, quien se integró a la sociedad de los hermanos aportando capital.
La reunión con Justo pudo haber sido una anécdota más. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial torció varios destinos, incluso el de Ladislao Biro, quien recordó el episodio con Justo y partió de Hungría rumbo a la Argentina, huyendo de la persecución nazi, junto a su hermano Georg y a su socio Meyne. Arribaron en mayo de 1940. El 10 de junio de 1943 patentaron en Buenos Aires su gran invento, que no era como el original, sino que había sido perfeccionado, ya que el tema de la tinta no había podido resolverse en forma completa.
La definición del producto, registrado bajo la patente 57.892, es “Instrumento para escribir a punta esférica loca”. Cuando les tocó bautizar a su lapicera, la llamaron birome, que significaba Biro y Meyne. Aunque debe reconocerse que en algún momento sintieron que había que rebautizarla esferográfica, nombre que no prosperó.
En un principio no hubo acuerdo acerca de la finalidad del invento. Si bien los fabricantes tenían en claro que se convertiría en un objeto de gran necesidad entre los mayores, a los vendedores les parecía que el mercado más provechoso sería el de los niños, quienes contarían con un instrumento barato para entretenerse.
La falta de visión inicial fue subsanada. Sobre todo cuando la compañía Parker mostró su interés en el producto, así como también el barón Marcel Bich, fundador de la empresa Bic, quien llenó de biromes a Francia primero y luego a Europa. Cabe aclarar que más adelante se crearía el desodorante a bolilla empleando el mismo criterio que utilizó el húngaro al idear esa birome que supo imaginar mientras observaba a un grupo de niños jugando en la calle.

(Bs. As., Argentina, 1962)

En BALMACEDA, Daniel. Historia de las palabras. Bs. As., Sudamericana, 2011.

BRADBURY, RAY: El regalo

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Mañana sería Navidad, y aún mientras viajaban los tres hacia el campo de cohetes, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo por el espacio del niño, su primer viaje en cohete, y deseaban que todo estuviese bien. Cuando en el despacho de la aduana los obligaron a dejar el regalo, que excedía el peso límite en no más de unos pocos kilos, y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban la fiesta y el cariño.
El niño los esperaba en el cuarto terminal. Los padres fueron allá, murmurando luego de la discusión inútil con los oficiales interplanetarios.
—¿Qué haremos?
—Nada, nada. ¿Qué podemos hacer?
—¡Qué reglamentos absurdos!
—¡Y tanto que deseaba el árbol!
La sirena aulló y la gente se precipitó al cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar, y el niño entre ellos, pálido y silencioso.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre.
—¿Qué?... —preguntó el niño.
Y el cohete despegó y se lanzaron hacia arriba en el espacio oscuro.
El cohete se movió y dejó atrás una estela de fuego, y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, subiendo a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea, según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
—Quiero mirar por el ojo de buey.
Había un único ojo de buey, una "ventana" bastante amplia, de vidrio tremendamente grueso, en la cubierta superior.
—Todavía no —dijo el padre—. Te llevaré más tarde.
—Quiero ver dónde estamos y adónde vamos.
—Quiero que esperes por un motivo —dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y otro, pensando en el regalo abandonado, el problema de la fiesta, el árbol perdido y las velas blancas. Al fin, sentándose, hacía apenas cinco minutos, creyó haber encontrado un plan. Si lograba llevarlo a cabo este viaje sería en verdad feliz y maravilloso.
—Hijo —dijo—, dentro de media hora, exactamente, será Navidad.
—Oh —dijo la madre consternada. Había esperado que, de algún modo, el niño olvidaría.
El rostro del niño se encendió. Le temblaron los labios.
—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron...
—Sí, sí, todo eso y mucho más —dijo el padre.
—Pero... —empezó a decir la madre.
—Sí —dijo el padre—. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo enseguida.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
—Ya es casi la hora.
—¿Puedo tener tu reloj? —preguntó el niño.
Le dieron el reloj y el niño sostuvo el metal entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el movimiento insensible.
—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
—A eso vamos —dijo el padre y tomó al niño por el hombro.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
—No entiendo.
—Ya entenderás. Hemos llegado —dijo el padre.
Se detuvieron frente a la puerta cerrada de una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, en código. La puerta se abrió y la luz llegó desde la cabina y se oyó un murmullo de voces.
—Entra, hijo —dijo el padre.
—Está oscuro.
—Te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró, y el cuarto estaba, en verdad, muy oscuro. Y ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, ojo de buey, una ventana de un metro y medio de alto y dos metros de ancho, por la que podían ver el espacio.
El niño se quedó sin aliento.
Detrás, el padre y la madre se quedaron también sin aliento, y entonces en la oscuridad del cuarto varias personas se pusieron a cantar.
—Feliz Navidad, hijo —dijo el padre.
Y las voces en el cuarto cantaban los viejos, familiares villancicos; y el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el vidrio frío del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, mirando simplemente el espacio, la noche profunda, y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas...

(EE.UU, 1920/2012)

de "Remedio para melancólicos"

