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Channel: LEER PORQUE SÍ
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SALZANO, Daniel: Pibes

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Los ves caminar por la gran ciudad con las manguitas cortas, el pelo duro y una mirada que solo responde a los estímulos del miedo. Atraviesan la puerta del café como sombras de sí mismos y, a lo sumo, te tocan el hombro o te ponen la mano abierta a la altura de la cara. La subinfancia cordobesa ha cambiado de sistema. Ya no vende aspirinas ni ofrece estampitas.
Tampoco saca a pasear la receta de la hermana internada en el San Roque. La subinfancia ya no habla. No protesta. No agradece. Su única preocupación evidente es que el mozo no les ponga la mano encima. Y es que hay veces que los mozos llaman a la policía. Y es que hay veces que los mozos los echan a patadas.
También los ves por las esquinas, deambulando. Algunos todavía llevan chupete. Mano de obra barata, inocente, manejable. Los menos inspirados luchan entre sí por abrir y cerrar las puertas de los taxis. Los más afortunados terminan reclutados por las mafias que manejan el kiosco de las esquinas, el parabrisas y el detergente. Córdoba no tiene mucho respeto por sus niños.
Los ves a medianoche, por Chacabuco, buscando algún lugar para ver la tele que hay en los bares. Cualquier lugar les viene bien. Tumbados en mitad de la vereda, subidos a un árbol, sentados sobre el techo de una chata. Ni se portan bien ni se portan mal. No meten ruido. No dicen nada. Ven a Tom y Jerry y no se ríen. Ven a Fito Páez y no cantan. Ven los goles del domingo y no se alegran. A veces les das un puñado de monedas y lo reciben como quien recibe un puñado de viento. Todo forma parte de un mismo endurecimiento, de una misma rutina deshumanizada.
Un día cualquiera se levantan hombres.
Y nunca más volvemos a verlos.

(Córdoba, Argentina, 1941/2014)



CALLE 13: Latinoamérica

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Soy lo que dejaron,
soy toda la sobra de lo que se robaron.
Un pueblo escondido en la cima.
Mi piel es de cuero
por eso aguanta cualquier clima.
Soy una fábrica de humo,
mano de obra campesina para tu consumo.
Frente de frío en el medio del verano,
el amor en los tiempos del cólera, mi hermano.
El sol que nace y el día que muere
con los mejores atardeceres.
Soy el desarrollo en carne viva,
un discurso político sin saliva.
Las caras más bonitas que he conocido,
soy la fotografía de un desaparecido.
La sangre dentro de tus venas,
soy un pedazo de tierra que vale la pena.
Soy una canasta con frijoles.
Soy Maradona contra Inglaterra
anotándote dos goles.
Soy lo que sostiene mi bandera,
la espina dorsal del planeta es mi cordillera.
Soy lo que me enseñó mi padre,
el que no quiere a su patria no quiere a su madre.
Soy América Latina,
un pueblo sin piernas pero que camina.

Tú no puedes comprar al viento.
Tú no puedes comprar al sol.
Tú no puedes comprar la lluvia.
Tú no puedes comprar el calor.
Tú no puedes comprar las nubes.
Tú no puedes comprar los colores.
Tú no puedes comprar mi alegría.
Tú no puedes comprar mis dolores.

Tengo los lagos, tengo los ríos.
Tengo mis dientes pa` cuando me sonrío.
La nieve que maquilla mis montañas.
Tengo el sol que me seca y la lluvia que me baña.
Un desierto embriagado con peyote.
Un trago de pulque para cantar con los coyotes.
Todo lo que necesito…
Tengo a mis pulmones respirando azul clarito.
La altura que sofoca.
Soy las muelas de mi boca mascando coca.
El otoño con sus hojas desmayadas.
Los versos escritos bajo la noche estrellada.
Una viña repleta de uvas.
Un cañaveral bajo el sol en Cuba.
Soy el mar Caribe que vigila las casitas,
haciendo rituales de agua bendita.
El viento que peina mi cabello.
Soy todos los santos que cuelgan de mi cuello.
El jugo de mi lucha no es artificial,
porque el abono de mi tierra es natural.

Tú no puedes comprar al viento.
Tú no puedes comprar al sol.
Tú no puedes comprar la lluvia.
Tú no puedes comprar el calor.
Tú no puedes comprar las nubes.
Tú no puedes comprar los colores.
Tú no puedes comprar mi alegría.
Tú no puedes comprar mis dolores.

Não se pode comprar o vento.
Não se pode comprar o sol.
Não se pode comprar a chuva.
Não se pode comprar o calor.
Não se pode comprar as nuvens.
Não se pode comprar as cores.
Não se pode comprar minha alegría.
Não se pode comprar minhas dores.

Tú no puedes comprar al sol.
Tú no puedes comprar la lluvia.
(Vamos dibujando el camino,
vamos caminando)
No puedes comprar mi vida.
Mi tierra no se vende.

Trabajo en bruto pero con orgullo,
Aquí se comparte: lo mío es tuyo.
Este pueblo no se ahoga con marullos,
Y si se derrumba yo lo reconstruyo.
Tampoco pestañeo cuando te miro,
Para que te acuerdes de mi apellido.
La Operación Cóndor invadiendo mi nido,
¡perdono pero nunca olvido!

(Vamos caminando)
Aquí se respira lucha.
(Vamos caminando)
Yo canto porque se escucha.

Aquí estamos de pie
¡Que viva Latinoamérica!


OCAMPO, Silvina: El retrato mal hecho

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A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.
Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.
La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.
La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.
Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: "Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro" o bien: "Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto", o bien: "punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado". Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: "Las hojas se hacen con seda color de aceituna" o bien: "los enrejados son de color de rosa y azules", o bien: "la flor grande es de color encarnado", o bien: "las venas y los tallos color albaricoque".
Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: "Las venas y los tallos color albaricoque". Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: "Lo he matado".
Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.
La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.
Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: "Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín".

(Argentina, 1903/1993)


BENEDETTI, Mario: Todavía

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No lo creo todavía 
estás llegando a mi lado 
y la noche es un puñado 
de estrellas y de alegría 

palpo gusto escucho y veo 
tu rostro tu paso largo 
tus manos y sin embargo 
todavía no lo creo 

tu regreso tiene tanto 
que ver contigo y conmigo 
que por cábala lo digo 
y por las dudas lo canto 

nadie nunca te reemplaza 
y las cosas más triviales 
se vuelven fundamentales 
porque estás llegando a casa 

sin embargo todavía 
dudo de esta buena suerte 
porque el cielo de tenerte 
me parece fantasía 

pero venís y es seguro 
y venís con tu mirada 
y por eso tu llegada 
hace mágico el futuro 

y aunque no siempre he entendido 
mis culpas y mis fracasos 
en cambio sé que en tus brazos 
el mundo tiene sentido 

y si beso la osadía 
y el misterio de tus labios 
no habrá dudas ni resabios 
te querré más 
todavía. 

(Uruguay, 1920/2009)




ONETTI, Juan Carlos: El cerdito

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La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.
Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.
Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, porque había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones. 
Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.
Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.
Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
—Dale otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó por separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

(Uruguay, 1909-1994)


LEÓN, Rafael de: Pena y alegría del amor

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Mira cómo se me pone
la piel cuando te recuerdo.
Por la garganta me sube
un río de sangre fresco,
de la herida que atraviesa,
de parte a parte mi cuerpo.
Tengo clavos en las manos
y cuchillos en los dedos,
y en la sien, una corona
hecha de alfileres negros.
Mira cómo se me pone
la piel cuando recuerdo
que soy un hombre casado...
¡y sin embargo, te quiero!

Entre tu casa y mi casa
hay un muro de silencio,
de ortigas y de amapolas,
de cal de arenas y viento,
de madreselvas oscuras
y de vidrios en acecho.
Un muro para que nunca
lo pueda saltar el pueblo,
que anda rondando la llave
que guarda nuestro secreto.
Y yo bien sé que me quieres,
y tú sabes que te quiero,
y lo sabemos los dos,
y nadie puede saberlo...
¡Ay, pena, penita, pena
de nuestro amor en silencio!

¡Ay, qué alegría, alegría
quererte como te quiero!

Cuando por la noche a solas,
me quedo con tu recuerdo,
derribaría la pared
que separa nuestro sueño.
Rompería con mis manos
de tu cancela los hierros
con tal de verme a tu lado,
tormento de mis tormentos,
y te estaría besando
hasta quitarte el aliento.
Y luego... ¡qué se me da
quedarme en tus brazos,
muerto!...

¡Ay, qué alegría y qué pena
quererte como te quiero!

Nuestro amor es agonía,
lucha, angustia, llanto, miedo,
muerte, pena, sangre, vida,
luna, rosa, sol y viento.
Es morirse a cada paso
y seguir viviendo, luego,
con una espada de punta
siempre prendida del techo.
Salgo de mi casa al campo
solo con tu pensamiento,
para acariciar a solas
la tela de aquel pañuelo
que se te cayó un domingo
cuando venías del templo,
y que no te he dicho nunca,
mi vida, que yo lo tengo;
y lo aprieto entre mis manos
lo mismo que un limón nuevo,
y miro tus iniciales,
y las repito en silencio
para que ni el campo sepa
lo que yo te estoy queriendo...

Ayer, en la Plaza Nueva,
—mi vida, no vuelva a hacerlo—
te vi besar a mi hijo,
a mi hijo, el más pequeño,
y cómo lo besarías,
¡ay, Virgen de los Remedios!
que fue la primera vez
que tú me diste un beso.
Llegué a mi casa corriendo
alcé mi niño del suelo
y, sin que nadie me viera,
como un ladrón en acecho,
en su cara de amapola
mordió mi boca tu beso.

¡Ay, qué alegría y qué pena
quererte como te quiero!

Mira: pase lo que pase,
aunque se hunda el firmamento,
aunque la tierra se abra,
aunque lo sepa to' el pueblo
y ponga nuestra bandera
de amor a los cuatro vientos,
¡sígueme queriendo así,
tormento de mis tormentos!

¡Ay, qué alegría y qué pena
quererte como te quiero!

Sevilla, 1908 - Madrid, 1982





SACHERI, Eduardo: Carnavales

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A nosotros nos tocaron unos carnavales viejos y gastados que a duras penas se resistían a morir. Unos carnavales que poco y nada tenían que ver con los
de antaño, esos que los viejos del barrio describían como llenos de disfraces y de corsos, y que a nosotros nos sonaban un poco extraños y monstruosos,
de tan desconocidos. 
“Carnavales... eran los de antes”, decían, con un gesto despectivo, y nosotros en el fondo nos sentíamos responsables de vaya uno a saber qué culpa, como
si nos hubiesen encargado la custodia de algo, y ese algo lo hubiésemos perdido. 
Tal vez esa sucia y difusa sensación de culpa nos llevaba a preguntarles a nuestros mayores cómo habían sido esos dichosos carnavales, en un pueril intento
de entender y tal vez de reparar, lo que se había roto. Y los mayores recordaban y describían, con pelos y señales. Y aunque los ojos les brillaban a medida
que se internaban en los senderos de la evocación, de tanto en tanto les volvía a aparecer ese resentimiento, ese rencor, como si nos hiciesen responsables
a nosotros de no haber sido capaces de mantener sus gloriosas tradiciones. 
Nos enteramos así de que, antes de que naciéramos, en los barrios florecían auténticas guerras de agua de las que participaban los grandes y los chicos,
y que en los clubes se organizaban bailes epopéyicos, y que en el centro de cada pueblo se armaba un corso al que todos iban disfrazados a seguir la parranda. 
Un atardecer de febrero, Esteban me vino con la noticia de que su papá había decidido llevarlos a todos al corso de Haedo, y me invitaba a acompañarlos.
Me tomó desprevenido, porque yo no había ido nunca a un corso, porque me pareció imposible que hubiese uno tan cerca de mi barrio, y porque cuando Esteban
dijo “ a todos” entendí que ese todos incluía a su hermana Camila y, eventualmente, a mí. De modo que le dije que sí, aunque todavía me faltase pedir permiso
en casa. Antes de despedirnos, Esteban me hizo una advertencia: “Hay que ir disfrazado”. “¿Vos de qué vas a ir?”, le retruqué. “De cowboy”, aseguró. Intenté
pensar rápido, cosa que nunca me salía. “Yo voy a ir de soldado”, terminé por decir. Yo tenía un casco verde, al que le había pegado dos tiras de cinta
aisladora blanca para ascender a capitán, y disponía de un buen revólver de cebita. Quedamos en estar listos en media hora y nos despedimos. 
En mi casa no me hicieron problema con lo de darme permiso. Pero fue peor. Porque a mi madre y a mi hermana mi proyecto de disfraz de soldado les pareció
una paparruchada inadmisible. Un asco. Un desperdicio. 
A propósito de mí, pero al mismo tiempo más allá de mí, como si mi partida al corso fuera una simple excusa, empezaron a barajar alternativas. Sopesaron
y descartaron disfrazarme de árabe, de hormiga, de malevo y de pirata. Hasta que mi madre, alborozada, recordó que en algún rincón de la casa debía estar
guardado el disfraz de Príncipe Valiente que usara mi hermano mayor para una fiesta de fin de curso. Yo no conocía al personaje en cuestión, así que no
me quedó más remedio que seguir a las mujeres hasta el dormitorio y verlas zambullirse dentro del placard. Al rato me vi sepultado en un mar de cajas de
cartón, de perchas y de fundas para ropa, mientras el aire se llenaba de olor a naftalina. En mi familia primaba el criterio de que lo mejor era, en la
medida de lo posible, no tirar nunca nada a la basura, porque alguna vez podía resultarnos útil. Por eso no me sorprendió que al cabo de un rato emergiera,
de las profundidades de los últimos estantes, el dichoso disfraz de príncipe valiente. 
Bastó que lo encontraran para que, jubilosas, se dedicaran a ayudarme a probármelo. Despavorido, comprobé que el tal príncipe usaba, en lugar de pantalón, unas medias blancas de los pies a la cintura, que se ajustaban al cuerpo como la malla de un bailarín clásico. Y una camisa de color celeste brillante tan llena de volados que cortaba el aliento, y una corona de papel dorado tan coqueta como el resto del conjunto. Cuando me hicieron verme en el espejo, de cuerpo entero, casi grito del espanto. Me veía menos masculino que la Bella Durmiente. Supongo que habré esbozado una protesta, pero ellas estaban absolutamente convencidas de que estaba tan hermoso como los príncipes de los cuentos. 
Mientras me elegían un calzado acorde, me pregunté para mis adentros si a los príncipes de cuento se les notaría la anatomía masculina tanto como a mí,
con esas calzas, pero mantuve la boca cerrada porque en esa época la timidez me aconsejaba evitar todos los conflictos. Para colmo, el disfraz se lo habían
hecho a mi hermano cuando estaba en tercero o cuatro grado. Y encima yo, que estaba por entrar en séptimo, distaba mucho de ser menudo y flaco; de manera
que embutido en esa ropa me sentía una empanada con demasiado relleno y mal repulgada. 
Por suerte la bocina del auto del padre de Esteban sonó antes de que mi madre y mi hermana pudiesen ponerse de acuerdo sobre qué zapatos irían bien con
el conjunto, porque en el apuro de último momento tuvieron que conformarse con los mocasines del colegio, cuando al parecer las seducía mucho más –llegué
a escucharlas decirlo– encontrar algún zapato de mi hermana con un poco de taco. Ya era de noche, y al amparo de la oscuridad me acomodé como pude en el
amasijo de chicos que viajaba en el asiento trasero del Falcon. 

Grande fue mi estupor al notar que ninguno de los miembros de la familia iba disfrazado, excepto Esteban. Y eso de considerar que mi amigo sí lo estaba
es casi un gesto compasivo de mi parte: una simple pistola de plástico y una cartuchera con cinturón de cowboy tampoco son un disfraz como Dios manda. Pero los otros iban vestidos con ropa de todos los días. Traté de consolar mis vergüenzas suponiendo que más tarde, cuando llegásemos al corso, yo podría disimularme en la multitud de disfraces y enmascarados. 
Pero al bajar del auto el alma se me fue a los pies. El dichoso corso de Haedo eran unos cuantos curiosos que caminaban por las veredas de la avenida Rivadavia,
comiendo un choripán o un copo de azúcar. De tanto en tanto, alguna careta de cotillón o algún antifaz solitario. Y en medio de esa gente tan normal y tan correcta, yo con mis calzas blancas y ajustadas de príncipe valiente. ¿Nunca le pasó, lector, tener un sueño –o una pesadilla– en el que están en medio de un cine, con las luces encendidas, desnudos o en ropa interior? Bueno. A mí me pasó exactamente eso, pero despierto y en el medio de la calle Rivadavia, en pleno centro de Haedo. 
Nos compraron unos aerosoles de espuma que olían a jabón y ardían en los ojos. Tenía tanta bronca contra Esteban por haberme metido en ese embrollo, que
debo haberle vaciado buena parte del mío en plena cara. 
En algún momento desfiló una murga. Lo supimos con tiempo, porque la gente que nos rodeaba se hizo sitio junto a los cordones y los padres alzaron a las criaturas para que vieran mejor. Algo de todo eso me sonaba falso, y no eran solo mis calzas blancas y mi camisa brillante. Como si todas esas personas hubieran ido a buscar algo sabiendo que no estaba. Por eso esperaban con desesperación el paso de la murga. Como si mirar a alguien bailar o divertirse fuese un modo de subsanar el triste equívoco de haber ido. 
Pero la murga fue otro fiasco. Unos cuantos muchachos que saltaban, con galeras de colores y trajes brillantes, pero lucían cansados y poco convencidos. 
Fue una suerte que el padre de Esteban tuviese que madrugar al día siguiente, porque después del paso fugaz de aquella murga nos hizo pegar la vuelta a casa. Por lo menos, esa del regreso fue la mejor parte de la noche. Los azares del Falcon ubicaron a Camila a mi lado, contra una de las ventanillas. Y cuando el interior del auto se iluminaba, de trecho en trecho, con la luz de algún farol, nuestros ojos se cruzaban subrepticios. Para entonces mi disfraz era un guiñapo. La corona había perdido tres o cuatro de sus puntas, y la camisa estaba llena de manchas y mojaduras de espuma. Las calzas, eso sí, seguían
tan blancas y tan ajustadas como al principio. Pero, por costumbre o por resignación, había dejado de importarme. 
Al día siguiente me mandaron a comprar al kiosco de Esteban, y me atendió Camila. Como siempre, ni ella ni yo levantamos la vista del mostrador mientras me despachaba. Pero cuando me iba, y ya había abierto la puerta de chapa del local, escuché su voz atropellada. “Te quedaba lindo el disfraz de príncipe”. 
No supe qué decir. Saludé y me fui a mi casa. Yo sabía que ella había dicho una mentira. Que ese disfraz de príncipe era tan feo como el corso y tan defectuoso como esos carnavales moribundos. Pero igual fui feliz. Que una mujer nos mienta por amor es, a pesar de todo, un gesto inolvidable.

(Argentina, 1967)


VILARIÑO, Idea: Ya no

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Ricardo Carpani
.
Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
nunca sabrás quién fui
por qué me amaron otros.

No llegaré a saber
por qué ni cómo nunca
ni si era de verdad
lo que dijiste que era
ni quién fuiste
ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.

Ya no soy más que yo
para siempre y tú
ya
no serás para mí
más que tú.
Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.

No volveré a tocarte.
No te veré morir.
.
Idea Vilariño
(Uruguay, 1920)
.

Idea Vilariño, poeta, crítica de literatura, compositora de canciones, traductora, educadora: es difícil decir cuál de estas facetas de su trayectoria influyó en más personas. Nacida en Montevideo el 18 de agosto de 1920, antes de haber cumplido los treinta años era ya ampliamente conocida en el Río de la Plata por su talento en muchas de esas disciplinas. Durante la última mitad del siglo XX críticos y profesores de todo el mundo de habla hispana así como traductores de Austria, Brasil, Italia y Estados Unidos difundieron en abundancia su poesía.
Es un caso singular. Por su personalidad y convicciones, Idea Vilariño rechazó durante largo tiempo toda posibilidad de promocionar su nombre. Los editores la urgían a promover sus libros y ella se rehusaba. Más aun, mantuvo un silencio casi completo respecto a su obra, hasta el punto de negarse con regularidad a entrevistas de cualquier tipo. Sólo en 1997 aceptó contestar las preguntas planteadas por Rosario Peyrou y Pablo Rocca, en las que se basa el video "Idea", estrenado en mayo de 1998, y que ahora puede encontrarse en bibliotecas. Si bien Vilariño aceptó diversos premios e invitaciones tanto en su país como en el extranjero, nunca quiso comentar sus poemas ni escribir sobre su obra poética.
Pese a esa falta de promoción, la poesía de Idea atrae cada día más lectores. Más allá de los índices públicos que dan testimonio de su fama, en Montevideo puede advertirse por todas partes su inmensa popularidad: los artesanos copian sus versos en señaladores de libros, tapices y tarjetas que venden en mercados y negocios; referencias a sus poesías en grafitos...