67 cuentos de Edgar Allan Poe traducidos por Julio Cortázar

ZINA, Alejandra: Hermanas

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A los once años, tu mejor amiga puede dejar de serlo de un día para otro. O peor aún, puede convertirse en tu primera enemiga.
Quizás con el tiempo se olvida cuándo fue exactamente que empezó a crecer la espina del rencor o cuál fue el incidente que desató la crisis. Lo que nunca se olvida es el desenlace.
La indiferencia que te deja sin aire, las palabras hirientes, el combate feroz. Es lo que perdura.
Y puede pasar que en un conflicto de la vida adulta aquellas imágenes de la infancia reaparezcan, como un fantasma del pasado, para mostrarte lo parecidas que son las cosas a veces.
A los once años, tu mejor amiga es la hermana que habrías elegido tener si tus padres te hubiesen consultado sobre el asunto antes de hacerlo a su modo en el cuarto de al lado.
Tu mejor amiga es la confidente perfecta, la maestra perfecta, la cómplice perfecta. Todo lo que Roxana Carrara fue para mí.
No recuerdo de dónde venía ni el porqué de su mudanza, pero llegó a mi escuela cuando ya estábamos en quinto grado. Quinto C turno tarde.
Llevaba el pelo por debajo de la cintura. Era el pelo más hermoso que había visto. Color castaño común, pero brilloso, ligero y lacio como la crin de un caballo. Además usaba flequillo, algo que yo envidiaba especialmente porque con mi remolino todos los intentos de flequillo fracasaban y terminaban siendo un mechón insulso a la izquierda de mi frente.
Cuando Roxana llegó, yo tenía diez años y mi vida escolar transcurría sin demasiado trastorno. Además, haber bajado unos kilos, crecido unos centímetros, abandonado los zapatos ortopédicos, los anteojos de aumento y la ortodoncia, facilitaba la integración. Con las mujeres me llevaba bien y con los varones, no siempre. Recuerdo, por ejemplo, las patadas que Pablo Duarte propinaba a las diminutas pantorrillas de Vanesa. Recuerdo también los patadones que ligué mientras le gritaba que por qué no se metía con uno de su tamaño (la diferencia era grosera: Pablo era enorme y Vanesa, mínima). Ese día llegué a mi casa con las piernas lastimadas, pero él no volvió a tocarla.
En esa época yo estaba muy impresionada con Meggie, la protagonista de El pájaro canta hasta morir. Por su amor infinito a Richard Chamberlain pero, sobre todo, por aquella combinación de sensualidad, altruismo y temperamento. Cuando Roxana llegó, Meggie pasó a la historia.
Al año siguiente pasaron muchas cosas.
Roxana cortó su tan codiciada melena equina. Se me ocurre ahora que para ella debió ser como una mutilación, tenía un pelo divino y la pérdida le habrá dolido aunque de a ratos le gustara verse distinta.
El cambio era evidente, se lo había rebajado hasta los hombros y eso le daba volumen y movimiento. Algo que a ella le faltaba y a mí me sobraba. Siempre tuve el pelo de Mafalda, grueso y embolsado. Tendríamos que haberlo canjeado y santo remedio. Ella contenta con su volumen y yo feliz con mi pelo planchita.
En séptimo, el pelo de Roxana se arruinaría por completo, mucho más corto y teñido con unos espantosos claritos amarillos. Su mamá era peluquera y para mí que empezó a desquitarse con la cabeza de la hija. Pero esa es otra historia.
También empezó a usar unos aros largos de mostacillas. Otra de las cosas que me hacían suspirar: los aros. Los deseaba tanto como me asustaba la condición para tenerlos. Sólo pensar en perforarme las orejas me daba náuseas y temblores. Si mi mamá se lo hubiese pedido a la enfermera que me asistió cuando nací, yo no habría tenido miedo ni registro del dolor. O sí, pero después lo habría olvidado. Lo mismo que con la religión, mamá consideró que los agujeritos en las orejas tenía que ser una elección que tomáramos mi hermana y yo de grandes. Como si hubiese tan pocas elecciones que tomar. Recién pude hacerlo a los veintisiete y, aun así, me bajó la presión cuando sentí la pistola perforadora atravesándome el lóbulo.
Nuevo corte, nuevos accesorios, nuevo vestuario. Debajo del guardapolvo blanco, tiro minifalda, Roxana calzaba unos jeans celestes que debía abrocharse acostada boca arriba sobre la cama y que marcaban sus primeras curvas. Curvas de adolescente, con las que ninguna de nosotras hubiese podido competir.
Roxana Carrara era más grande. Había repetido un par de grados y entró a quinto con doce años. Eso también me gustaba, aunque en las charlas casi no se notara la diferencia de edad. Bastante más tarde conocí su faceta de mujer experimentada. De hecho, fue ella la que me instruyó en el arte de besar. De camino a la escuela, me explicó con paciencia y detalle cómo abrir la boca, chocar mi lengua con la del otro, fruncir los labios y dejarme llevar. Recuerdo mi sensación de repulsión mientras la escuchaba, la certeza de un trance inevitable. ¿Quién iba a ser yo después de dar un beso de lengua? Seguro que ya no sería la misma. Pero si mi nuevo yo no me gustaba, cómo volvería al anterior.
Ese año de la metamorfosis externa de Roxana, entró a nuestro grado una chica nueva llamada Abril. Ambas tenían puntos en común. Ambas habían llegado a un grupo que se conocía desde hacía varios años, y ambas parecían más grandes que el resto de la clase. Aunque, a diferencia de Roxana, Abril tenía mi misma edad.
Abril se había criado en la Patagonia y pertenecía a una familia de músicos conocidos que, a su vez, eran amigos de músicos y artistas famosos. En su casa se respiraba la bohemia rockera de los 80. No había horarios para la televisión, no había padres a la vista, no había demasiadas negativas en general. Una vida notablemente distinta a la mía. Su casa quedaba del otro lado de la avenida Canning, a media cuadra de la plaza prohibida. Ningún padre cuidadoso hubiese dejado que su hijo se acercara a la plaza Costa Rica después de las seis de la tarde. Se decía que en la placita paraban barras de chicos más grandes y traficaban droga.
Hoy creo que se juntaban a fumar porro y nada más, pero todavía en el 85 todo lo que olía a clandestino causaba terror.
Mi amistad con Abril fue creciendo. Después se sumó Mariela y formamos el trío. Con ellas empezó mi adolescencia. Juntas coreamos Así es el calor de Los Abuelos de la Nada mientras mirábamos a Agustín jugar a la pelota y adaptábamos versos de la canción para referirnos a él. Juntas conocimos el nombre del aroma dulzón que traspasaba las rejas de la escuela. Juntas frecuentamos la plaza Costa Rica. Juntas nos probamos la ropa de la mamá de Abril, que a ella le quedaba pintada porque su cuerpo de once años era igual al de una mujer de treinta.
Con Roxana nos distanciamos sin pelea ni reproche.
Mientras yo andaba pegoteada a Abril y Mariela, ella se hizo amiga de dos chicas de séptimo. No tengo la menor idea de cómo se conectaron. Pudo haber sido en los ensayos del coro que todas compartíamos, o en el kiosco que estaba enfrente de la escuela. Lo importante es que empezaron a andar juntas.
Me cuesta creer que haya sido obra de la casualidad. Presiento que ella lo planeó todo de antemano, desde la primera charla.
Roxana no hizo nuevas amigas. Roxana reclutó dos sumotoris. Dos ballenas de Península Valdez. Una: alta, tez andina, cara de luna. La otra: petisa y de rasgos delicados. Las dos, igual de gordas. Cuando Roxana caminaba escoltada por ellas, parecía una feta de jamón en un sánguche de pebete.
Las hostilidades empezaron, si no recuerdo mal, con la persecución a la salida de la escuela. Nuestra casa estaba a seis cuadras y con mi hermana recorríamos un trayecto en forma de ele. A la ida, caminábamos tres cuadras por Julián Álvarez hasta El Salvador, doblábamos a la derecha y seguíamos otras tres cuadras hasta Medrano. A la vuelta, repetíamos el itinerario o doblábamos antes, en Lavalleja, para variar. Cuando las ballenas empezaron a seguirnos, no había forma de perderlas de vista. Aunque cambiáramos el recorrido, siempre nos encontraban. No sé cuántas veces imaginé a Roxana dándoles instrucciones a sus gordas, entrenándolas en el arte de la guerra, aunque lo más probable es que la idea haya surgido de ellas y que Roxana sólo se haya limitado a aprobarla con una de esas sonrisas que descubrían sus paletas de conejo. Cuando éramos mejores amigas admiraba sus dientes, y el hecho de que el labio superior le quedara levemente entreabierto me parecía sexy.
Decía que las ballenas empezaron a seguirnos. Caminaban detrás, a pocos metros de nosotras. Generalmente simulaban hablar entre ellas, lo hacían fuerte y aprovechaban para burlarse de algo que yo llevaba puesto o de mi forma de caminar o de cualquier otra cosa que las inspirara. Pero las persecuciones más violentas eran cuando se acercaban a rayarme con birome la espalda del guardapolvo o a pincharme con la punta de un paraguas.
–Seguí, Pau, no las mires, no las mires –le decía a mi hermana que era testigo mudo del acoso.
Cuando llegábamos a casa, yo corría hasta mi cuarto para borrar las marcas azules de la espalda y llorar a solas.
Ni Paula ni yo dijimos una palabra, así que sospecho que mis padres nunca se enteraron de lo que ellas hicieron ni de lo que yo hice después.
La ofensiva siguió en el salón de música, durante los ensayos del coro. Eso fue todavía más doloroso, porque ahí sí participaba Roxana, con risas y esa cara de “ya no me importás y además, sabés qué, pienso joderte hasta cansarme”. La cara monstruosa de quien te deja de querer.
No sé cuánto duró todo aquello, ¿una semana?, ¿tres?, ¿dos meses?, ¿seis? Suficiente como para provocar en mí el desgarro lento y, después, la convicción fría y marcial de la venganza.
Abril y Mariela se enteraron. Debe haber sido inmediatamente después del ataque sorpresa en el patio cubierto.
Fue en uno de los recreos. Yo estaba de espaldas y no la vi venir. La embestida fue rápida y sigilosa. Quizás Abril y Mariela, que sí la vieron acercarse, hicieron una mueca o un gesto con la mano que no llegué a captar. Recién me enteré de lo que pasaba cuando una fuerza descomunal me jaló de la cola del pelo y me hizo despegar los talones del mosaico. Jamás volví a sentir semejante ardor en el cuero cabelludo. Los ojos se me achinaron y no de risa, sino de cómo se me estiró la piel hacia las orejas. La ballena cara de luna me tenía literalmente en la palma de su mano mientras hacía alguna advertencia que no alcancé a oír.
Ese día, mirando mi imagen magullada en el espejo del baño, decidí hacer algo.
Pero sola no iba a poder, estaba claro.
Habían empezado los días pegajosos de octubre o noviembre y el kiosco quedó relegado por la heladería de Gascón y El Salvador. Allá íbamos todos después de la escuela.
Yo sería la carnada. Entraría a la heladería, me seguirían Abril y Mariela haciéndose las desentendidas, y detrás entrarían ellas. Suponía que no iban a perderse la oportunidad de molestarme en un lugar tan apretado como ese. Pediríamos nuestro helado, y apenas empezaran las chicanas...
Pasaron varios días, tal vez semanas. Todo en el medio es difuso. Noches con la mirada clavada en el techo, escalando las rayas de luz que se filtraban de la persiana, repasando cada detalle, ensayando las palabras justas, imaginando las respuestas. Iba a ser la primera pelea con alguien que no fuera mi hermana. En la planta alta, donde estaban los tres cuartos y el baño, había un distribuidor que usábamos de ring. Era bastante amplio. No tenía muebles, sólo una alfombra de vaca con manchas blancas y negras. Cuando nos dábamos cuenta de que las palabras ya no podían arreglar las cosas y de que, sí o sí, teníamos que ir al cuerpo a cuerpo, salíamos al distribuidor. Nos parábamos enfrentadas, flexionábamos levemente las rodillas, nos subíamos las mangas hasta los codos y empezábamos a medirnos. Cada una tenía su fuerte. Mi hermana mordía como un tiburón y me dejaba los brazos marcados de dientes. Yo, como en ese entonces era más alta que ella, podía inmovilizarla rodeándole el cuello o los hombros. Valía todo menos empujones. Las escaleras estaban cerca y un empujón podía terminar en esguince, fractura o algo peor.
Por más brava que fuera, la pelea tenía un límite. Y por más brava que fuera, tarde o temprano llegaba la reconciliación.
Con Roxana y las gordas no sería lo mismo.
De ellas, lo único que sabía era que me detestaban y que podían destrozarme sin piedad.
Empecé a rezar.
Mi rezo no era católico ni judío, mi rezo era mi último recurso. Jamás había presenciado una misa, jamás había asistido a catequesis, jamás había ido a
confesarme, y mis lecturas religiosas consistían en un libro de tapa dura, ilustrado para chicos, que relataba algunas historias del Antiguo Testamento.
Yo copiaba lo que había visto en las películas y las series de televisión. Me arrodillaba en el piso, apoyaba los codos sobre la cama, entrelazaba las manos debajo del mentón y elevaba la vista al techo. Le contaba a Dios mis problemas, le pedía que me ayudara a resolverlos y le prometía ciertas cosas a cambio. Si a la idiota de Laura Ingalls le cumplía, por qué a mí no.
La tarde de la emboscada salimos de la escuela a las cinco y cuarto, la hora de todos los días. Desabrochamos los botones del guardapolvo, nos arremangamos las calurosas mangas de grafa y empezamos a caminar. Le dije a mi hermana que me esperara afuera de la heladería. Paula me miró con sus ojos profundos y melancólicos, abrazó su mochila y se sentó en una silla de plástico debajo de la sombrilla Frigor.
Como habíamos calculado, las ballenas me vieron desde lejos y vinieron atraídas. Lo que no calculé es que Roxana estaría con ellas.
Entré sola y enseguida me alcanzaron Abril y Mariela. Nos acomodamos en escalera según la estatura, apoyamos los codos sobre el mostrador y alzamos la vista a la cartelera de gustos que colgaba de la pared.
El local era muy angosto y no entraban más de seis o siete personas a la vez. Cuando entraron ellas, ya no quedó lugar para nadie más. Sentimos el murmullo de sus voces en la espalda, como la fritura de un teléfono descompuesto. Luego sobrevino ese silencio último y crucial, cuando todavía no se sabe si la presa va a adivinar el mecanismo de la trampa.
El empleado nunca llegó a entregarnos los helados.
Usábamos la mochila colgada de un solo hombro y alguna de las gordas se colgó de la mía. Volvimos a sentir el murmullo en nuestras espaldas. Mi cuerpo se reclinó hacia atrás y rebotó nuevamente en el mostrador. Con los ojos humedecidos observé el listado de gustos, incliné el hombro y dejé que mi mochila se deslizara hacia el piso. Mis compañeras hicieron lo mismo.
Abril fue la primera en darse vuelta y, con su acento de concheta provinciana, pidió que dejaran de molestar. Pero más que un pedido fue una provocación. La ballena cara de luna contestó no sé qué guarangada que completó con una escupida en la solapa del guardapolvo. Abril la empujó con el filo de su cuerpo y ganó más por sorpresa que por fuerza. Cara de luna trastabilló y cayó encima del bebedero metálico, deformando el pico vertedor con su espalda. Su compañera retacona reaccionó y fue a zamarrear la cabeza de Mariela. Mariela también agarró los pelos de su contrincante, parecían dos monos despiojándose contra el mostrador.
El heladero se apretaba las mejillas con las manos y gemía un “chicas, chicas, por favor, acá dentro no, vayan afuera, vayan afuera...”.
Vi a cara de luna queriendo incorporarse y volver a la carga. Fui hacia ella con las palmas abiertas, apunté a sus tetas y la empujé nuevamente sobre el bebedero. Cuando giré, Roxana estaba trepada a la espalda de Abril que corcoveaba para quitársela de encima. Más se sacudía, más se aferraba la otra a su cuello de jirafa.
Un dolor intenso me retorció las tripas.
–¡Soltala!
Roxana dejó de moverse, alzó la cabeza y me miró. Nos miramos las dos. Por primera vez en muchos meses nos miramos de un modo distinto.
–Soltala… –repetí en una súplica.
Sin quitarme los ojos de encima, separó las manos del cuello y se deslizó por la espalda de Abril como por un tobogán. Cuando hizo pie, se bajó el guardapolvo, alisó su ropa y se acható con las manos el revoltijo de pelo. Un hilito de lágrimas le corrió por la mejilla izquierda.
Vino caminando hacia mí. Se paró a centímetros de mi cara y otro hilito de lágrimas le corrió por la mejilla contraria.
–Eras mi hermana –me dijo con voz estrangulada. Su boca quedó entreabierta como si le quedara algo más para decir. Pero eso fue todo.
Levantó sus carpetas desparramadas en el piso y se abrió paso en el tumulto de curiosos que tapaba la puerta. La siguieron sus gordas, tan despeinadas y machucadas como nosotras.
El heladero aprovechó para echarnos a la calle y cerrar con llave el negocio.
Abril, Mariela y yo salimos en fila a la vereda.
Paula seguía sentada en la silla de plástico, debajo de la sombrilla Frigor, con los brazos cruzados sobre la mochila.
Acaricié su hombro y me disculpé.
–Quiero ir a casa –dijo sin perdonarme.
–Sí, vamos.
Solas nos alejamos caminando por El Salvador.