FONTANARROSA, Roberto: El sordo

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El tipo apareció de improviso, ante la indiferencia general, por detrás de la columna. Se inclinó por sobre el hombro del Sordo, lo tocó en un brazo y le dijo: "Quiero hablar con vos". El sordo levantó la vista, lo miró con el ceño fruncido como si no lo conociera, pegó una hojeada sobre los otros componentes de la mesa y amagó una evasiva. 
-Vamos allá -dijo el otro, señalando las mesas del fondo. El Sordo se puso de pie, serio. Casi ninguno, ni Pochi, ni Roger, ni Gustavo, se habían percatado de la situación.
-Pagale al hombre, che -dijo en voz alta, Ricardo, el único que había caído en la cuenta.
-¿Siempre lo mismo, Sordo? -se anotó el Zorro, zumbón-. No lo cagués al muchacho.
Pero el tipo, muy serio, ya se alejaba hacia el fondo. Ahora sí, los demás hicieron un instante de silencio, prestándole una mínima atención al suceso.
-Parece que viene pesada la cosa -se rio el Zorro.
-¿Y no lo escuchaste al punto? -preguntó Ricardo-, "Quiero hablar con vos", le dijo. Nada de "¿Podría hablar un momentito con vos?" o "¿Tendrías un minuto para atenderme?". Nada. "Quiero hablar con vos" y a la lona.
-Será cana. 
-Es un novio que se levantó el Sordo en las vacaciones -dijo Pochi.
-Se habrá puesto celoso el quía -supuso el Zorro.
-Lo ve con tantos machos.
-¿Dónde "machos"? -se hizo el boludo, Guillermo. Y sin transición alguna volvieron al tema de las bailantas y de las tres negras que había traído el Flaco Campana del Brasil para bailar en los pueblos. "No le queda guita pero coge al costo", justificaba el Pochi.
El tipo se había sentado enfrente del Sordo y se quedó mirando hacia el lado del mostrador, los ojos entrecerrados, rebuscando algo con la lengua entre los dientes, tomada la mano que sostenía el pucho en el reborde de aluminio de la mesa. El Sordo pudo mirarlo un poco más. Sin ser muy alto, tenía cierta pinta de bestia. Algún pozo de viruela en la mejilla, sombra de barba, remera de marca desconocida abierta en sus tres botones. Prolijo, pese a todo. Por un momento bastante largo pareció que el tipo no iba a empezar a hablar nunca.
-Vos te encamaste con mi mujer -soltó de golpe mirándolo, ahora sí, al Sordo.
-¿Cómo? -el Sordo adelantó la cabeza con un sobresalto elástico del cuello, como un tero al caminar.
-Que vos te encamaste con mi mujer. 
-¿Con tu mujer?
El otro había adelantado el maxilar inferior dejando un orificio circular entre sus labios, por donde el humo del cigarrillo escapaba y le nublaba los ojos. No dijo nada más, y, por el casi imperceptible trepidar de la mesa, era notorio que oscilaba una pierna pivoteando sobre el pie flexionado como si cosiera a máquina.
-Esperá un cachito... Esperá un cachito... -se rascó una ceja el Sordo amagando una sonrisa forzada-. Yo a vos... ¿te conozco?
-Sí, me conocés...
-Porque, vos acá aparecés... -sobrevoló la información del Sordo- me venís a buscar a la mesa, me presionás para que venga a hablar con vos... Me hacés levantar de la mesa donde... 
-Sí me conocés...
-...yo estoy con mis amigos conversando lo más tranquilo y, de rompe y raja, me salís con esto de que... 
-No te hagas el turro que me conocés... 
El Sordo paró. Se quedó con la mano izquierda cerrada con la punta de los dedos hacia arriba, interrogante, junto al pecho.
-¿Que yo te conozco? ¿De dónde te conozco? A ver si nos volvimos todos locos. 
-Me conocés de la puerta de la escuela Mariano Moreno, de Paraguay al 1200... Vos vas a buscar a tu piba ahí. Y yo también. 
-¿Vos también?
-Sí, señor... Y a veces voy yo y a veces va mi jermu. Y vos a veces chamuyás con mi jermu ahí y otras veces... -el tipo inclinó la cabeza como si quisiera apoyar una oreja en el nerolite de la mesa en tanto golpeaba con el índice- chamuyás con ella acá, en este mismo boliche. 
-¿Acá?
-Sí señor -el tono del tipo tenía un atisbo de grosería y un siseo remarcado. 
-Y... ¿Quién es tu mujer? 
-No te hagás el boludo que vos sabés muy bien quién es mi mujer. 
-No, mi viejo... -se enojó el Sordo-. No sé quién es tu mujer y tampoco tengo la más puta idea de quién sos vos... Vos me venís con eso de que vas a buscar a tus pibes a la escuela Mariano Moreno y yo también voy de vez en cuando a buscar a mi piba a esa escuela; pero te puedo asegurar que no me acuerdo ni en pedo de vos ni de tu cara ni de un carajo... 
-No levantés la voz, no levantés la voz -pidió el otro, lo que en parte tranquilizó al Sordo. Al parecer, el inquisidor no buscaba un escándalo aunque su tono estaba más cerca de la amenaza que del paternalismo-. Y no te hagas el boludito -al decir "boludito" sacudió hacia ambos costados la cabeza acompañando cada sílaba-. No te hagas el boludito -repitió- porque la semana pasada yo fui con mi mujer a buscar los pibes al colegio y vos estabas ahí, y justo estabas al lado nuestro, y estuvimos hablando, así que no me vengas con que no sabés quién mierda es el que tenés sentado enfrente.
El Sordo se tiró hacia atrás en su silla, en parte como asombrado, en parte para alejarse de ese par de ojos que amartillaban el reproche demasiado cerca suyo. Unió las manos en una palmada y se mordió el labio inferior. 
-Esto es increíble -dijo como para sí-. Pero mirá las cosas que uno se tiene que bancar -observó hacia todos lados como buscando una explicación y, de paso, constató si los muchachos de la mesa seguían las alternativas del episodio y si llegado el momento, se hallaban dispuestos a entrar en acción en caso de que volara el primer tortazo.
-El que me la tendría que bancar soy yo -se señaló el pecho el otro-. Y no me la banco. Así que no me vengas con que no me conocés y tampoco conocés a mi mujer porque está muy claro que no es así. Y tampoco andés mirando para tu mesa porque ninguno de esos pelotudos va a venir a ayudarte. Esos son muy buenos para hablar al pedo pero a la hora de los bifes se borran todos. 
-Pero ¿Qué decís? ¡Pero escuchame! -quedó cortado el Sordo, enojado, no tanto por el análisis social que el intruso había esgrimido impunemente sobre sus amigos sino más bien porque aquel tipo se había dado cuenta de su mirada de auxilio hacia la base-. ¡Me pongo así para escucharte con el oído sano! ¿O por qué te pensás que me dicen el Sordo?
-Sí, señor... -siguió el otro-. Porque en este boliche son muy de pajearse en charlas intelectuales, son muy del franeleo pajero todos ustedes y de hacerse los nórdicos, los suecos, en la cuestión de las minas. Pero en donde yo me crié, toda esa histeria, no corre, mi querido. Allá estas cosas se resuelven sin tanto psicoanálisis, estas cosas se resuelven como se resuelven en el barrio. Y yo sabía, estaba seguro, que esto iba a pasar cuando mi mujer me dijo que venía a este boliche de mierda, lleno de trolos, de pichicateros y de pajeros.
-Pará un cacho... pará un cacho... -buscó aire el Sordo, sin saber muy bien cómo seguir. 
-Y por eso vos me vas a explicar bien explicado cómo fue todo este fato con mi mujer, con la hija de puta de mi mujer... 
-Pará un cacho... -continuó haciendo tiempo el Sordo-. Te digo una cosa... Te digo una cosa... Yo te estoy respondiendo, te estoy contestando por una elemental regla de cortesía. Por una... digamos... elemental norma de respeto -el otro lo miraba sin entender-. Pero la verdad es que no debería darte ni cinco de pelota, ni cinco de bola debería darte... Vos no sos mi viejo, ni sos cana, ni sos el fiscal de la Nación para venir a apurarme con este asunto de...
-¿Sabés quién soy yo? ¿Sabés quién soy yo? -el otro volvió a echar el torso sobre la mesa-. Yo soy el esposo de Marcela. El marido de Marcela. Ese soy yo. El esposo de la mina con la que vos te encamaste. O te encamás. Eso lo tengo que averiguar todavía... 
El Sordo lo miró un momentito.
-¿Quién es Marcela? ¿De qué Marcela me estás hablando? 
-Marcela Tessone... ¿La ubicás ahora? -podía decirse que una sonrisa cínica merodeaba la boca del tipo. 
-¿Tessone? Mirá... -el Sordo adoptó un tono condescendiente, como si tuviese que explicarle a un niño un tema muy distante de su capacidad de razonamiento-. Acá todo el mundo se conoce por el nombre o por el apodo. Yo, hay muchachos de la mesa esos que vos decís que son todos putos, que se borran todos, a los que conozco nada más que por el apodo, ¡y los conozco desde hace años! Pero que no tengo ni la más puta idea de cómo se llaman, del nombre, del apellido, de nada. Por eso vos me decís Tessone y yo te digo... que sí... que puede ser... que por ahí la... 
-La morocha, alta, medio narigona... Que vos le prestaste el libro de Soljenitsyn... 
El Sordo se quedó mirándolo. No había mayores posibilidades de evadir el tema. Y el tipo había pronunciado el nombre de Soljenitsyn bastante bien. 
-¿Un libro de Soljenitsyn? -caviló, sin embargo, frunciendo los labios-. Ah sí... 
-Para iniciarla en lo intelectual... -de nuevo la sorna.
-Sí... Ya sé cuál es... 
-Y la boluda se deslumbra con cualquier cosa. Hasta con un Patoruzito se deslumbra... 
-Marcela... 
Se quedaron un momento callados, observándose. Filoso el tipo. Más a la defensiva el Sordo. 
-¿Entonces? -sacudió el tipo. 
-Entonces... ¿Qué? 
El otro mantuvo la mirada fija.
-Y sí -admitió el Sordo sin arriar demasiado sus banderas-. A veces hablamos con tu mujer. Si es esa que vos decís, a veces hablamos. Acá, en el boliche. Cuando ella viene. Pero te digo que viene muy de vez en cuando. Pero nada más. Yo a ella casi no la conozco. La conozco a la amiga. 
-A la Patri. 
-A esa. A la Patricia. A ella la conozco más. 
-¿Así que la conocés a la amiga? -de nuevo la ironía-. La conocés a la amiga pero le prestás un libro a mi mujer.
-A tu mujer la conozco pero... oíme... la conozco como uno puede conocer a tanta gente en esta ciudad. Que la conocés de verla mil veces por la calle. Como... como vos me decías que yo te conocía a vos, de la puerta de la escuela. Pero eso no quiere decir que te conozco. Sí por ahí te veo y digo: "Qué cara conocida", pero nada más... Rosario es una ciudad chica... Y hablo con ella como puedo hablar con tanta gente que viene acá, somos todos amigos... 
-Sí... Amigos... Amigos... Son todos muy amigos... 
-Pero nada más...
El otro se pasó la mano por la cara como para modelarse de nuevo los pómulos.
-Mirá, mirá... -dijo-. No me vengas con versos, a mí ya no me caben los versos... 
-Pero... -arremetió el Sordo-. ¿Y de dónde salió eso de que yo me encamo con tu mujer? ¿Quién te dijo eso de que yo me encamé con tu mujer? ¿Quién te fue con esa pelotudez?
-Ella. Ella me lo dijo. 
El Sordo sintió el impacto. Se demudó. Miró hacia el techo, hacia la mampara de madera que separaba el salón del quiosquito que da a la calle Sarmiento. Vio a Pedro riéndose con una mina. A Cary y a Querol hablando con una pendejita rubia. El mundo seguía andando y él no podía creer todavía que estaba sentado allí, en el banquillo de los acusados, ante un inquisidor que manejaba más información de la tolerable. 
-¿Ella te dijo eso? ¿Marcela? 
-Sí señor. Marcela me lo dijo. 
El Sordo meneó la cabeza. 
-¿Ella te lo dijo? 
-Ella. 
-Mentira.
-Ah, claro... Aparte de cornudo, mentiroso... -se sonrió el tipo, inexplicablemente cordial. 
-¡No! Digo, mentiras de ella. Mentiras, bolazos. Te está macaneando...
-Ah... Me está macaneando... 
-¡Sí señor! Seguro, por supuesto. Te está macaneando. Está hablando al pedo. No puede decir esa barbaridad, esa pelotudez... 
-¿Y para qué me lo dice? ¿A ver?
-Qué se yo. Te querrá joder. Te querrá cagar la vida. Andá a saber. Vos sabés cómo son las mujeres. Las mujeres suelen ser muy hijas de puta, muy...
-Cuidado con lo que decís... 
-Bueno... -el Sordo ya no sabía de dónde podía venir el cachetazo, adónde podía pisar sin que estallase una mina-. Te lo digo en un sentido muy... 
-Tenés razón, tenés razón... -acordó el otro, sin embargo-. Mi mujer es una hija de puta, pero no es boluda. No es ninguna boluda. Y no va a venir a decirme una cosa así gratuitamente, para que yo la cague a trompadas. No me vino a decir que se le habían pasado los fideos o que se había olvidado un paraguas, querido. Me vino a decir que se había encamado con un tipo... 
-Sí... ¡Y justo me viene a elegir a mí! ¡A meterme en un quilombo a mí! 
-... y ella sabe que yo no soy un intelectual, mi viejo, ella sabe que yo la voy a cagar a trompadas, no se la va a llevar de arriba si me aparece con una cosa de esas... 
-Te querrá cagar la vida, viejo. Qué sé yo... Te sale con esas cosas porque te habrá dado la cana con alguna mina. Te conocerá alguna fulería y en esas cosas las mujeres son muy vengativas. Son capaces de inventar cualquier historia con tal de...
-¿Inventar cualquier historia? -embistió el otro-. ¿Inventar también el día en que se encamó con vos? ¿Y la hora? ¿Y el telo al que fueron? 
-¿El telo? ¿Te dijo el telo? Pero... 
-Además, querido... ¡Yo no soy de engañar a mi mujer, mi viejo! -el otro estiró una mano hacia adelante mostrando al Sordo la palma como si lo hubiesen herido en lo más profundo-. Yo podré tener mil quilombos con mi mujer, pero eso no hace que yo ande haciéndome el pelotudo con cualquier mina que se me cruce. Que ella sea una guacha no quiere decir que... 
-¿También te dio el nombre de un telo? ¡Dios querido! Pero qué imaginación que tiene esta mina... -el Sordo volvió a estallar sus manos en una palmada. 
-Nada de imaginación, mi viejo. Nada de imaginación -el tipo variaba el ángulo de sus ataques con una velocidad incontrolable-. No sigas haciéndote el boludo porque ella me lo dijo todo, me batió todo, me lo contó todo... 
El Sordo lo observó, algo desarmado. 
-...y ella será una guacha que podrá venir a joderme con muchas cosas, pero nunca con ese tema -siguió el tipo-. Y si me viene a contar una cosa así, es porque es cierto, es verdad. Eso que me dijo es cierto. 
Otro silencio. El Sordo resopló, enarcó las cejas poblando su frente de arrugas paralelas y horizontales. 
Luego se encogió de hombros.
-Y bueno... -suspiró- ¿Qué querés que te diga?... si ella te dijo eso... Si ella me manda al muere... 
-El jueves pasado. A las siete de la tarde. En el Gato Negro. Con video porno y todos los chiches... 
-Y dale, bueno... Agregale cama de agua también... Nunca hubiera imaginado que a Marcela se le podían ocurrir tantas cosas...
-Entonces, viejo... -pisó firme el otro- yo quiero que arreglemos este asunto. 
El Sordo lo miró, ceñudo, curioso. 
-Afuera -señaló el tipo con el mentón. 
-Pero... ¿Qué estás diciendo? 
-Lo que te digo. En donde se te ocurra. Los dos, vamos y...
-Pero... ¿de qué me hablás?
-Nos cagamos bien a trompadas. 
-¿A trompadas? -el Sordo lo miraba con una expresión de infinito asombro-. ¿Pero vos estás en pedo? 
-Sí señor. A trompadas. 
El Sordo se recostó, relajado, sobre el respaldo de su silla. 
-Yo no me cago a trompadas ni por mi vieja -aclaró. 
-No la metas a tu vieja en este asunto. 
-Yo a mi vieja la meto donde se me cantan las bolas. Ahora lo único que falta es que venga cualquiera a decirme lo que tengo que hacer con mi vieja.
-Lo que pasa es que acá -generalizó el otro- están muy acostumbrados a parlarla demasiado, querido. Acá, vos y todos estos pajeros están muy acostumbrados a charlarla lunga, de cualquier cosa. Resuelven el fato de la guita, de la política, de la Revolución, sin levantar el culo de la silla. Son revolucionarios de café ustedes. Idiotas útiles. Y vos te creés que conmigo va a ser lo mismo. Y que vas a poder explicarme cómo fue que te cogiste a la hija de puta de mi mujer en una charla, en una conferencia de prensa; que me vas a poder decir cómo que te la empomaste y yo te voy a decir: "¡Pero mire qué bien, qué cosa más interesante! ¿Qué diría Soljenitsyn a todo esto?". O algún otro de esos escritores culorrotos que ustedes se pasan leyendo todo el día...
-Te equivocás, te equivocás... -dijo el Sordo, jugueteando con un tiquet viejo de consumición entre los dedos-. No nos pasamos leyendo. Vos estás confundido -más tranquilo al comprobar que, pese a esa encendida llamada a la acción directa, pese a esa invitación a la violencia, la cosa venía demasiado dialéctica como para derivar en un holocausto. 
-Conmigo no corre esa. Esa mano no corre conmigo... 
-Tu mujer no se encamó conmigo -afirmó el Sordo-. Y te voy a decir una cosa, te voy a decir una cosa... Vos podés creer lo que se te cante las pelotas, después de todo es tu mujer. Pero te voy a decir una cosa, como para que vos entiendas...
-No hay nada que entender, mi viejo... Esto está muy claro... Acá lo...
-¿Sabés por qué no me encamé con tu mujer, ni me encamo, ni me encamaría nunca? 
Ahí sí el tipo lo miró, atento.
-¿Sabés por qué? -reafirmó el Sordo.
-¿Por qué? 
-Porque tu mujer no me gusta. 
-¿Cómo que... no te gusta? 
-No me gusta. Muy simple. No me gusta. 
-¿Por qué no te gusta? 
-Es jovata, viejo. Está muy achacada. 
-¿Jovata? ¡No tiene 40 años, querido! ¡No seas pelotudo! 
-Mirá, si no tiene 40 años, los aparenta. Te digo más, yo le daba cerca de 45. 
-37 pirulos tiene. Recién cumplidos. 
-¡Y bueno! 
-¿Qué? ¿Me vas a decir que alguna de estas pendejas que están por acá, aquella, por ejemplo, con esa pinta de muerta de hambre, están mejor que mi mujer? ¿Pero no ves la pinta de pichicateras que tienen todas, que parece que hace mil años que no toman sol, fumadas todas, sucias, los pelos roñosos? ¿Esas son las pendejas que te gustan a vos? ¡Por favor! Dejame de joder. Además, no me vengas con versos, mi viejo. Si vos tampoco sos ningún pendejo. ¿O me vas a venir con que a vos las pendejas todavía te dan pelota? No te dan ni cinco de pelota a vos, mi querido. ¿O te pensás que yo no te veo? ¿O por qué te pasás, acaso todas las tardes, sentado en la mesa de todos esos viejos chotos como me dice Marcela que te pasás? Porque te dan mucha bola las pendejas, seguramente. Por eso. Viejos chotos haciéndose los galanes... 
-A mí no me gusta...
-Además, mi mujer, será una hija de puta que se encama con el primer pelotudo que le cruza, pero se rompe el culo haciendo gimnasia para mantenerse en forma, querido. ¡Las veces que me he tenido que hacer la comida cuando vuelvo del trabajo porque ella está haciendo la gimnasia, tirada enfrente del televisor con la mina esa y el grone de la ESPN, que hacen gimnasia arriba de un portaaviones! Y te va al gimnasio, y te sale a correr... 
-No me gusta. No me digas porque no me gusta...
-Más de una de estas pendejas querría tener el culo que tiene mi mujer. Las gomas que tiene mi mujer, mirá lo que te digo... 
-A vos te parece porque sos el marido. Tenés que convencerte porque... 
-¡No me tengo que convencer un carajo, querido! Yo no soy tan boludo, no me pongo ciego ante la realidad, yo no me engaño... Marcela será una guacha pero sigue estando buenísima... ¿O te creés que yo no veo cómo la miran los tipos por la calle?
-No me gusta. 
-Tendrías que verla en bolas... Bueno... -saltó el tipo-. ¡Si vos la viste en bolas, hijo de puta! ¡Oíme, salgamos y...!
-No es eso, no es eso... Yo no te digo que no esté buena... 
-¿Qué no va a estar buena? ¿Y qué me decís entonces? 
-No sé... No es mi tipo de mujer... No... No... Qué sé yo... Vos no lo tomés a mal, pero... La nariz... 
-¿Qué pasa con la nariz? ¡Ahora no me vengas con que no te gustan las narigonas! Al contrario. Eso es lo que hace interesante a una mujer... ¡Mirá la Bárbara Streisand, por ejemplo, mirala a ella! Ahora no me vas a salir con que te gustan estas pendejas que se hacen la estética y que quedan todas con la misma napia. Esas te gustan, seguro, esas narices de mierda que parecen caniches...
-No es eso...
-Además... A la Ley de Almada, mi viejo. Le tapás la cara con una almohada. 
-No es eso... 
-¡Por favor, mi viejo! ¿Qué me venís? 
-Es que a mí me gusta la mujer más... ¿cómo decirte? Más... 
-¿Más qué? 
-Más dulce, ¿me entendés?... Más modosita... Más manuable... Tu mujer, Marcela, es muy grandota, muy agresiva. Demasiado... 
-¿Agresiva? ¡Porque tiene personalidad, querido! Ella es así. Avasallante ¿O querés una boluda de esas que se creen una muñequita de lujo? 
-No te digo agresiva... 
-¡Porque te sabe llevar una conversación! Eso es lo que te jode. Están todos acostumbrados a estar con minas que se callan la boca y le dicen que sí a todo, y no se bancan una mina que tenga los ovarios bien puestos como para copar una mesa y opinar de las cosas igual que los tipos. Eso es lo que pasa. ¡Claro! Todos los piolas de tu mesa pueden decir mil pelotudeces de lo que se les cante pero si aparece una mina con ideas propias no se la aguantan... 
-Será así... Será así... Por ahí tenés razón... 
-Lo que pasa es que ella te sabe llevar una conversación y...
-Y te aclaro que ella no viene a la mesa nuestra.
-Porque ha estudiado, mi viejo ¡Y quién te dice que no ha estudiado más que cualquiera de todos estos intelectuales...! ¡Intelectuales de la poronga! 
-Seré chapado a la antigua. Lo admito -enarcó las cejas el Sordo, casi como apesadumbrado. 
-Fijate que al final, yo... -no detuvo su arremetida el otro- que no soy lo que puede decirse un tipo de estudios, porque apenas si tengo el secundario, me banco una mina evolucionada. Pero ustedes no. Para ustedes una... 
-¿Sabés lo que pasa? ¿Sabés lo que pasa? Yo seré un antiguo, pero me jode que una mina te interrumpa cuando estás hablando, ¿viste? No te digo que me joda que hable. Pero que sepa respetar cuando el que habla es otro. Que no se meta. Y eso es lo que hace Marcela. Se mete. En ese aspecto es... desubicada... grosera... 
-¡Por favor! ¡Mirá con lo que me salís! 
-Te digo más... Más de una vez, pensé, te juro que pensé, sin conocerte, eh, sin conocerte... "Pobre tipo el marido de esta mina! ¡Lo que debe ser aguantar a esta mina!".
-Pero... ¡Por favor!... Ella... ¡Ella es una santa! Es incapaz de...
-Porque una cosa es charlar un ratito acá, todo muy bien, muy lindo, muy entretenido. Pero otra cosa es tenerla todo el día en tu casa y... 
-¡No estás a su altura, querido! ¡No estás a su altura!... Es una señora... 
-Te digo más... Ahora que te conozco, ahora que te conozco y veo que sos un tipo honesto, frontal, un tipo que va de frente, como viniste de frente conmigo, un tipo que tiene la grandeza de plantear una cosa delicada como esta, cara a cara... merecerías otra mina. No sé... Más dulce, menos agresiva, menos jodida. 
-Por favor... Ya quisieras vos encontrar una mina como Marcela. Ya quisieras vos... 
-Puede ser... -caviló el Sordo. La conversación parecía haberse agotado-. Puede ser... 
El otro miró el reloj. 
-Me voy -dijo-. Ya debe haber llegado -se paró. El Sordo también, las manos en los bolsillos. 
-¿Tomamos algo? -frunció las cejas, mirando la mesa vacía y tratando de recordar. El tipo negó con la cabeza. 
-Chau -dijo-. Pero la vamos a seguir -advirtió. Y se fue por la puerta de Sarmiento y Santa Fe. El Sordo se volvió para la Mesa de los Galanes. Cuando el tipo pasó junto a donde estaban Cary y Querol, hizo un gesto con el mentón señalándole al Sordo la adolescente flaquita que charlaba con ellos. 
-¡Seguro que una cosa así te gusta a vos! ¡Qué vas a comparar! -casi gritó, antes de continuar su retirada. 
El Sordo admitió con un gesto ambiguo y siguió para su mesa. Esta se había poblado bastante. Habían llegado el Pitufo, el Peruca, Belmondo y Hernán. El Sordo tuvo que buscarse una silla de otra mesa y ubicarse en segunda fila, en un ángulo poco favorable. 
-Mirá vos -se rio el Zorro-. Tenías ringside y te lo cagaron. 
El Sordo iba a contestar cuando volvió el tipo, por el mismo lado que la vez anterior, por detrás de la misma columna. Era obvio que había salido por la esquina y había vuelto a entrar por Santa Fe. Le tocó el hombro al Sordo y se agachó para hablarle al oído. 
-¿Sabés por qué vos decís eso? -le dijo. El Sordo esperó, fastidiado-. ¿Sabés por qué vos decís eso? 
-¿Qué digo? 
-Que no te gusta.
-¿Por qué? 
-Porque Marcela no te da pelota. Por eso -el Sordo giró para mirarlo-. No te da bola. 
-Sí... Seguro... 
-Claro, querido. Como eso de la zorra y las uvas... "Estaban verdes".
-Sí... Seguramente... 
-Entonces decís que no te gusta, que es fea, que es un escracho... -el Sordo meneó, la cabeza con disgusto, resoplando.
-Sí, preguntale... 
-Y... ¡No le va a dar bola a un tísico como vos, justamente!
-Claro... Preguntale... -repitió el Sordo, ya engranado. 
El otro se irguió, siempre sonriendo y hasta se dio el lujo de palmearlo al Sordo en el hombro. 
- Sí. Seguro. Preguntale qué hizo el jueves a la tarde... A eso de las siete... Preguntale 
El otro le dio la última palmada de despedida y se alejó, contento. 
-¡Preguntale! -alcanzó a gritar, airado, el Sordo-. ¡Qué hizo! ¡Preguntale! Pero el otro había desaparecido por la puerta de la esquina. Y esta vez ya no regresó. 