(Argentina, 1973)

SACHERI, Eduardo: La casa abandonada

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La casa era tan vieja que la habían construido antes de trazar las calles, y antes de que Castelar se llamase Castelar. Decían que había sido el casco de una estancia o una quinta gigantesca. Lo cierto es que después, cuando lotearon todo, la casa quedó arrinconada contra la esquina de una manzana y no quedó lugar para la vereda. A duras penas, entre el cordón del asfalto y el seto de ligustro, se abría un sendero escuálido de medio metro de ancho. De todos modos, como cada cinco metros habían plantado un paraíso, no había manera de caminar por ahí sin hacerlo por la calle, como si la casa tomase, con cada transeúnte, una muda y digna venganza contra todos los horrores del progreso.
Sobre el porche se leía el año de construcción, en un bajorrelieve de yeso: “1912”. Siendo muy chico, cada vez que pasaba de ida o de vuelta, hacia el almacén o el despacho de pan, me detenía a mirar esos números grabados. Me parecía imposible que existiera algo tan viejo. Yo sabía que el mundo era un sitio mucho más antiguo. Pero lo sabía a través de los libros o de lo que decían las maestras. Esa casa era la cosa más vieja que yo había visto, o eso creía. En realidad, Abuelita Nelly había nacido en 1907 y era cinco años más vieja que esa casa. Pero como mi abuela no tenía la fecha escrita en ningún lado me resultaba improbable datarla tan lejos en el tiempo. Además, mi abuela sonreía a menudo, cocinaba riquísimo y cuando venía de visita desde Flores me traía chocolates, y todo eso le otorgaba un aire irrenunciable de juventud y lozanía.
La casa no. En ella vivían dos mujeres solas, madre e hija, pero nadie las veía nunca. La madre —decían— era una anciana que no salía jamás a la calle. La hija era maestra, pero nunca la vi. La casa parecía dormir. Por entre los ligustros se veían de vez en cuando los postigos en las enormes ventanas laterales, o la ropa tendida en una soga, al fondo del jardín.
En primavera de 1978, y mientras gastábamos la tarde con los chicos en la vereda de mi casa, vimos un inusual movimiento en la esquina. Gente que entraba y salía. Algunos hombres de traje, que fumaban junto al portón. En el barrio las noticias viajaban rápido. Era un velorio. Decían que el de la vieja, aunque alguno sostenía, en disidencia, que la que había muerto era la hija. Dijeron además que la velaban ahí, en la propia casa, en la sala principal que daba al frente, a ese porche que tenía el 1912 grabado en el dintel. Algunos fueron a cerciorarse. Volvieron asegurando que era cierto. Que habían puesto el ataúd en el living, nomás entrando. Me dijeron de ir, pero me hice el tonto, porque sabía demasiado bien de qué se trataba todo aquello.
Con los más rezagados nos acercamos nomás al atardecer, cuando se hizo la hora del entierro. Estacionaron como cinco Ford Fairlane, azul metalizado, sobre la calle Guido Spano. Volví a pensar que era una locura que usaran esos autos tan lindos para algo tan feo como llevar a alguien muerto al cementerio. El auto largo, el que se usa para transportar ataúdes, atravesó el portón hacia la casa, y estacionó sobre las baldosas amarillas y marrones de la explanada, justo delante de la puerta. Desde el ligustro vimos cómo algunos hombres cargaban el ataúd, una mujer lloraba, y todos salían en caravana mientras se escondía el sol.