(Rosario, Argentina, 1944/2007)

Todas las fotografías que aparecen en esta entrada corresponden al bar “El Cairo”, de Rosario, Santa Fe, Argentina, donde transcurren las acciones de varios de los cuentos del “Negro” Fontanarrosa

CORTÁZAR, Julio: Ley del poema

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Amargo precio del poema,
las nueve sílabas del verso;
una de más o una de menos
lo alzan al aire o lo condenan.

Somos el ajedrez de un río,
el naipe siempre entre dos lumbres;
caen las caras y las cruces
a cada curva del camino.

Cae en el verso la palabra,
en el recuerdo llueve el llanto,
cae la noche, cae el pájaro,
todo es caída amortiguada.

¡Oh libertad de no ser libre,
golpe de dados que desata
la sigilosa telaraña
de encrucijadas y deslindes!

Como tu boca a la manzana,
como mis manos a tus senos,
irá la mariposa al fuego
para danzar su última danza.

(1914/1984)




BRECHT, Bertolt: Preguntas de un obrero ante un libro

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Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces, 
¿quién la volvió a construir otras tantas? ¿En qué casas
de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron?
La noche en que fue terminada la Muralla china,
¿adónde fueron los albañiles? Roma la Grande
está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?
¿Sobre quiénes triunfaron los Césares?
Bizancio, tan cantada,
¿tenía solo palacios para sus habitantes?
Hasta en la fabulosa. Atlántida,
la noche en que el mar se la tragaba, los habitantes clamaban
pidiendo ayuda a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él solo?
César venció a los galos.
¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero?
Felipe II lloró al hundirse
su flota. ¿No lloró nadie más?
Federico II venció la Guerra de los Siete Años.
¿Quién la venció, además?
Una victoria en cada página.
¿Quién cocinaba los banquetes de la victoria?
Un gran hombre cada diez años.
¿Quién pagaba sus gastos?

Una pregunta para cada historia.

(Alemania, 1898/1956)

 

DOLINA, Alejandro: La leyenda de las dos calles

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Hay en el barrio del ángel gris dos calles —nadie sabe cuáles— que son las calles de la vida y de la muerte.
Son aparentemente paralelas y no deberían cruzarse jamás.
Pero un día cada siete años, un día que nadie conoce, las dos calles se entrevistan en secreto y forman una esquina mágica.
En esa esquina hay un buzón rojo carmín.
En el buzón hay mil cartas. Dentro de uno de los sobres hay un papel azul y en el papel hay una palabra, una sola, escrita con tinta sutil.
En esa sola palabra se condensa todo el saber del universo.
Dentro de los otros sobres hay otras palabras, pero son palabras falsas, que solo sirven para engañar y confundir a los hombres.
Hay que acertar la calle y reconocer el día exacto y la hora precisa para llegar a la esquina secreta.
Hay que abrir el buzón y adivinar cuál de las mil cartas es la verdadera.
Es difícil.
Los hombres sensibles de nuestro barrio lo saben.
Saben también que aun teniendo la inmensa suerte de encontrar la esquina y la carta, no podrían leer la palabra, pues la tinta se borra con la luz.
Saben también que es probable que la palabra no signifique nada para ellos.
Pero día tras día, noche tras noche, la muchachada camina y recamina las calles del barrio buscando la esquina secreta.

(Argentina, 1944)

SÁENZ, Dalmiro: María la Rubia

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Esa que está ahí, la que se ríe en este momento, y apoya la palma de la mano sobre su cadera como si acariciara el anca de un animal querido; esa que mira a los hombres desde el extremo del salón grande, sabiendo que en cualquier momento alguno de ellos le hará una seña con la cabeza y que juntos se introducirán en uno de los cuartos del prostíbulo; esa que asienta sus cuarenta y tres años de vida sobre sus zapatos violeta que apenas sobresalen de los bordes del vestido largo, pero que al moverse se abrirá bastante dejando ver no solo la pulsera plateada del tobillo, sino mucho más arriba, hasta casi la mitad de sus muslos redondos; esa mujer es María la Rubia, la prostituta más cotizada de Comodoro Rivadavia.
La conocen todos, prácticamente todos los obreros de Y.P.F. que traen el frío de muchos inviernos en sus articulaciones duras; los que hacen los pozos, los hombres de las torres, los tractoristas, los mecánicos, los que manejan los camiones de los equipos de exploración, los que en un momento dado frotarán sus manos en el manojo de estopa y desgrasarán con prolijidad la superficie curtida y el nacimiento de sus antebrazos hasta el mismo límite que le impone la manga del overol o de la camiseta blanca, y que luego tirarán la estopa, como un símbolo de trabajo terminado, y encauzarán sus pensamientos hacia sus proyectos de fin de semana, en donde seguramente estará incluida la casi obligatoria visita al prostíbulo. La conocen los peones de las estancias vecinas, los de las frentes blancas por muchos soles que no atravesaron el grosor de las gorras o de los sombreros con barbijo, los que bajan al pueblo muy de tanto en tanto, con sus botas lustradas y su saco de cuero, y que se paran en las esquinas o caminan despacio con recelosa prudencia, como si llevaran de la mano el bozal y el cabresto y se acercaran a un caballo arisco en el corral de la estancia. La conocen los empleados de la calle San Martín, lo
s que se inclinan sobre el mostrador de la Anónima, o de Argensud, o de Selecta, o de Picón, y anotan las boletas de las mercaderías vendidas y que conocen al cincuenta por ciento de los clientes por sus apellidos y aun por sus nombres, y que al final de ese día, en el rapidísimo desbande de las siete de la tarde, dirigirán sus pasos hacia las paredes y el techo bajo el cual estarán sus padres o sus hermanos o la mujer que lleva su apellido y que tal vez pregunte: "¿Salís esta noche?", y a quien ellos contestarán: "No sé, puede ser que vaya un rato al café", sabiendo perfectamente que no lo harán, porque ya desde hacía unas horas atrás las caderas de la chica de la caja o las piernas de alguna cuenta en las medias que tal vez él mismo había vendido habrían encauzado sus pensamientos hacia la “casa grande" de la calle Belgrano. La conocen todos, prácticamente todos, incluso yo que soy su hijo.
Anoche lo supe, bastante después de la pelea, cuando yo y él nos levantamos del suelo. Supe que mi madre es una prostituta, que es distinta a las madres o a las hermanas o las hijas de ustedes, porque ella se acuesta con el hombre que paga los cuarenta pesos que estipula la casa y no con aquel que lo dará cierta seguridad de recibir esos cuarenta o una cantidad equivalente para el resto de sus días. Siempre me había intrigado la negativa de ella. Me acuerdo de una vez que, un poco borracho había cruzado yo el salón y tomándola de un brazo le dije:
—Vení.
Ella me había mirado un poco a los ojos y creo que vi el "No" antes de que lo pronunciara aunque no sé si llegó a decirlo, porque el sonido de mi trompada fue lo único que se oyó y su mano subió hasta la cara tapando el hilo de sangre que le corría por la ceja. Su mirada marrón y su silencio, y luego mi voz gritándole:
—Puta de mierda, ¿por qué carajo no querés acostarte conmigo? 
Ella se fue del cuarto como hace muchos años se había ido de mi vida, seguramente sin llorar, pero con la misma decisión y firmeza con que le había dicho que no a la partera del pueblo cuando esta le insistía: "Mirá, querida, que es muy sencillo; lo papás cuando podés; no es más que un pinchazo y dejar que entre el aire, ¿qué vas a hacer vos con una criatura? ¿Cuántos años tenés?".
"Dieciocho años" tendría que haber contestado; pero no lo hizo, sino que se fue conmigo en sus entrañas, a ver al hombre que fue mi padre y al que no encontró porque hacía días que se había ido para el lado del Senguer con una tropa de capones camino hacia Chile. Ella no lo supo hasta mucho más tarde, pocos días antes del parto, cuando llegó el huaso Silveira tambaleándose desde la inseguridad de sus botas de taco alto y apretando su dolor entre las costillas golpeadas y repitiendo constante: "Harto abusivos estuvieron, harto abusivos", y al preguntarle por mi padre había contestado cómo había muerto, a pocos metros del carabinero, con la bala que había entrado por su pecho y salido por la espalda y la mano sobre el cabo del cuchillo que no había tenido ni tiempo de sacar.
Todo eso lo supe por mi abuela, con la que me crié. Lo supe ayer, cuando volvía del prostíbulo, después de tambalear mi asco por las calles oscuras y de vomitar dos veces en la puerta de casa y de hincarme a los pies de la cama y de preguntar llorando: "¿Es mi madre, no es cierto que es mi madre?".
Ella me lo había dicho ignorando todavía lo que había pasado. Me contó de ese día en que se enteró por el huaso Silveira de la muerte de su hijo, y cuando días más tarde llegó aquella chica de dieciocho años, con su pollera tirante y los dolores del parto inminente, yo nací a la noche en la cocina y mi llanto resonó en la miseria de esa casa en donde mi madre nunca más entraría, porque desapareció al día siguiente, y no volvió más que una vez, con el pelo ya teñido y el sobre con la quincena, y hablaron mi abuela y ella en la puerta de calle.
No entró, porque el cuerpo de mi abuela obstruía la puerta; pero estoy seguro de que había mirado hacia el interior de la casa, tratando de ver el cajón que me servía de cuna, con esa misma mirada que años después, en el salón grande del prostíbulo, se cruzaba constantemente con la mía; esa misma mirada que la primera vez había dicho que no a mis todavía tímidos dieciocho años y que yo acaté dócilmente, sin saber por qué, y me fui a acostar con otra mujer; pero pensando todo el tiempo en esos ojos marrones, que yo en esa época no había notado eran idénticos a los míos. Los años pasaron y mis dieciocho años fueron diecinueve y después, veinte y veintiuno y veintidós; en esos años la vida es lo único que importa en nuestra vida, yo lo sé, porque ayer vomité lo que quedaba de mi vida y hoy me doy cuenta de que, sin la vida, ni siquiera la muerte puede solucionar la ausencia de la vida.
Varias veces me había pasado lo mismo. Yo entraba al salón grande y nos veíamos a través de la gente. Yo me miraba a mí mismo en la ternura de sus ojos y veía, contento, mi atractiva juventud reflejada en la admiración de su mirada. No sabía de los hombres y hombres que, extendidos sobre ella, habían pagado mi ropa y mi comida y los libros del colegio. Creía ver en sus ojos admiración de mujer y pensaba que era táctica las negativas suaves o las salidas del cuarto cuando yo insistía demasiado.
Todos mis amigos se habían acostado alguna vez con María la Rubia, y yo conocía sus encantos a través de muchísimas descripciones; conocía la forma en que apoyaba sus labios con esa pesada indiferencia de las prostitutas; conocía sus abrazos cálidos y sin apuro y la mata de su pelo desparramado sobre la almohada; conocía el lento y estudiado desprender de botones y el súbito aparecer de sus pechos grandes, la conocía desnuda con sus zapatos violeta con la pulsera plateada en su tobillo derecho y ese cuerpo mercenario, dócil y blanco, y su sonrisa demorada en su vida sin recuerdos.
Fue la otra noche cuando supe que ella era mi madre. Las cosas sucedieron una detrás de otra, como si la dosis de dolor de toda una vida se hubiera acumulado en menos de una hora. Yo entré, y la vi contra la pared; crucé el salón y me paré frente a ella; nos miramos los dos a los ojos por un rato y sin desviar la vista le dije:
—Vamos.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no —me dijo y trató de sonreír, aun después del golpe—. No me pegués —me dijo desde el suelo, y se levantó despacio, con los ojos tristes.
La iba a volver a golpear cuando la voz me detuvo; resonó serena detrás de mis espaldas:
—No lo vuelva a hacer —había dicho, y mi puño listo para el segundo golpe se abrió lentamente mientras bajaba el brazo. Me di vuelta de un salto, con las piernas abiertas y el arma en la mano. 
Después las mujeres gritando y los hombres quietos y los dos girando con nuestras armas listas. Las hojas se tocaron unos instantes en nerviosos tanteos, mientras nuestros pies se movían sobre las baldosas del piso.
Imagínense el cuadro: un hombre joven con la camisa abierta, con un cuchillo grande en su mano firme, y un policía con el sable corto desviando la puñalada y tirando hachazos. Imagínense la pelea larga y pareja, y la primera sangre de una de las muñecas salpicando las paredes en cada movimiento. Imagínense a los dos en el salón iluminado, el pecho del policía jadeando en su chaquetilla, mientras el sable experto arremetía en feroces molinetes de muerte, y el hombre joven con la camisa abierta, con la furia de su mirar bajo la frente sudada, y una prostituta, con todo el dolor de su alma mirando a su hijo bailotear entre la muerte, sabiendo que, aun en el caso de ganar la pelea, todo se sacrificio de mujer esclava se prolongaría en la cárcel en la vida de su hijo. Imagínense el cuadro de dolor y de furia, y el hombre joven resbalando sobre el piso mojado y el policía sobre él, sosteniendo con su izquierda la muñeca contra el suelo y la punta de su sable sobre la garganta agitada.
Y después el grito de ella, fuerte y desesperado: "¡No, por favor, no!", y las manos sobre los hombros, y el policía dócil parándose despacio, envainando el sable, y el hombre joven en el suelo, respirando cansado.
Imagínense todo. Un hombre que no había muerto, secándose el sudor con la manga de su camisa, y el policía en un cuarto, desprendiéndose la chaquetilla y hundiéndose en los brazos de María la Rubia, la prostituta más cotizada de Comodoro Rivadavia.
Fue esa noche cuando supe que ella era mi madre. Fue una frase corta: "No ves que es el hijo", que yo oí al salir. Me interné en la noche por la calle Belgrano, vomité dos veces en la puerta de mi casa y entré tambaleándome en la cocina abrigada. Mi abuela me miró sentada en la cama.
—¿Es mi madre? —le pregunté—. ¿No es cierto que es mi madre?
Ella me contó todo y yo vomité de nuevo, esta vez encima de mi chaquetilla policial.

(Argentina, 1926)


Todas las ilustraciones pertenecen a Henri de Toulouse-Lautrec (Francia, 1864/1901)


QUIROGA, Horacio: Más Allá

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Yo estaba desesperada -dijo la voz-. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina, aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!
Yo le había dicho a mamá la semana antes:
-¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?
Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás:
-Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo -¿lo oyes bien?- preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto.
Esto dijo papá.
-Muy bien -le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo-: nunca más les volveré a hablar de él.
Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.
¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él.
¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.
-Muerta mil veces -decía él- antes que darla a ese hombre.
Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante?
Morir era preferible, sí, morir juntos.
Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría mil veces la muerte juntos, a la desesperación de no volverlo a ver más.
Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en el sitio convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.
No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si desde el fondo del pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis ensueños, como si todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio.
No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro y último abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar, comprendí, marcada de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de haber llegado a ser su novia, su esposa.
A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo que media entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos que me precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde de mi destino a contenerme... ¡tarde ya! Bruscamente, todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma, cesaron. Retrocedieron vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.
Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de pronto me estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.
¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!
El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos llevaba juntos abrazados a la tumba.
-Perdóname -me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello-. Te amo tanto que te llevo conmigo.
-Y yo te amo -le respondí-, y muero contigo.
No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a contemplar nuestra agonía? ¿Qué golpes frenéticos resonaban en la puerta misma?
-Me han seguido y nos vienen a separar... -murmuré aún-. Pero yo soy toda tuya.
Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente pues en ese momento perdía el conocimiento.

***

Cuando volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no buscaba donde apoyarme. Me sentía leve y tan descansada, que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue sensible. Yo estaba de pie, en el mismo cuarto del hotel, recostada casi a la pared del fondo. Y allá, junto a la cama, estaba mi madre desesperada.
¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto al velador, de pie como yo, lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a su vez y venía sonriendo a mi encuentro. Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que rodeaban el lecho, y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de habernos encontrado.
Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que yo estaba como él: muerta.
Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento. Habíamos perdido algo más, por dicha... Y allí, en la cama, mi madre desesperada me sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.
Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo en una perspectiva nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros, muertos por suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de los policías. ¿Qué nos importaba eso?
-¡Amada mía!... -me decía Luis-. ¡A qué poco precio hemos comprado esta felicidad de ahora!
-Y yo -le respondí- te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaremos más, ¿verdad?
-¡Oh, no!... Ya lo hemos probado.
-¿E irás todas las noches a visitarme?
Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá que debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no pudieran traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.
Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones muy duras y los dedos muy rígidos.
Nuestros cadáveres... ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido algo de nuestra vida, nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras, amenazando hacer rodar a todos con ellos?
¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor. Antes... no había podido asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues iría a casa como novio mío.
-¿Desde cuándo irás a visitarme? -le pregunté.
-Mañana -repuso él-. Dejemos pasar hoy.
-¿Por qué mañana? -pregunté angustiada-. ¿No es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche, Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!
-¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?
-Sí. Hasta luego, amor mío...
Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada como si regresara de la primera cita de amor que se repetiría esa noche.