Olvidamos la casa por un tiempo, hasta que nos llamó la atención lo altos que estaban los yuyos. Alguno reparó en que los postigos no habían vuelto a abrirse. Y cuando metimos la cabeza por entre el ligustro para espiar, vimos los techos altísimos, las ventanas idénticas y estrechas, pero nada más. Algunos decían que la casa estaba abandonada. Otros decían que la hija todavía vivía en la casa, pero no estaba casi nunca. Otros decían que era la vieja la que seguía con vida, y que aguardaba en la sala a oscuras, esperando al primer incauto que se atreviese a entrar, para matarlo del susto.
Unas semanas después ocurrió lo del perro. Lo vi por primera vez un mediodía, mientras volvía caminando de la escuela. Era un caniche negro, que yacía de costado justo en la esquina, entre los pastos, a un lado del portón. Casi no podía moverse, y tenía las fauces abiertas y cubiertas de espuma. Fue el único animal que vi morir de rabia. Claro que en mi casa no dije nada. Esperé la hora de la siesta y salí a buscar a los demás. Salvo los que iban al turno tarde, vinieron todos. Ninguno quería perderse al perro moribundo. Hicimos un círculo alrededor del animal, que apenas se movía. Su abdomen subía y bajaba, cada tanto, cuando respiraba. Esperábamos verlo morir, pero no había sadismo alguno en lo que hacíamos. No éramos responsables de aquello. Nosotros no lo habíamos contagiado. No le habíamos hecho daño. Era una fatalidad que nos excedía, y que nos despertaba una recóndita y tácita piedad. Pero el asunto era entre el perro y su propia muerte. Supongo que si nuestras madres hubieran sabido que pasábamos la tarde sentados en el suelo, formando una rueda sobre la vereda, alrededor de un perro negro que estaba muriéndose de rabia, nos habrían sacado de ahí entre aullidos de pánico. Pero no estaban. Recién nos levantamos y nos fuimos cuando estuvimos seguros de que el animal había dejado de respirar.
En los días que siguieron volvimos varias veces para ver, fascinados, la manera en que iba corrompiéndose el cadáver del caniche. Debe haber sido en invierno, porque pasaron varios días antes de que nos molestase de veras el olor. De todos modos, ninguno propuso dejar de ir, porque nos atrapaba ese espectáculo macabro y porque ninguno quería pasar por blando delante de los otros. Por fin los vecinos se percataron de lo sucedido, corrió la voz, y nuestras madres nos prohibieron acercarnos a esa esquina, y no nos quedó otra que mentirles que obedeceríamos. Como resultaron infructuosos los llamados que los vecinos colindantes hicieron al municipio para que retiraran los despojos, uno de ellos se armó de coraje, de un bidón de kerosene y de unos listones de madera, armó una pira y le prendió fuego. Después siguió arrojando desperdicios sobre las brasas hasta que no quedaron rastros del animal ni de su desgracia.
Lo del perro nos llevó a sumar uno más uno y concluir que la casa estaba abandonada. Nadie en su sano juicio hubiera podido aguantar el olor emponzoñado que se apropió durante todos esos días de la esquina. Los yuyos, que en el parque habían crecido hasta la altura de nuestras caderas, o las hojas de los árboles que se pudrían sobre la explanada, nos dieron la misma impresión.
No fueron los chicos de mi barra, sino otros más grandes, los primeros que se atrevieron a entrar. Forzaron la puerta de alambre que se abría en el ligustro, sobre el jardín del fondo, y se metieron adentro.  Esa tarde hablaron de habitaciones vacías y malolientes, y de una sala donde persistía el hálito de la muerta. Naturalmente, nos corrió un frío por la espalda. Y naturalmente, nos juramentamos entrar. Nadie confesó que tuviera nada miedo, pero nos aseguramos de elegir un mediodía soleado, y de caminar bien cerca unos de otros, para alejar a cualquier espectro que hubiese quedado vagando por las habitaciones vacías.
Pasamos el portón de alambre, medio vencido por los empellones de los pibes más grandes que nos habían precedido, y avanzamos por entre los yuyos humedeciéndonos las pantorrillas. Entramos a la casa por atrás, porque los grandes habían forzado esa entrada y no la principal, que se veía desde la calle. Un pasillo atravesaba la casa de punta a punta, y a los lados se abrían todas las habitaciones. Lo primero que me llamó la atención fueron los techos. Eran altísimos. De tanto en tanto, los oscurecían tupidas telarañas, o enormes manchones de humedad, que bajaban por las paredes hasta el suelo. Vimos la pileta de la cocina partida en dos. Y una bañera, a la que le faltaba una pata, escorada contra una de las paredes del baño. Aunque entonces no lo entendimos del todo, nos llamó la atención la edad de ese abandono. Había empezado mucho antes de que muriera una de las mujeres, y de que la otra se fuera de la casa. Como si el caserón hubiera muerto antes, mucho tiempo antes, y hubiera ido corrompiéndose como le había ocurrido al perro. Aquí y allá quedaban algunos muebles. Una cama desvencijada, una cómoda rota, una silla con el asiento desfondado. Cargaban con el desamparo y la soledad que quedan en los objetos que nadie ha querido llevar.
—Ahí los sillones con gente conversando. Ahí los tipos parados, que fumaban y hablaban en voz baja.
Nos quedamos lo suficiente como para que nadie pudiera acusarnos de miedosos, pero hicimos más rápido el trayecto de vuelta que el de ida, porque ahora teníamos la luz del sol llamándonos desde la puerta del fondo, y a nuestras espaldas se cernía esa sala oscura y húmeda en la que todavía se palpaban las ceremonias de la muerte.
Pero cuando ganamos el jardín enmalezado no nos fuimos. Rodeamos la casa hasta el frente, hundidos hasta la cintura en el yuyal y arriesgándonos a que alguien nos viese desde el portón de entrada. Esteban se plantó delante de una de las ventanas altas. Como todas las otras, tenía los postigos cerrados. Se agachó para recoger una baldosa floja, desprendida de su sitio por la presión de las raíces de los árboles. La sopesó en la mano derecha. La levantó y la arrojó contra los postigos. Saltaron algunos pedazos de madera podrida. Esteban levantó de nuevo la baldosa y volvió a tirarla, casi sobre el mismo sitio. Quedó un boquete un poco más grande que su mano. Forcejeó hasta que hizo saltar la traba y consiguió abrir los postigos, o lo que quedaba de ellos. Levantó la piedra por tercera vez. El ruido a vidrios rotos me erizó la piel. Alguno le dijo a Esteban que la cortara, que iban a retarnos. Pero lo hizo por cumplir, no porque de verdad quisiera detenerlo.
Enseguida Sergio empezó a imitarlo. Damián también. A los pocos minutos eran varios que se agachaban para aflojar baldosas. Las tablas de madera de los postigos saltaban de su sitio casi sin ruido. Soltaban un rumor apagado, como quien golpea un felpudo mojado, de tan podridas que estaban. Yo fui de los últimos, porque hacía poco que andaba callejeando con mis amigos, y todavía me costaba un arduo trabajo interior caer en la tentación, portarme mal y disfrutarlo.
Pero cuando me decidí, me entregué al festín de piedras con alma y vida. Encaré una de las ventanas que seguían intactas y me aboqué a su destrucción con la energía de un converso. Cuando logré abrir la persiana, rompí con primorosa aplicación los diez paños cuadrados de vidrio repartido. No sé en qué pensaban los demás, por detrás de sus gritos y risas. Yo no tenía tiempo. Ni de gritar ni de reír. Necesita destrozar todos los vidrios. Y detrás de los vidrios, todos los ataúdes, las coronas y las mortajas.
Salimos disparados como liebres cuando escuchamos los primeros gritos de la vecina, aunque los yuyos enormes nos dificultaban la marcha y, de vez en cuando, nos hacían caer. Mientras me encaramaba en el portón de alambre, que ya casi yacía en el piso a fuerza de empujones sucesivos, me di vuelta para ver otra vez la casa. Ya no le tenía miedo, y creo que los demás tampoco.
Ojalá a la muerte siempre se la pudiese hacer recular así. A pura fuerza de pedradas.

(Bs. As., Argentina, 1967)


de "Los dueños del mundo" (2012)





GALEANO, EDUARDO: Subsuelos de la noche

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Porque esta mujer no se callaba nunca, porque siempre se quejaba, porque para ella no había estupidez que no fuera un problema, porque estaba harto de trabajar como un burro de carga y encima aguantar a esta pesada y a toda su parentela, porque en la cama tenía que rogar como un mendigo, porque anduvo con otro y se hacía la santa, porque ella le dolía como nunca nadie le había dolido y porque sin ella no podía vivir pero con ella tampoco, él se vio obligado a retorcerle el cogote, como si fuera gallina.
Porque este hombre no escuchaba nunca, porque nunca le hacía caso, porque para él no había un problema que no fuera una estupidez, porque estaba harta de trabajar como una mula y encima aguantar a este matón y a toda su parentela, porque en la cama tenía que obedecer como una puta, porque anduvo con otra y se lo contaba a todo el mundo, porque él le dolía como nunca nadie le había dolido y porque sin él no podía vivir pero con él tampoco, ella no tuvo más remedio que empujarlo desde un décimo piso, como si fuera bulto.
Al fin de esa noche, desayunaron juntos. Igual que todos los días, la radio transmitía música y noticias. Ninguna noticia les llamó la atención. Los informativos no se ocupan de los sueños.