***

A las nueve en punto corría a la puerta de calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él en casa, de visita!
-¿Sabes que la sala está llena de gente? -le dije-. Pero no nos incomodarán.
-Claro que no... ¿Estás tú allí?
-Sí.
-¿Muy desfigurada?
-No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!
Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las aletas de la nariz muy tensas y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el mismo que Luis esperaba ver durante horas y horas desde la esquina.
-Estás muy parecida -dijo él.
-¿Verdad? -le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos en seguida de todo, arrullándonos.
Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos con curiosidad el entrar y salir de las gentes. En uno de esos momentos llamé la atención de Luis.
-¡Mira! -le dije-. ¿Qué pasará?
En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos minutos antes, se acentuaba con la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas, no vistas aún allí, lo acompañaban.
-Soy yo -dijo Luis con ligera sorpresa-. Vienen también mis hermanas.
-¡Mira, Luis! -observé yo-. Ponen nuestros cadáveres en el mismo cajón... Como estábamos al morir.
-Como debíamos estar siempre -agregó él-. Y fijando los ojos por largo rato en el rostro excavado de dolor de sus hermanas:
-Pobres chicas... -murmuró con grave ternura. Yo me estreché a él, ganada a mi vez por el homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que venciendo quién sabe qué dificultades, nos hacían mis padres enterrándonos juntos.
Enterrándonos... ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre una cama de hotel, puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos dos fríos y duros cuerpos, ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor. Y a pesar de todo, sin embargo, nos habían sido demasiado queridos en otra existencia para que no depusiéramos una larga mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.
-También ellos -dijo mi amado- estarán eternamente juntos.
-Pero yo estoy contigo -murmuré yo, alzando a él mis ojos, feliz.
Y nos olvidamos otra vez de todo.

***

Durante tres meses -prosiguió la voz- viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos veces por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera retrasado un solo segundo, y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la puerta. Para retirarse no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media, aun las doce sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra yo arrancar mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida, paseándome por la sala con la cara apoyada en la palma de la mano.
Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de un cuarto a otro, asistiendo sin interés alguno al movimiento de mi familia, aunque alguna vez me detuve en la puerta del comedor a contemplar el hosco dolor de mamá, que rompía a veces en desesperados sollozos ante el sitio vacío de la mesa donde se había sentado su hija menor.
Yo vivía -sobrevivía-, lo he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi amado, de la presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se abría un abismo invisible y transparente, que nos separaba a mil leguas.
Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro idilio. De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce, gustábamos de extender nuestros paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y más amantes.
Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra lo que habíamos sido. Entramos en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde brillaba una lápida de mármol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada más.
-Como recuerdo de nosotros -observó Luis- no puede ser más breve. Así y todo -añadió después de una pausa-, encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos epitafios.
Dijo, y quedamos otra vez callados.
Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin redención eran aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la realidad, la vida depurada de errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos llamas de un mismo amor.
Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca nuestra felicidad sin nubes.
Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin otro fin ni otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir que mi novio me visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez, al irse, acortábamos más la despedida.
Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que él pudiera decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le contestaría cualquier cosa, para evitar mirarlo.
Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo las mías heladas, leí en sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me puse pálida como la muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:
-¡Luis! -murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra situación, porque soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy cuenta, sus ojos recobraron la clara ternura de otras veces.
-Hasta mañana, amada mía -me dijo sonriendo.
-Hasta mañana, amor -murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.
Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar esta palabra nunca más.
Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes. Todo en vano: no podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la mano, alejados a un metro uno del otro.
¡Ah! Preferible era...
La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis rodillas.
-Mi amor -murmuró.
-¡Cállate! -dije yo.
-Amor mío -recomenzó él.
-¡Luis! ¡Cállate! -lancé yo, aterrada-. Si repites eso otra vez...
Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros -¡es horrible decir esto!- se encontraron por primera vez desde muchos días atrás.
-¿Qué? -preguntó Luis-. ¿Qué pasa si repito?
-Tú lo sabes bien -respondí yo.
-¡Dímelo!
-¡Lo sabes! ¡Me muero!
Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En ese tiempo pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del destino, infinitas historias de amor, truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de lo imposible.
-Me muero... -torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada. Él lo comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo rato.
-No nos queda sino una cosa que hacer... -dijo.
-Eso pienso -repuse yo.
-¿Me comprendes? -insistió Luis.
-Sí, te comprendo -contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me dejara incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.
¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un ataúd dos espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir! ¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar, cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro de un amor!
Ese beso nos cuesta la vida -concluye la voz-, y lo sabemos. Cuando se ha muerto una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis así, hubiera dado el alma por poder ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros fue sublime e insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto sustancial y siempre fiel de nuestros restos mortales.
Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio, tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y nos aguarden.
De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me desvanezco...

(Salto, Uruguay, 1878 – Buenos Aires, Argentina, 1937)


SOLARI, CARLOS "INDIO": El monstruo de Panamá

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Su nombre clave es El Monstruo de Panamá. Es el verdadero comepecados de la Agencia. Se presenta como una carta interesante para los jóvenes agentes que se rebelan contra la autoridad. El monstruo de Panamá sabe de los crímenes que existen solamente para cierta calidad humana. La calidad humana de los Servicios de Seguridad disfruta del más alto cociente de secreto permitido en las naciones. 
El Monstruo, alcahuete que aviva a los suscriptores de la Agencia: -La autoridad miente. La autoridad opera en tu cerebro-. Opera mintiendo en los labios de los funcionarios en todos los sobornos. Te mienten los directores de las agencias de noticias y de las agencias de publicidad. Todos los días las pequeñas mentiras institucionales en las ondas de T.V. y en los periódicos devoran nuestro estado de ánimo.
Así las cosas, estoy bebiendo con moderación. Durante días no he recibido ninguna señal de extinción y he logrado poner algunos kilómetros entre los negocios gubernamentales y el refrigerador de mi oficina privada. 
La extinción me ha llevado lejos. Antes de la aparición del puto monstruo jugaba al tenis en el Casino al mediodía, mientras mi sensatez bajaba en picada y mi reputación decaía. Pero el muy bocón puso la boca en el trombón y filtró por los altavoces: -Para quienes no pueden sentir la vida, la muerte no es una tragedia-.
Los líderes hablan de tu muerte sin remordimientos. Yo lo escuchaba mirando sus ojitos de pequinés mientras me zampaba una lata de atún frío y un vaso de vodka con agua tónica. Lo escuchaba mientras me adormecía y aceptaba el ensueño sin vacilar. Visiones de blindados que estallaban como uvas (como dijo luego el mayor general, era sin dudas el chispear del agua tónica). Yo lo escuchaba mientras pasaban camiones y las horas se incendiaban (parece mentira que una simple lata de gaseosa, colocada en el justo lugar...). Los altavoces emiten la conferencia de los observadores y... ¡el Monstruo en los altavoces! con gritos catedrales: -Cuando una información es "estrictamente confidencial" esto significa "su revelación disminuirá nuestro poder"-. 
Arroyo de agua tónica. Un corto trozo de alambre marca el reloj en la lata. Con mi navaja abrí el agujero en la caja ordenadora. Así de fácil. El fuego acometió y los blindados saltaron por los aires. Los depósitos fueron explotando en muecas horrísonas que escupían metralla. El personal procuraba escapar con esa sonrisa desdichada que queda en el rostro cuando se han quemado las cejas y las pestañas. Todo el sector quedó a oscuras y la escena era alumbrada por el fuego y los cortocircuitos. 
Un tango con Páez Montra, editor del programa de noticias de la Agencia y durante la cena jugamos con las imágenes registradas en video. El hombre me hizo ver lo mucho que estaba yo bebiendo. Lo hizo en el mismo instante en que la cámara se detenía en un gran pozo humeante congestionado de carne para contrapicar, luego, en las luces intermitentes y en los infantes limpiando el área. Esos jóvenes guardias con sus chaquetas anaranjadas de siniestro, haciendo un trabajo asqueroso en medio de mis bromas. Son muy jóvenes, no han visto nunca nada semejante. Un helicóptero sobrevuela. Páez insiste en los detalles, no le hago ningún caso, hipnotizado por lo que veo... ¡el Monstruo vivito y coleando!: -Para destruir el objetivo político de la nueva cultura es que la difusión del poder, la revolución será televisada-. 
Las pericias comenzaron antes de que se apagaran los fuegos. Me acerqué al cordón protector convencido de que mi embriaguez sería aceptada con mi jerarquía, y así fue que tuve a la vista mi talento. El helicóptero despegó haciendo volar una mortaja de plástico negro por sobre las ambulancias estacionadas. Integrantes célebres de la Agencia se acercaron en un Buick Le Sabre, atravesaron sin declaraciones la valla de la prensa. Arrastrada por el viento, la mortaja volvió a cruzar la carretera unos seis metros delante de mí para aterrizar en un matorral todavía encendida y consumirse. Y allí estaba yo, un figurón borracho por el éxito, apretándose un granito. Sintiendo con resignación cómo la aventura penetraba poco a poco en mi cerebro. Comenzaron a dolerme los pies. Miré hacia el coche, Páez ya no estaba... Subí a una colina para redondear desde allí la escena. 
Al caer la noche me eché sobre la hierba mirando las estrellas. Ahora estaba en conocimiento de los crímenes que existen solamente para cierta calidad humana. Ahora soy un monstruo. Estoy tumbado bajo el cielo estrellado con la misma impecable actitud con que detuve la bala con la cabeza. Nunca fui golpeado tan duro por nada en la vida. La carne está casi lista cuando la conciencia suma: -Los amateurs se hacen pegar, los profesionales no, pero se pueden ahogar con un hueso de pollo. Además me duelen los pies. Una de esas tonterías que nos requieren en el momento de la muerte. Una fracción de segundo antes de desorbitar los ojos... 

(Texto de ficción aparecido en el número 8 de la revista “Cerdos & Peces”, p. 58, enero de 1987) 

(Argentina, 1949)


BIALET, Graciela: Una historia de amor con final de río

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Dicen que dicen... que por allá, en el territorio de los incas, hace muchísimos años hubo un chico y una chica perdidamente enamorados el uno del otro, pero con tanto... tantísimo... viento en contra que si en aquella época hubiese existido la TV, hubieran protagonizado una telenovela.
Él era un muchacho apuesto, buen mozo, fuerte, noble y como si esto fuese poco, también era el príncipe de aquella tribu.
Como pasa casi siempre en estos casos de amores perdidos, desde que Milac Navira (que así se llamaba nuestro héroe) conoció a Panaholma, quedó boquiabierto y con mirada de perro que perdió el sulqui. Ella era una chica de pueblo, bellísima como ninguna, pero pobre como las lauchas.
Demás estaría contar que los padres de Milac Navira se opusieron teminantemente al noviazgo con aquella triste plebeya, no querían para su hijo una esposa de clase baja. Eran de los que decían que los pobres son pobres porque quieren... que no es por nada pero cada chancho a su rancho... y cosas por el estilo.
Pretendían para su hijo alguien importante: algo así como una diosa, por ejemplo, y si eso no podía ser... ¡bue!, se conformaban con una reina... ¡Qué sé yo!... De última, una princesa... ¿pero menos? ¡Qué va!
Por su parte, los padres de Panaholma eran de los que se jactaban de ser pobres pero honrados y para colmo de males se llevaban como la mona con los soldados del rey que venían todas las semanas a cobrar sus impuestos, cada vez más caros y menos justificados. Es de imaginar que prohibieron teminantemente a su niña tener cualquier tipo de tratos con ese joven de la realeza. 
Ellos pretendían que Panaholma se casara con un tal Quilcas, un joven de su misma condición social que decía estar loco de amor por la bella niña, y que por lo menos no tenía nada que ver con personas mandonas y desagradables como el rey y su familia. 
Los enamorados, como pasa siempre cuando el bichito del amor pica y saca roncha, hacían lo posible por desprenderse los abrojos de la vigilancia de sus padres e igual se veían a escondidas.
Así hasta que un día, empachados de los NO de sus padres y sin poder calmar las cosquillas de ese amor que les plumereaba el estómago por dentro, decidieron huir juntos. 
Casi con lo puesto los escondió la noche en su telón de romance y se fueron mientras la luna les guardaba el secreto. Pero una estrella envidiosa, no halló mejor manera de vengarse de los enamorados por no haberla elegido como madrina de bodas, que revelar la ruta seguida, nada más ni nada menos que a Quilcas, el enamorado dejado de plantón.
Quilcas, muerto de rabia y celos, los persiguió hasta el valle de Traslasierra donde los novios habían decidido construir su nueva vida.
Allí Milac Navira y Panaholma se casaron. 
El altar fue una vertiente de agua fresca.
Los padrinos: el sol y la luna. 
El celeste colchón del cielo los apañó en su juego de amor y ellos se besaron como nunca.  Como siempre, conteniendo la risa para no hacer papelones juntos en el momento culminante de la boda.
Se abrazaron, bailaron, comieron perdices... pero no fueron del todo felices, porque apenas comenzaron a sacarle punta al lápiz de la alegría, el perverso de Quilcas comenzó a hacer de las suyas. 
Obligó a un cóndor decir a Milac Navira que por las montañas encontraría el mejor regalo del mundo para su novia; y a un picaflor para que convenciera a Panaholma que por los llanos hallaría las cabras más gordas y lecheras para prepararle un sabroso quesillo a su enamorado.
Engañados así, ella por un lado y Milac Navira por otro, Quilcas logró separarlos y luego, con trucos parecidos, se dio maña para convencer a cada cual que su pareja había muerto.
El joven príncipe, que estaba en las Sierras Grandes, comenzó a llorar enloquecido de bronca, pensando por qué la había dejado sola, echándose un baldazo de culpas y mordiéndose los labios con tal desesperación que sus lágrimas de rabia se convirtieron en un río frío y turbulento.
Ella, en cambio, se hallaba en la Pampa de Achala al enterarse de la mentirosa muerte de su esposo, y fue allí donde una lluvia de llanto le quemó la sonrisa hasta formar un cordón de agua caliente como una herida. 
A pesar de que sus tristezas corrían por las montañas hechas ríos de pena, en el fondo de sus corazones ellos no querían creer que era cierto lo que decía Quilcas.
Así que impulsados por una voz que se escapaba de las cosquillas de los recuerdos, caminaron como sonámbulos por las huellas que formaban sus ríos de lágrimas y... -como en los finales felices de las telenovelas- él y ella se encontraron... 
¿Dónde?
En el lugar exacto en que las aguas  se unían, ahí... justamente allí...
donde hoy en día se besan y arremolinan jugando a un amor prohibido los ríos Mina Clavero y Panaholma. 


Graciela Bialet
(de “De boca en boca”, 1994)



Graciela Bialet nació en Córdoba, Argentina, en 1955. Estudió Comunicación Social, Licenciatura en Educación y maestría en Promoción de la Lectura y la Literatura Infantil. Como educadora ha desarrollado proyectos específicos en animación lectora, tales como el programa Volver a leer, la coordinación de la Biblioteca Provincial de Maestros , capacitación , publicaciones curriculares y programaciones de Ferias de Libro en Córdoba.
Como escritora ha abordado géneros de la literatura infanto juvenil, la novela, el ensayo y textos pedagógicos para niños y para docentes. Dentre las 25 obras publicadas de destacan: El libro de las respuestas sabihondas (1993), De boca en boca (1994), San Farrancho y otros cuentos (2000), Medio blanco, medio negro (2001), Nunca es tarde (2003), Si tu signo no es cáncer (2005),Caracoleando (2005) y El jamón del sánguche (2008) 

Su tono es coloquial y sus temas complejos, sin caer en el sentimentalismo. Su obra ofrece un enfoque cercano, claro y emotivo a cuestiones personales y difíciles.

MAFALDA EN SU SOPA

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Alumnos de 2° año y tres profes de la E.E.M.P.A. 1007 "LIBERTAD" participaron de una visita guiada por la Muestra "Mafalda en su sopa", en el Complejo Cultural del Viejo Mercado. Fue el jueves 9 de junio de 2016, con la cálida coordinación de la Profesora Claudia Manera. Queda registro del disfrute de la actividad, de algunos detalles del recorrido y de las infografías que elaboraron posteriormente alumnos de 2° F.








SZTAJNSZRAJBER, Darío: La última vez

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¿Cuándo fue la última vez que te preguntaste? No buscando una respuesta ni encontrando una certeza, sino la última vez que te escapaste de lo cotidiano y te detuviste. No por cansancio ni por desidia, sino porque sí.
¿Cuándo fue la última vez que te detuviste y dejaste que todo a tu alrededor flotara? Como quien se anima a desconectar las cosas, a quitarles su carácter de utilidad, a sacarlas de la lógica del cálculo.
¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo que no sirviera para nada? Para nada ni para nadie, ya que las servidumbres se presentan de formas muy misteriosas. Algo que no fuese pensado desde la ganancia, el interés o el egoísmo.
¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo porque sí? No porque te convenía o porque lo necesitabas, o incluso porque lo querías; sino porque sí. O al revés: ¿cuándo fue la última vez que la casualidad hizo con vos algo? No algo productivo, ni profundo, ni siquiera algo en sentido estricto.
¿Cuándo fue la última vez que le diste un abrazo a alguien? No a tus seres queridos ni a personas conocidas, sino a “alguien”, no importa a quien. 
¿Cuándo fue la última vez que diste? No importa qué. Un regalo no vale por lo que es, sino que vale en tanto regalo. Un regalo no vale. Un regalo no es. Se da y no vuelve.
¿Cuándo fue la última vez que te abriste? ¿O que no te cerraste? ¿O que demoliste tus puertas? ¿O que dejaste entrar al indigente? ¿O que ese otro irrumpió en vos y te llevó puesto? ¿Cuándo fue la última vez que recordaste? No cuándo vence la factura de gas o la fecha del examen, sino que te recordaste como una trama, como una huella, como parte del relato en el que te ves inmerso, como el deseo de querer seguir narrándote.
¿Cuándo fue la última vez que lloraste? Simplemente lloraste. De alegría, de tristeza, da igual. Llorar, como quien expresa en ese acto primitivo la existencia viva; como quien solicita, pide, ruega, pero no reclama, ni exige, ni cree merecer.
¿Cuándo fue la última vez que te perdiste? No en esta calle o en este trabajo o con este proyecto compartido. Perderse, dejándose llevar por ese acontecimiento imprevisible, dejándolo ser. El mundo está repleto de carteles y señales. El mundo está lleno de héroes que te proponen un formato industrial del ser uno mismo y una carrera exitosa basada en el afianzamiento de lo que sos. No importa qué sos, sino abroquelarte en lo tuyo, o en los tuyos, y sobre todo erigir los muros que hacen del otro y de lo otro algo invisible. Por eso perderse, como quien pasea sin rumbo, o habla con una tortuga, o le pide perdón a un helado por comérselo. Como quien se baja del colectivo para caminar por esas calles extrañas, como quien encuentra una mirada que lo devuelve para adentro y cae en el abismo.
¿Cuándo fue la última vez que tuviste miedo? No por lo que te pudiera pasar, sino por pensar que tal vez nunca no te pasara nada. ¿Cuándo fue la última vez que preferiste la nada al ser, un olor a un concepto, un insomnio a un ansiolítico, un árbol viejo a un ascensor?
¿Cuándo fue la última vez que te traicionaste, que te animaste, que transgrediste, que te lanzaste, que tuviste un sueño, que creíste, que descreíste, que te arrepentiste, que te afirmaste, que te cuestionaste, que soltaste lo propio y te abriste a la pregunta?
¿Cuándo fue la última vez que te preguntaste?

(Argentina, 1968)

MELENDI: De repente desperté

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Hoy he soñado que todo es mentira,
que no existen ni la guerra ni la paz,
ni los enfermos ni las medicinas,
que no existen las banderas,
ni palomas mensajeras.

Hoy he soñado que todo es mentira,
que no existen los parados por derecho
y que el político es de plastilina,
y que no existe un desastre
que no arregle cualquier sastre.

Y de repente desperté
y cuál fue mi sorpresa
cuando en el telediario de la 3
un hombre mataba a sus hijos a palos
para vengarse así de su exmujer.

De repente desperté
y como si de un sueño se tratara,
vi que el mundo era un papel,
donde el poderoso pinta garabatos
para lavarse las manos después.

De repente desperté
y como siempre este maldito mundo,
tan extraño como absurdo,
tan cruel como taciturno,
comenzó a andar del revés.

Hoy he soñado que todo es mentira,
que en el mundo no existía desigualdad
y que los niños no mueren de sida,
y que no existen primeros
ni últimos por extranjeros.

Y de repente desperté
y vi a cuatro individuos en la tele
peleando por el poder
mientras en la calle un pueblo esclavizado
buscaba en la basura pa' comer.

De repente desperté
y vi cómo detrás de un movimiento
siempre había su porqué,
que en nombre de la paz vi matar dictadores
que estaban más que puestos por usted.

De repente desperté
y como siempre este maldito mundo,
tan extraño como absurdo,
tan cruel como taciturno,
comenzó a andar del revés.

Y ahora no sé cuál es el sueño
y cuál la realidad...
Pensamos que vamos sin dueño…
Qué falta de verdad,
Qué falta de verdad...

Y no hay peor que el que no quiere ver
por muy duro que sea mirar.
Me resulta tan difícil
creer que existe el destino
cuando todo el mundo baila
si cuatro tiran de un hilo.

Y aunque esta humilde balada
nunca sirva para nada,
yo hoy dormiré más tranquilo.

Ramón Melendi Espina (Oviedo, 21 de enero de 1979),
conocido artísticamente como Melendi, es un cantautor español.
Sus especialidades en la música son el rock, el pop

y antiguamente la rumba a la hora de componer sus letras.

CORTÁZAR, Julio: Terapias

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Un cronopio se recibe de médico y abre un consultorio en la calle Santiago del Estero. En seguida viene un enfermo y le cuenta cómo hay cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no come.
—Compre un gran ramo de rosas —dice el cronopio.
El enfermo se retira sorprendido, pero compra el ramo y se cura instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio, y además de pagarle le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas. Apenas se ha ido el cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no duerme y de día no come.

(1914/1984)





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