(Uruguay, 1940/2015)


CLÉRICI, LUCÍA: La Juana

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El almuerzo, Pablo Picasso (1881-1973)


—Juana, planchame la solera rosada, dejámela sobre la cama, ¡ah! fijate si las sandalias blancas están limpias, preparame el baño y avisame cuando esté listo.
—¡Juana!, ¿dónde metiste los jeans que no los encuentro? Che, lavame esta camisa, la quiero para la tarde…
—Juana, tome la lista para las compras. Fíjese en la balanza, ¿eh?, que no le den fruta tan madura, y no tarde que la preciso.
Los niños, la señora y falta el señor todavía…
Juana lava, plancha, limpia, hace los mandados y casi siempre cocina… ¡Juana traeme, Juana llevá, Juana andá a comprar!
Por un momento Juana cierra los ojos y recuerda su pueblito cordobés. ¿Qué estará haciendo la abuela? Seguro sentada en su silla petisa tomando unos amargos y vigilando el chancho y las gallinitas…
—Che, ¿estás dormida?
Su recuerdo es sacudido bruscamente y vuelve a la realidad, ¡ah! ¡las compras, la solera de la niña!
A las 12.30 todo está listo y la mesa puesta. Tiene que ser así, el señor de la casa ha dispuesto esa disciplina.
Sobre el mantel a cuadros juguetea la fina mano de María Florencia con unas miguitas, Gonzalo mira a su padre como interesado en la conversación mientras sus pensamientos viajan y su mente organiza la tarde: el club, las chicas, la moto, la discoteca… La señora parece atraída por la conversación de su marido, pero en realidad repasa mentalmente las obligaciones para la tarde: peluquería, gimnasia en lo de Mariela, visita a la tía Rosaura que está enferma…
—…y con el poder de la mente se logra realizar todo, hasta lo que parece imposible. Con la concentración mental se han podido trasladar objetos y hasta personas. Comenta el libro el caso de una mujer que tanto deseaba ver a su hijo radicado lejos, que concentró su fuerza mental y, sin dejar el lugar que vivía, llegó a estar con el hijo unas horas. Podría ser un caso de desdoblamiento. Les aseguro que el libro es fascinante.
Los dulces y húmedos ojos de Juana se agrandan, queda paralizada, ni siquiera siente el calor de la fuente que lleva a la mesa…
—¿Y a vos qué te pasa?, ¿qué hacés allí parada?, traé la fuente.
Es la señora, claro, ella ni imagina que las palabras de su marido han tocado como un rayo a Juana. La pobre Juana no entiende bien lo que su patrón comenta, pero de pronto se ve en su pueblito cordobés corriendo, saltando entre las piedras del río, con una rama en la mano, mandando las gallinitas para el rancho.
Juana lava los platos del almuerzo cuando la niña entra a la cocina para hacerle un encargo.
—Niña, ¿qué es eso de la fuerza mental que decía el señor?
—¡No me vas a decir que a vos te interesan esas cosas!
—Es para saber, niña. Eso de la madre que fue a ver al hijo… ¿Se puede pensando mucho, irse así?
María Florencia entiende enseguida los deseos de Juana y en complicidad con su hermano Gonzalo, a modo de travesura, informan a Juana ampliamente, en forma novelesca, sobre los poderes de la mente.
Por fin concluye el día, los grandes y dulces ojos de Juana parecen más chicos por el cansancio, las manos más hinchadas por tanta tarea; pero su corazón brinca, una sonrisa entreabre sus carnosos labios. Cuidadosamente cierra la puerta de su piecita y coloca la silla junto a la ventana.
A una cuadra de la casa queda Avda. Belgrano por donde pasan las tan criticadas vías del ferrocarril que “cortan” la ciudad; a Juana no le importa ese detalle y ama aquellas vías y los trenes que pasan por ellas. Cada noche, tirada sobre la cama, cuando la pitada de algún tren anunciaba su paso, Juana se dejaba llevar por su imaginación a su querido pueblito y así, con la estruendosa música de las ruedas girando sobre el acero, quedaba dormida. Pero ahora no quiere dormirse. Sentada junto a la ventana espera el paso de un tren, aspira el aire fresco de la noche y piensa, piensa… en la abuela, en el rancho, en las gallinitas… Desea tenerlos a todo a su lado. Su imaginación cabalga junto a las ruedas.
7.30. Suena el despertador y la familia se apresta para un nuevo día. Luego del baño, el señor se dirige al comedor a desayunar.
¡Nada está preparado! Ni en la cocina Juana canturreando como todas las mañanas. Protestas del marido, ceño fruncido y gran fastidio de la señora. El día ha empezado mal. Molesta, va a despertar “a esa chinita que se ha quedado dormida”.
Al abrir la puerta de la piecita de Juana, asombro, horror, desconcierto, todo se mezcla. Allí, junto a la ventana, sentada en la silla, con una dulcísima sonrisa y dormida, está la Juana; a su lado, en la silla petisa, con el mate en las manos, dormitando, la abuela; a sus pies un gordo chancho de rojo pelaje entreabre los ojos y dibuja un gesto de fastidio por aquella intromisión; saltando y picoteando por doquier, gallinas y pollitos…
Un fresco perfume a peperina lo invade todo y se deja oír el susurro del agua de un arroyo saltando, corriendo sobre las piedras.

Lucía Clérici

Lucía Clerici nació en Rosario (Santa Fe) y estudió arte escénico y dibujo artístico en Mendoza. Utilizó de joven el seudónimo Mónica Mores y se hizo popular como locutora radial y de televisión. Como escritora fue distinguida por textos de los diversos géneros que ha explorado: poesías para canciones, cuentos breves y cuentos infantiles. El cuento “La Juana” fue tomado del libro “Las provincias y su literatura. Mendoza” (Ed. Colihue, Bs. As., 1991)

FLORIANI, Juan A.: Hipermercado

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Fue un error ir. Pero Laura insistió y no pude negarme. Estos nuevos negocios parecen estimular el espíritu práctico femenino. Quiero comparar los precios, me dijo. Aseguran que son muchos más baratos. Por fin, un sábado, saqué el automóvil y la llevé. Mientras duró la construcción del enorme edificio no pasé por el lugar.
Mezclados entre la concurrencia agolpada en los accesos ingresamos al vasto recinto, aséptico y luminoso. Laura comenzó a recorrer las góndolas, se acercó a los mostradores, revisando la mercadería, intercambiando opiniones con varias mujeres. Yo la seguía, sintiendo cómo mi corazón se estrechaba, dolorido y nostálgico. En una fracción del terreno que ocupa el hipermercado se irguió la casa construida de a poco por mi padre. Mientras avanzo, me detengo tras Laura, atiendo distraído sus observaciones, siento en mis huesos el impacto de los muros derribados, de los techos desplomándose de tristeza y vacío. Al fondo, donde ahora las verduras y las frutas pulcramente acomodadas estallan de colores, estaba el patio con el olivo y el limonero. Bajo su sombra ausente veo otra vez a papá, tranquilo y preciso, fabricando sus bloques ahuecados que luego irían buscando altura en las paredes airosas.
Veo, sobre todo, las manos nudosas, curtidas, sabias en su simplicidad, usando con delicadeza el molde, midiendo exactos los materiales.
Mi mujer me toma de un brazo.
—Atendeme, viejo —dice molesta—. ¿Qué te pasa? ¿Te gusta esta conserva?
—Perdoname —me apresuro a contestar—. Sí, por supuesto, comprala, es mi favorita.
De pronto, junto a una muchacha con pantalones ajustados que observa atentamente un escaparate lleno de cassettes musicales, descubro a mi madre. Viste un pantalón celeste y yergue con su gracia habitual la cabeza ennoblecida por los cabellos entrecanos. Me mira como ofreciéndome algo, dulce la expresión. Aparto la mirada.
Trastabillo.
—Pero vos estás mal —habla de nuevo Laura—. Andá al bar y tomate un café. Cuando termine te busco.
—Estoy bien —afirmé—. Aunque tenés razón. Tomaré un café.
Ella sigue. Yo recorro un largo pasillo flanqueado por innumerables botellas claras y oscuras reposando acostadas en sus nichos de madera. Dos niños gritones me embisten.
Apartándome, los veo seguir corriendo como una ráfaga de impetuosa inocencia. La señora bajita que los sigue, afanosa, pide disculpas:
—Perdone, señor. ¡Estos chicos!
—No es nada —amaino mi fastidio.
Bordeo el sector de los pescados. Surgiendo del hielo escamoso, los cuerpos chatos y penetrantes ofrecen la plenitud de su abundancia. Siguen los mariscos de extrañas formas. En ese lugar estuvo mi pieza. Allí se ordenaron los libros que abrieron mi juventud.
—La merluza está cara —señala un hombre calvo.
—Es de calidad superior —intenta explicar la vendedora.
El pelado hace un gesto y se va sin comprar. Yo siento entre mis palmas la tibieza de algún volumen querido.
Experimento cansancio. El tiempo se apoya sin piedad sobre mis hombros. Me detengo indeciso. Estoy lejos del bar. Una pareja va acomodando con prolijidad las latas en un carrito. Ejecutan la tarea mediante movimientos pausados y rítmicos. Reinicio mi deambular rodeado por narices inquietas, por pies tratando de orientarse en la diversidad.
Un amigo me enfrenta.
—¿Cómo te va, Barti? —truena su vozarrón—. ¿Vos también orando en el templo del consumo?
Sonrío sin ganas.
—Es difícil evitarlo, supongo.
Me invita a acompañarlo hasta un gran muro blanco. En él se exponen cuadros de un plástico local.
—Ya no tiene remedio: decadencia completa —sentencia, feroz—. Tendría que abandonar los pinceles. El arte, agradecido.
—No es para tanto —intento contemporizar—. Hay peores.
Deseo que se aleje lo más pronto posible. Parece advertir mi estado de ánimo y se despide, estrepitoso.
Los agentes de seguridad circulan pausados y atentos, aferrados a sus intercomunicadores. Atravieso el sector de los quesos, donde estos muestran su sabrosa espesura.
En el ángulo está el lugar de los cosméticos y perfumes. No quería llegar a él. Sin embargo, de alguna manera arribé. En ese espacio estuvo el dormitorio de mis padres. Una mañana lluviosa, sombra apenas, ahí murió mi papá entre mis brazos. Se quebró, casi sin advertirlo, el leve jadeo que, despacio, muy despacio, iba levantando el pecho hundido. Entonces lo recliné con cuidado, apoyé su cabeza en la almohada, le cerré los ojos, y después, solo de toda soledad, me aproximé a la ventana, apoyé la frente contra el vidrio frío de la ventana y lloré mi infancia entera.
Una joven de minifalda roja, fija la sonrisa en el rostro agraciado, me ofrece probar una esencia. La aparto con innecesaria brusquedad.
Indiferente ante su mirada atónita, huyo a los tropezones.
Enceguecido, ocupo desmañado una mesa en el bar. Permanezco un momento inmóvil, respirando anheloso. Después, ya más tranquilo, solicito un café y bebo con avidez el líquido caliente, fuerte y fragante.
Portando dos grandes bolsos llega mi esposa. Los deja en una silla, desplomándose en otra.
—¡Qué sofocones! —comenta con acento satisfecho—. Pero conseguí buenas ofertas.
—Mejor así.
Parlotea un momento.
—Bueno, bueno —digo—. ¿Te pido algo?
Duda.
—No —decide—. Mejor volvamos a casa.
Me observa mientras se levanta.
—Seguís pálido.
Llamo al mozo. Luego de pagar le ayudo a recoger las compras.
—Ya te dije que estoy bien. Vamos.
Nos dirigimos a una de las puertas.
—Es la comida —afirma—. Comés demasiado.
No respondo. Salimos al atardecer.
—Harás dieta —asegura Laura—. No sabés contenerte. Mirá la cara que tenés.
—Conforme. Preparame platos livianos.
Y buscamos el automóvil.


Juan A. Floriani nació en 1924 en Río Cuarto, Córdoba. Predominantemente poeta y cuentista, su obra es nutrida y abarca todos los géneros. Algunas de sus obras: Hojas de poesía; la novela Los esperanzados (1956); y libros de cuentos como Cuentos de sangre y aurora (1952), La invasión (196), El tiempo y la aventura (1974) y De fervores y ausencias (1980). También escribió obras de teatro y sus textos forman parte de innumerables antologías. El cuento Hipermercado fue tomado de Trapalanda. Narrativa del imperio del sur cordobés (Ediciones Desde la Gente, IMFC, Buenos Aires, 1998).


ACTIS, Beatriz: El vengador

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El Viejo vivía en el Alto Verde, solo como un fantasma en el extremo más alejado y más deshabitado de la isla.
Algunos dicen que estaba solo porque la mujer y los hijos se habían ahogado cuando la inundación les llevó el rancho, y otros cuentan algo parecido que también tiene que ver con el castigo del agua: la familia cruzaba en un bote desde el Alto Verde hacia el puerto de Santa Fe cuando la correntada les volteó la pequeña embarcación y los remolinos del río se los tragaron para siempre.
El río a veces se pone bravo, feroz, sobre todo cuando la crecida lo hace arrastrarse con fuerza y con maña, y hasta los camalotes pasan y parece que van volando sobre el agua. Pueden verse desde la orilla y son unos manchones verdes que viajan velozmente en el medio del río y muchas veces llevan serpientes y alimañas, y hasta una vez —los curas franciscanos lo juran— se apareció un tigre que venía desde el norte, desde el monte chaqueño, parado sobre un camalote se acercó a la costa, el tigre saltó a tierra firme, llegó al convento de San Francisco y se escondió entre los altares.
La huella de su zarpazo está todavía marcada en una de las barandas de madera, cualquiera puede verla: la huella del tigre que llegó con la inundación hasta el puerto de Santa Fe viajando kilómetros y kilómetros por el río en medio del camalotal.
Por eso parece que el Viejo se había quedado solo, porque la mujer y a descendencia se le habían ahogado en el río poblado de camalotes, y por eso parece que —debido a la tristeza— de a poco se había ido alejando de la gente, y si ya antes de la tragedia era un hombre solitario y de pocas palabras, después de la tragedia se volvió más hosco todavía y se dio a la bebida.
Hay quien comenta además que se volvió cruel en la caza —que al principio solo había practicado para sobrevivir— y después quedaría demostrado que esa crueldad sería pagada con su vida.

* * *

Cuando el Viejo volvía de cazar carpinchos o cuando muy de vez en cuando se llegaba hasta el pueblo para cambiar los cueros por yerba y por azúcar en el boliche, se oía resonar en medio de la brisa el galope de un caballo zaino.
Se escuchaba el trote del zaino entre las ramas y los yuyos altos de los senderitos salvajes de la isla, y al Viejo azotando con el látigo el camino y el caballo, como si estuviera castigando al paisaje, como si creyera que la naturaleza había tenido la culpa de su destino.
Una noche, cuando volvía del boliche acicateando al zaino con su fusta violenta —y el zaino era una ráfaga de furia en medio del monte, las crines brillando con la luna— el Viejo debe haberse mareado, debe haberse acordado con insoportable dolor de su familia muerta, debe haberse abandonado al olvido y al vértigo de la borrachera.
Cruzaron jinete y caballo con rapidez vengadora debajo de un grupo espeso de ceibos, timbóes y sauces llorones, y la rama baja de uno de los árboles, gruesa como un tronco, le arrancó la cabeza de un solo golpe.
La cabeza del Viejo quedó penando entre las raíces añosas del árbol, que se asomaban sobre la tierra, y la cabeza parecía una piedra al costado del camino, un nido de hornero derrumbado, un gran fruto maduro caído y perdido para siempre.
Algunos dicen que fue el castigo del Gran Carpincho Blanco que protege a su especie en las islas invadidas por los cazadores furtivos, y que vuelca su venganza sobre los que cazan en demasía o fuera de época o que lo hacen salvajemente y matan a las crías.
Pero el Gran Carpincho Blanco nunca podrá ser cazado, también dicen, y si alguien llega a herirlo, solo encontrará en el lugar un reguero de sangre, nunca su cuerpo, y a los cazadores que sigan el rastro de sangre lo harán perderse en los esteros más alejados. Los esteros de los que nunca se vuelve.
Cuando a la madrugada un vecino encontró al zaino andando sin rumbo por lugares cercanos a la costa, sudoroso todavía, las riendas colgando al costado del cuerpo, supuso lo peor y salió a buscarlo al Viejo. Encontró su cuerpo decapitado al lado del montecito tupido, pero la cabeza no estaba. ¿Se la habría llevado el Carpincho hacia el lado oscuro de los esteros? ¿Se la habrían devorado las hormigas coloradas, los rapaces o las aves nocturnas?
Lo enterraron al lado del rancho —que ahora es tapera—, le clavaron sobre la tierra removida del sepulcro una cruz construida con ramas de sauce, y se acordaron para siempre del misterio del jinete sin cabeza, contando su historia a los hijos, y estos a los suyos, y estos, también a sus hijos.
Se dice que durante largos días y despiadadas noches pudo verse al zaino deambulando perdido en los alrededores de la tumba, y que después de un tiempo —de algún modo misterioso y fugaz— su presencia se esfumó como si se lo hubiese llevado el viento o si se lo hubiera tragado la tierra.

* * *

A veces, en el Alto Verde se escucha en el medio de la noche un chasquido seco que no es pájaro ni corriente del río ni viento ni ruido de cristiano.
Se sabe entonces que es el Viejo que pasa galopando, que zumba con el caballo y que azota otra vez, eternamente, su cabeza contra la rama baja, y que la rama desgarra una vez más, y para siempre, la cabeza de arriba de sus hombros.
Se sabe que es el Viejo sobre el zaino, convertido en ánima en pena, que vuelve a buscar la cabeza que no tiene; que es el Viejo que no duerme tranquilo porque el Carpincho se ha vengado aun más allá de la muerte, robando su cabeza y llevándola al estero del que no se vuelve.
Se sabe en el Alto Verde, y se sabrá hasta el fin de los días, que es el Viejo que quiere encontrar la cabeza para descansar en la costa —el cuerpo completo, el alma sin heridas— cerca de las tumbas en sombra de su mujer y sus hijos que se ahogaron en el río.

(Argentina, 1961)

MASLÍAH, Leo: La bolsa de basura

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Rodríguez iba saliendo de su casa para ir a trabajar, pero volvió para buscar una bolsa plástica llena de basura, que tenía preparada desde la víspera para una ocasión así, es decir, una ocasión en la que él, camino hacia alguna parte, tuviera que pasar por donde estaba el tacho de basura que se alimentaba de las bolsas de basura producidas y envasadas en cada uno de los apartamentos del edificio.
El plan era sencillo y Rodríguez se iba acercando al tacho de basura sin pensar demasiado en nada relacionado con eso, pensando sí más bien en otras cosas relacionadas con otras cosas.
Pero cuando se encontraba a menos de siete metros del tacho, Rodríguez detectó la proximidad de un agente perturbador, un elemento desestabilizador de la posible calma que acompañaba el automático, necesario, lógico, humano, social, comprensible, perfectamente justificado, habitual, cívico, acto de tirar la basura. Era un individuo que, arrodillado junto al tacho, extraía de allí restos de alimentos, los cuales clasificaba y separaba en distintas bolsas que traía consigo, según el contenido proteínico, el tenor graso o el nivel de adición vitamínica que tuvieran; pero el individuo no daba la impresión de ayudarse, en la detección de las gradaciones específicas alcanzadas por cada uno de estos parámetros, con ningún tipo de instrumental técnico, excepción hecha de una protuberancia que él llevaba incorporada al rostro y que le servía para medir con precisión asombrosa el índice de putrefacción operante en cada residuo alimentario, ya que entre dos mitades de cáscara de naranja aparentemente iguales, el individuo descartaba una y se quedaba con la otra, y no era, como se dice vulgarmente, porque estuviere en condiciones de tirar manteca al techo. En efecto, su nivel de ingresos no parecía ser muy alto, a juzgar por unas pequeñas roturas visibles en un costado de su toga de arpillera.
Rodríguez empezó a vacilar. Luego siguió haciéndolo.
No sabía si ignorar al individuo y depositar la bolsa en el interior del tacho, o ignorar al individuo para dejar la bolsa a unos metros de él, o tomar otras actitudes cuya descripción se verá momentáneamente demorada por el análisis de aquellas otras ya mencionadas.
La primera de estas, es decir, de aquellas, a saber: ignorar al individuo y tirar la bolsa en el tacho, era casi imposible de llevar a la práctica, porque la posición de la cabeza y las manos del perturbacionista era tal que obligaba a Rodríguez, en caso de decidirse a tirar la bolsa en el tacho, a decir “con permiso”. Esta opción implicaba no ignorar al individuo y considerar el acto de depositar la bolsa como una entrega, era como decirle “tomá”, y eso requería reconocer previamente en el objeto alguna cualidad capaz de valorizarlo como obsequio.
Dejar la bolsa a una distancia prudencial del tacho implicaba también, quisiéralo o no Rodríguez, reconocer el origen humano de la perturbación, y localizarlo en la persona del espécimen que revisaba la basura, ya que, de haberse tratado de un perro o una rata, Rodríguez no habría tenido inconvenientes en tirar la bolsa en el tacho dejando por cuenta del animal la tarea de defenderse del impacto, y siendo en este caso dicho impacto únicamente de tipo físico, y no también emocional, social o como quisiera llamarse a las connotaciones extrafísicas que puede haber en la actitud de regalarle a alguien una bolsa con basura. La única forma de dejar la bolsa a pocos metros del tacho y al mismo tiempo ignorar efectivamente la presencia del foco problematizador era concretar una súbita mudanza al edificio de al lado, cuyo tacho de basura estaba en ese momento libre de incursiones extractivas (aunque no por mucho tiempo, ya que en cuatro o cinco tachos más adelante y con próximo asiento en los tachos sucesivamente más cercanos había otro qué sé yo). Esa mudanza súbita solo podía producirse si llegaban a confluir allí en ese momento una serie de factores, como el que Rodríguez no fuera miope y pudiera ver en la pizarra del quiosco de enfrente si su número de lotería había salido favorecido. Dándose una solución afirmativa a esto, Rodríguez, en la euforia del triunfo, habría podido cruzar a cobrar portando un tácito perdón por la distracción consistente en no desprenderse todavía de la bolsa de basura. Al volver a su vereda, con el dinero en una mano y la bolsa en la otra, debía pasar el propietario de alguno de los apartamentos vacíos del edificio vecino al suyo, y Rodríguez podría entonces decirle “tome este dinero, le compro el apartamento; supongo que ahora puedo hacer uso del tacho de basura correspondiente a ese edificio”. Pero la miopía de Rodríguez invalidaba todo esto aun cuando su número de lotería hubiese resultado premiado y el dueño del apartamento vecino vacío estuviese llegando desde la otra cuadra.
No era posible entonces ignorar la presencia del individuo, había que tenerla en cuenta. Desde este punto de vista, dejar la bolsa en el tacho era una descortesía, estando como estaba Rodríguez en conocimiento de que el otro iba a tomarla y revisarla de todas maneras. Pero dársela en las manos no dejaba de constituir para él una ofensa, atendiendo al contenido repugnante de la bolsa. En cuanto a si para el otro ese acto podía resultar ofensivo o no, era algo difícil de prever. Más allá de sus intenciones de apropiarse la bolsa, el individuo podía contar con una dosis de orgullo que superara con creces en intensidad a la que se necesitaba para realizar el esfuerzo de levantar una bolsa no muy pesada que alguien le deja a uno al lado, o el de desatar un nudo más o menos provisorio que alguien hizo en la boca de una bolsa de nailon. Otra posibilidad era dejarla en el tacho, pero abierta, dando a entender que no se ignoraban las intenciones del sujeto en cuanto a revisar la bolsa. Pero todos estos pensamientos pasaron con mucha rapidez por la mente de Rodríguez. Vencido por la ambigüedad contenida en el acto de darle a alguien algo que es una porquería, siendo que este alguien tiene de todas formas mucho interés en recibirla, Rodríguez empezó a pensar en otro tipo de salidas.
Pensó, por ejemplo, en darle al individuo, no la bolsa de basura, sino una limosna. Sin embargo el análisis de esta posibilidad le reveló que esto no habría de librarlo del dilema de qué hacer con la bolsa. Sea cual fuere la magnitud de la limosna, era evidente que nunca bastaría para consolidar en el otro una posición económica suficientemente holgada como para abandonar el hábito de hurgar en los tachos de basura. Entonces el individuo aceptaría quizá la limosna, pero metería inmediatamente después las manos en la bolsa. En cuanto a decirle “tome, le doy esto con la condición de que no revise la bolsa”, no parecía esto contener mayor cantidad de urbanidad que dejar la bolsa ahí nomás y retirarse del lugar sin decir ni siquiera “bolsa va”.
Rodríguez empezó a retroceder. Mientras lo hacía siguió examinando otras posibles maneras de deshacerse de la bolsa sin entrar en actitudes que hirieran sus principios.
Consideró el no dejar la bolsa en el tacho, sino solo su contenido, vaciándolo en las manos del individuo. También consideró el dejar la bolsa cerrada y decirle “mire, le dejo esto, y sé que lo va a abrir; no me gusta la idea pero sé que es lo único que usted puede hacer para vivir; yo quisiera ayudarlo, pero no puedo por razones salariales, etc.”. Luego pensó en vaciar la bolsa en el tacho del edificio vecino, pero volver luego y tirar la bolsa vacía en el otro tacho, mostrando su necesidad de evitar entregarle basura al otro, pero mostrando al mismo tiempo también que no era su intención hacerle un desaire ni fingir que no lo había visto ni que lo había visto pero que no quería roces con él.
Ninguna de estas opciones satisfizo a Rodríguez. Siguió retorciendo hasta entrar de nuevo en el edificio. Subió las escaleras también retrocediendo, y sacando la llave de su apartamento consiguió, luego de unos minutos de esfuerzo, abrir la cerradura permaneciendo él de espaldas a la puerta. Así entró al apartamento, y siguió retrocediendo hasta que se topó con la ventana, que estaba abierta. Supo detenerse en ese momento, y permaneció allí quieto como un muñeco a cuerda detenido en su marcha por algún obstáculo, siempre de espaldas a la ventana, con la bolsa de basura en la mano. Y así pasó un rato, hasta que de pronto Rodríguez oyó que desde abajo el tipo le gritaba “che, loco, aunque sea tirámela por la ventana”.

(Uruguay, 1954)


BENEDETTI, Mario: Embarazoso panegírico de la muerte

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La periodista me preguntó
si yo creía en el más allá
y le dije que no
entonces me preguntó
si eso no me angustiaba
y le dije que sí
pero también es cierto
que a veces la vida
provoca más angustias
que la muerte
porque las vejaciones
o simplemente los caprichos
nos van colocando en compartimientos
estancos
nos separan los odios
las discriminaciones
las cuentas bancarias
el color de la piel
la afirmación o el rechazo
de dios

en cambio la muerte
no hace distingos
nos mete a todos en el mismo saco
ricos y pobres
súbditos y reyes
miserables y poderosos
indios y caras pálidas
ibéricos y sudacas
feligreses y agnósticos

reconozcamos que la muerte hace siempre
una justa distribución de la nada
sin plusvalías ni ofertas ni demandas
igualitaria y ecuánime
atiende a cada gusanito
según sus necesidades

neutra y equitativa
acoge con igual disposición y celo
a los cadáveres suntuosos de extrema derecha
que a los interfectos de extrema necesidad

la muerte es ecléctica pluralista social
distributiva insobornable

y lo seguirá siendo
a menos que a alguien
se le ocurra
privatizarla

(Uruguay, 1920/2009)


CASCIARI, Hernán: Messi es un perro

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La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia catalana. Pero si me preguntan en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del mejor fútbol de la historia.
Quiero decir: si mi esposa y mi hija decidieran irse a vivir a Argentina ahora mismo, yo me divorciaría y me quedaría acá por lo menos hasta la final de la Champions. Y es que nunca se vio algo parecido adentro de una cancha de fútbol, en ninguna época, y es muy posible que no ocurra más.
Es verdad, estoy escribiendo en caliente. Redacto esto la misma semana en que Messi hizo tres para Argentina, cinco para el Barça en Champions y dos para el Barça en Liga. Diez goles en tres partidos de tres competiciones diferentes.
La prensa catalana no habla de otra cosa. Durante un rato, la crisis económica no es el tema de inicio en los noticieros. Internet explota. Y en medio de todo esto a mí me acaba de pasar por la cabeza una teoría extraña, muy difícil de explicar. Justamente por eso intentaré escribirla, a ver si termino de darle vuelo.
Todo empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles de Messi en Youtube, lo hago con culpa porque estoy en mitad del cierre de la revista número seis. No debería estar haciendo esto.
De casualidad hago clic en una compilación de fragmentos que no había visto antes. Pienso que es un video más de miles, pero enseguida veo que no. No son goles de Messi, ni sus mejores jugadas, ni sus asistencias. Es un compilado extraño: el video muestra cientos de imágenes —de dos a tres segundos cada una— en las que Messi recibe faltas muy fuertes y no se cae. No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre directo ni el penal. En cada fotograma, él sigue con los ojos en la pelota mientras encuentra equilibrio. Hace esfuerzos inhumanos para que aquello que le hicieron no sea falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario. Son muchísimos pedacitos de patadas feroces, de obstrucciones, de pisotones y trampas, de zancadillas y agarrones traicioneros; nunca las había visto a todas juntas. Él va con la pelota y recibe un guadañazo en la tibia, pero sigue. Le pegan en los talones: trastabilla y sigue. Lo agarran de la camiseta: se revuelve, zafa, y sigue.
Me quedé, de repente, atónito, porque algo me resultaba familiar en esas imágenes. Puse cada fragmento en cámara lenta y entendí que los ojos de Messi están siempre concentrados en la pelota, pero no en el fútbol ni en el contexto.
El fútbol actual tiene una reglamentación muy clara por la que, muchas veces, caer al suelo es asegurar un penal, o conseguir que se amoneste al zaguero contrario es propicio para futuros contragolpes. En estos fragmentos, Messi parece no entender nada sobre el fútbol ni sobre la oportunidad.
Se lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea la pelota dentro del arco contrario, no le importa el deporte ni el resultado ni la legislación. Hay que mirarle bien los ojos para comprender esto: los pone estrábicos, como si le costara leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo pierde de vista ni aunque lo apuñalen.
¿Dónde había visto yo esa mirada antes? ¿En quién? Me resultaba conocido ese gesto de introspección desmedida. Dejé el video en pausa. Hice zoom en sus ojos. Y entonces lo recordé: eran los ojos de Totín cuando perdía la razón por la esponja.
Yo tenía un perro en la infancia que se llamaba Totín. Nada lo conmovía. No era un perro inteligente. Entraban ladrones y él los miraba llevarse el televisor. Sonaba el timbre y no parecía oírlo. Yo vomitaba y él no venía a lamer.
Sin embargo, cuando alguien (mi madre, mi hermana, yo mismo) agarraba una esponja —una determinada esponja amarilla de lavar los platos— Totín enloquecía. Quería esa esponja más que nada en el mundo, moría por llevarse ese rectángulo amarillo a la cucha. Yo se la mostraba en mi mano derecha y él la enfocaba. Yo la movía de un lado a otro y él nunca dejaba de mirarla. No podía dejar de mirarla.
No importaba a qué velocidad moviera yo la esponja: el cogote de Totín se trasladaba idéntico por el aire. Sus ojos se volvían japoneses, atentos, intelectuales. Como los ojos de Messi, que dejan de ser los de un preadolescente atolondrado y, por una fracción de segundo, se convierten en la mirada escrutadora de Sherlock Holmes.
Descubrí esta tarde, mirando ese video, que Messi es un perro. O un hombre perro. Esa es mi teoría, lamento que hayan llegado hasta acá con mejores expectativas. Messi es el primer perro que juega al fútbol.
Tiene mucho sentido que no comprenda las reglas. Los perros no fingen zancadillas cuando ven venir un Citroën, no se quejan con el árbitro cuando se les escapa un gato por la medianera, no buscan que le saquen doble amarilla al sodero. En los inicios del fútbol los humanos también eran así. Iban detrás de la pelota y nada más: no existían las tarjetas de colores, ni la posición adelantada, ni la suspensión después de cinco amarillas, ni los goles de visitante valían doble. Antes se jugaba como juegan Messi y Totín. Después el fútbol se volvió muy raro.
Ahora mismo, en este tiempo, a todo el mundo parece interesarle más la burocracia del deporte, sus leyes. Después de un partido importante, se habla una semana entera de legislación.
¿Se hizo amonestar Juan exprofeso para saltarse el siguiente partido y jugar el clásico? ¿Fingió realmente Pedro la falta dentro del área? ¿Dejarán jugar a Pancho acogiéndose a la cláusula 208 que indica que Ernesto está jugando el Sub-17? ¿El técnico local mandó a regar demasiado el césped para que los visitantes patinen y se rompan el cráneo? ¿Desaparecieron los recogepelotas cuando el partido se puso dos a uno, y volvieron a aparecer cuando se puso dos a dos? ¿Apelará el club la doble amarilla de Paco en el Tribunal Deportivo? ¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que perdió Ricardo por protestar la sanción que recibió Ignacio a causa de la pérdida de tiempo de Luis al hacer el lateral?
No señor. Los perros no escuchan la radio, no leen la prensa deportiva, no entienden si un partido es amistoso e intrascendente o una final de copa. Los perros quieren llevarse siempre la esponja a la cucha, aunque estén muertos de sueño o los estén matando las garrapatas.
Messi es un perro. Bate records de otras épocas porque solo hasta los años cincuenta jugaron al fútbol los hombres perro. Después la FIFA nos invitó a todos a hablar de leyes y de artículos, y nos olvidamos que lo importante era la esponja.
Y entonces un día aparece un chico enfermo. Como en su día un mono enfermo se mantuvo erguido y empezó la historia del hombre. Esta vez ha sido un chico rosarino con capacidades diferentes. Inhabilitado para decir dos frases seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo lo relacionado con la picaresca humana. Pero con un talento asombroso para mantener en su poder algo redondo e inflado y llevarlo hasta un tejido de red al final de una llanura verde.
Si lo dejaran, no haría otra cosa. Llevar esa esfera blanca a los tres palos todo el tiempo, como Sísifo. Una y otra vez. Guardiola dijo, después de los cinco goles en un solo partido:
—El día que él quiera hará seis.
No fue un elogio, fue la expresión objetiva del síntoma. Lionel Messi es un enfermo. Es una enfermedad rara que me emociona, porque yo amaba a Totín y ahora él es el último hombre perro. Y es por constatar en detalle esa enfermedad, por verla evolucionar cada sábado, que sigo en Barcelona aunque prefiera vivir en otra parte.
Cada vez que subo las escaleras internas del Camp Nou y de pronto veo el fulgor del pasto iluminado, en ese momento que siempre nos recuerda a la infancia, digo lo mismo para mis adentros: hay que tener mucha suerte, Jorge, para que te guste mucho un deporte y te toque ser contemporáneo de su mejor versión, y, trascartón, que la cancha te quede tan cerca.
Disfruto esta doble fortuna. La atesoro, tengo nostalgia del presente cada vez que juega Messi. Soy hincha fanático de este lugar en el mundo y de este tiempo histórico. Porque, me parece a mí, en el Juicio Final estaremos todos los humanos que han sido y seremos, y se formará un corro para hablar de fútbol, y uno dirá: yo estudié en Amsterdam en el 73, otro dirá: yo era arquitecto en São Paulo en el 62, y otro: yo ya era adolescente en Nápoles en el 87, y mi padre dirá: yo viajé a Montevideo en el 67, y uno más atrás: yo escuché el silencio del Maracaná en el 50.
Todos contarán sus batallas con orgullo hasta altas horas. Y cuando ya no quede nadie por hablar, me pondré de pie y diré despacio: yo vivía en Barcelona en los tiempos del hombre perro. Y no volará una mosca. Se hará silencio. Todos los demás bajarán la cabeza. Y aparecerá Dios, vestido de Juicio Final, y señalándome dirá: tú, el gordito, estás salvado. Todos los demás, a las duchas.

Lunes 11 de Junio, 2012


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